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La dama que secuestraba aviones

Za’atar persigue obsesionado una pelota de tenis. De muro a muro la pelota rebota. Él corre detrás de ella tratando de no resbalar y de alcanzarla en el aire. Cuando al fin la tiene en el hocico, el pequinés se instala en un rincón del salón esperando que vengan por ella y se la lancen una vez más. Es un juego interminable que parece no agotarlo.

La mujer palestina que sostiene la pelota lo observa y le llama la atención.

—Ya basta, Za’atar, es tiempo de detener el juego y pasar a comer.

Za’atar es también el nombre de un condimento bastante popular en el mundo árabe, de color verde olivo. Es una mezcla de especias: tomillo, semillas de ajonjolí, sal y zumaque. Está presente en la mayoría de los platos de Siria, Jordania, Líbano y Palestina.

️ ️La mesa exhibe distintos platos de esa cocina que contienen, entre otras cosas, mucho za’atar. En un rincón, Za’atar, el pequinés, sigue reclamando la pelota de tenis. Za’atar tiene suerte. En el mundo árabe los perros son considerados animales inmundos. Se les desprecia y, en general, no son animales de compañía ni mascotas privilegiadas, como en Occidente. Pero Za’atar es cuidado por una mujer diferente, una mujer que ha desafiado su entorno cultural y social.

La pelota llega a sus pies y la mujer la recoge lentamente, la toma entre sus manos y amenaza una vez más: ¡Za’atar, esta es la última!

Al levantarse, su rostro se confunde con una foto en blanco y negro que cuelga enmarcada en la pared. En ella, una joven de sonrisa amplia cubre su cabello con un hatta (pañuelo palestino) y porta un rifle AK-47. Un antes y un después de quien ha vivido con intensidad.

Es Leila Khaled, la militante y guerrillera que a sus 70 años continúa en la lucha que la llevó a convertirse en ícono de la causa palestina. Grabada como imagen que no envejece en esténciles, grafitis, afiches, cuadros y pancartas.

Este es el relato de varios encuentros con Khaled, de viajes al pasado de una juventud singular y retorno a la vida actual de quien se convirtió en la primera mujer en el mundo en secuestrar un avión.

Leila Khaled exhibe, en la sala de su casa, la imagen que evoca sus luchas. Foto: Yasna Mussa

Es 1969. El mundo está sumergido en la Guerra Fría. Los movimientos sociales y las guerrillas se mueven en Latinoamérica y los países árabes; sus luchas tienen en común la autodeterminación y el rechazo a las dictaduras locales. Para el Frente Popular de la Liberación de Palestina (FPLP) –un partido de izquierda nacido en 1967, fundado por George Habash, autoproclamado marxista y laico— la ocupación de Palestina no es lo suficientemente visible. La mayor parte del mundo ignora lo que sucede contra una población cuya tierra ha sido arrebatada desde 1948 y cuya diáspora espera ansiosa por retornar a sus hogares.

Entre ellos está Leila Khaled, una joven estudiante palestina refugiada en Líbano. La número seis de una docena de hermanos, la hija de una familia musulmana que nunca quiso llevar velo, la dueña de un carácter inquebrantable y una mirada penetrante. Es la misma que se pasea vistiendo un traje blanco, sombrero y gafas de sol mientras espera en el aeropuerto de Roma. Está nerviosa, pero sus nervios no se asemejan a los de los otros viajeros. En su traje de verano lleva escondida un arma y unas granadas y ha logrado burlar el sistema de seguridad del aeropuerto.

Del otro lado de la sala está Salim Issawi, un combatiente del Comando de Unidad Che Guevara, del Frente Popular para la Liberación de Palestina. Ambos fingen no conocerse. Nadie sospecha que se trata de dos compañeros de misión ni que en pocos minutos protagonizarán una arriesgada maniobra política.

Esta vez, en el cielo, un acontecimiento se registra en la historia. El vuelo TWA 840 con destino a Atenas sufre un sorpresivo cambio de planes: Issawi y Khaled toman como rehenes a los 116 pasajeros a bordo y lo desvían con destino a Damasco, Siria. Antes, Leila Khaled solicita al piloto sobrevolar Haifa, su tierra natal.

El gesto no es parte de la operación, pero es el motivo que la llevó a alistarse en las filas de la política y la guerrilla. Es la nostalgia que se cuela en medio de la frialdad y el rigor de una mujer apátrida que dejó la mochila universitaria y se colgó al hombro un rifle para ir a combate.

La noticia del secuestro vuela rápido por el mundo. La prensa habla de una serie de secuestros que desde 1968 son reivindicados por el FPLP. Nadie resulta herido o muerto. El hecho causa impacto cuando los secuestradores hacen explotar el avión después de bajar a todos los pasajeros. Logran su objetivo: llamar la atención, hablar de Palestina y su causa.

Pero hay una pregunta que no queda resuelta: ¿quién es la mujer al mando de esta última operación? El enigma queda despejado cuando Eddi Adams, fotoperiodista de guerra estadounidense, la retrata en blanco y negro, portando el hatta y un rifle AK 47. Una imagen que se volverá histórica y estampa de un ícono, algo que no conjuga bien ni con la personalidad ni con las intenciones políticas de su protagonista.

Su rostro se multiplica, se difunde, se vuelve conocido. Leila acepta entrar al quirófano y cambiar su apariencia con seis cirugías plásticas. Su nariz y su mentón han sido modificados hasta el punto de ya no ser los de la atractiva mujer de la foto. Guarda su vanidad y su identidad como quien se disfraza para un evento. Guarda su vanidad y su identidad porque pueden costarle la libertad o la vida.

Es 6 de septiembre de 1970. Otra pareja espera en el aeropuerto de Ámsterdam. Ambos con pasaporte hondureño. El hombre es Patrick Argüello, un nicaragüense que lleva también un pasaporte estadounidense, miembro del Movimiento Sandinista y que nueve años antes se había enfrentado al dictador Somoza. La mujer, una vez más, es Leila Khaled.

Ambos han logrado pasar los controles de seguridad, aunque le han pedido a la mujer que abra su bolso de mano para revisarlo detalladamente pues, según la oficial a cargo, han aumentado los secuestros y atentados. Leila se muestra comprensiva ante la situación y accede con amabilidad, observando en silencio. En los bolsillos de su pantalón guarda dos granadas de mano.

Aunque Leila posee un pasaporte falso de Honduras, su español se limita a un “sí, señor”, y confía en que será suficiente. Su preocupación es otra: debe cumplir la misión de desviar el vuelo 219 de El Al con destino a Nueva York y unirse a otros tres secuestros simultáneos que serán dirigidos hasta un terreno desolado en Jordania, bautizado por el FPLP como aeropuerto revolucionario.

Instalada junto a su compañero en la segunda fila de la clase turista, los militantes se dirigen hacia el piloto y anuncian el secuestro. Aunque unas horas antes habían logrado burlar la seguridad en tierra, en el aire las cosas se complican. Cuatro agentes israelíes se encuentran entre los pasajeros y reaccionan a tiempo. En el acto, disparan a Argüello, y Khaled es herida y capturada. Las granadas siguen en sus bolsillos. Leila Khaled, con dos costillas quebradas e impactada al ver cómo su compañero se desangra frente a sus ojos, se mantiene firme ante las instrucciones del FPLP: no herir ni asesinar a los pasajeros.

El secuestro frustrado cambió la historia de Khaled, del FPLP y de los palestinos en Jordania. La joven militante de 26 años fue entregada a la comisaría de Ealing, en Londres, donde tuvo que pasar 28 días antes de ser canjeada por otros rehenes y liberada.

Cuarenta y cuatro años después, este episodio sigue nublando la mirada de Khaled y quebrándole la voz. No se logra responder una pregunta que se instaló en su mente desde ese 6 de septiembre de 1970: “¿Por qué fue Patrick? Yo debí estar en su lugar”, se lamenta Leila Khaled.

Es el mediodía de un lunes de verano. El encuentro con Leila Khaled está fijado en el segundo piso del edificio de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Amán, Jordania. Una bandera palestina ondea en la entrada y dos guardias custodian la puerta principal. En el vestíbulo una docena de personas aguarda su turno para resolver asuntos consulares. En Jordania residen casi 4 millones de refugiados palestinos y en esta ciudad, a 40 kilómetros de la frontera con su tierra natal, hay símbolos que lo recuerdan a cada instante.

En el segundo piso, entran y salen hombres que fuman y hablan fuerte. Es una sala despejada que solo tiene algunos escritorios y sofás más bien gastados por el tiempo. Ahmad –un hombre de bigote y sonrisa tímida– sirve el café y el té de una sala a otra, mientras los otros continúan fumando y conversando como si el tiempo no pasara ni la temperatura marcara 33 grados Celsius.

Al fondo, una oficina privada, amplia y cómoda. A un extremo de la sala, un escritorio y una gran bandera palestina. En el muro de enfrente, las fotos de Yasser Arafat y Mahmoud Abbas cuelgan en el mismo muro pero separadas. No es la oficina de Leila Khaled, pero es el espacio que nos han facilitado para la entrevista.

Leila Khaled me recibe luego de terminar su reunión política. Seria, con una sonrisa amable pero discreta, me extiende la mano. Lleva el pelo corto en melena y gafas ópticas. Viste un blazer negro estampado con llamativas flores de colores, que contrastan con su postura, formal y poco expresiva.

—Chile. Hay buenos militantes en Chile. Ha habido un apoyo histórico con Palestina y ahora mismo lo están haciendo con lo que sucede en Gaza –dice, como primer comentario, al enterarse de mi nacionalidad.

Para Leila Khaled Latinoamérica ha sido un aliado estratégico e histórico. Ella está segura de que para la población de Gaza, los latinoamericanos son considerados hermanos, más cercanos aún que el resto del mundo árabe. Cree que los gestos solidarios de Venezuela, Bolivia y, más recientemente, de Argentina, Chile, Perú y Brasil son una actitud que debería servir como ejemplo para el resto del mundo.

—Mi nombre en el secuestro de 1970 era María Luna –dice, mostrando su primera sonrisa, con la voz rasposa y la mirada iluminada. No sabía nada de español y todavía no sé nada de español.

Ahmad, el hombre del café y del té, sirve dos tazas. Leila Khaled enciende un cigarrillo apenas termina el anterior y bebe un poco de café. Su voz se corta por el humo y luego sale aún más grave. Llega a cada punto con una ligera tos que marca las pausas y delata los años que el tabaco la ha acompañado.

—La ocupación es terrorismo –dice Leila Khaled al hablar de Gaza. No se trata de que Hamas o el FPLP existan y resistan, pues el problema es la ocupación. Ocupar sus casas, maltratar a los niños, herir a las mujeres, matarlos a todos ellos y destruir también sus casas. Esa es la política de ocupación israelí. Nunca en la historia un Estado fue creado por una resolución, excepto Israel.

Leila Khaled se acomoda en su silla, bebe otro poco de café mientras piensa su respuesta. Afirma que cuando el sionismo se instaló en Palestina, los grupos paramilitares usaron su fuerza en contra de la población nativa para aterrorizarlos y motivarlos a huir. Al mismo tiempo que la colonización avanzaba, dice, ellos arrestaban y asesinaban personas, cuyos cadáveres eran exhibidos para difundir el miedo.

Leila Khaled levanta las cejas y recalca con fuerza que todavía cree y respalda la lucha armada palestina.

—No podemos liberar Palestina con rosas o con negociaciones –continúa, mientras exhala el humo del cigarrillo que le rompe la voz aún más. Las personas nunca han podido conquistar la independencia de sus países sin el uso de armas, desde los inicios de la humanidad. Desde la Revolución Francesa, la gran guerra civil de Estados Unidos entre el Norte y el Sur, y así en todos los países que han buscado su independencia o los derechos civiles de la gente. Y esta, la de Palestina, es la última colonización de la historia.

Leila Khaled nunca ha dicho lo que otros esperan que diga. Esta vez no es la excepción y repite, en la oficina de la OLP, un discurso tan político como ajeno a la diplomacia actual. Porque para ella, una vez que se resuelva el problema de los refugiados, podrán vivir todos en un Estado democrático donde cada persona tenga sus derechos garantizados. Ha sido enfática en desvincularse del discurso oficial de la Autoridad Nacional Palestina que negocia por la creación de dos Estados. Es una fedayín que ha dejado de entrenarse en los campos de tiros de Jordania, pero que dispara con su lengua.

—Nosotros le ofreceremos soluciones humanas –dice Leila Khaled.

Y sigue:

—No como la solución de Israel, que significa un genocidio contra nosotros. Lo que tienen ahora se llama Estado de Apartheid.

️Llegamos a su piso. Es un amplio y bello departamento decorado con delicadas piezas de artesanías tradicionales y otras que aluden a la revolución.

La mujer del rifle AK 47 habla de sus miedos y de los recuerdos de ese 6 de septiembre de 1970. Evoca esos 28 días que pasó recluida en la celda de Ealing, sin tener noticias de sus compañeros, de los otros secuestros ni de cuál sería su futuro. Abatida en ese retén inglés, respondió interrogatorios con inteligente ironía, sin revelar jamás detalles secretos, mostrándose serena y fuerte.

—Un día llegó uno de los agentes ingleses a interrogarme. Yo llevaba varios días negándome a hablar –recuerda con picardía–; el hombre se dio cuenta de mis respuestas evasivas, dijo que yo era una mujer inteligente y brillante. ¡Yo no acepto cumplidos de ningún hombre!, le respondí. Pero el hombre se echó a reír y me preguntó si yo era una mujer conservadora. Claro que sí, le respondí, y él me dijo que nunca había conocido a una mujer conservadora que secuestrara aviones.

Leila Khaled reconoce que la trataron bien durante su estadía. Fueron respetuosos y hasta cumplieron algunas peticiones suyas. Le llevaron revistas de moda que se acumularon en un rincón de la habitación, hasta que sus custodios se dieron cuenta de que ella prefería leer periódicos.

Un día, la mujer encargada de custodiarla le llevó una naranja. En ella había una etiqueta que decía Jaffa –una localidad muy cercana a su Haifa natal–, y Leila Khaled se echó a llorar.

La mujer, con quien Khaled había desarrollado una buena relación durante esos días, no entendía qué sucedía y solo atinó a consolarla y preguntarle por qué lloraba.

—Estas naranjas son palestinas –dijo Leila Khaled, entre sollozos–, es por esto que lucho, para volver a mi hogar.

Pero esa no fue la primera vez que Leila Khaled sintió nostalgia por sus naranjas.

️Todo se remonta a un 9 de abril de 1948, cuando ella cumplía cuatro años de vida. Ese día, Israel llevó a cabo una masacre en el pueblo de Deir Yassin, ubicado en una colina a unos cinco kilómetros de Jerusalén. Los grupos terroristas sionistas de Irgún y Leji perpetraron la masacre que asesinó a más de cien personas. La madre de Leila Khaled se encontraba sola, pues su esposo estaba luchando junto a las tropas palestinas. Tomó a sus ocho hijos, incluida la más pequeña de solo 40 días de vida, y partió con ellos a Tyr, un pueblo al sur del Líbano, donde vivía el resto de la familia.

Llegó a vivir a la casa de un tío. Los árboles cargados de naranjas rodeaban la vivienda y los niños no aguantaron las ganas de ir por ellas y comerlas.

—Ella nos dijo: “Esto no es de ustedes. No tienen derecho a sacarlas. Las suyas están en Palestina” –cuenta Khaled, con la mirada perdida en sus recuerdos. Esa fue la primera lección que recibimos y que nos dijo que debíamos volver a Palestina. Desde el primer minuto, supimos que eso no era nuestro, así que desde ese momento odié las naranjas.

Leila Khaled no volvió a comerlas.

—Todo el tiempo yo sentí que nada era nuestro. Que nuestras cosas, lo que amábamos, estaba en Palestina, así que teníamos que hacer algo –insiste, mientras sirve el café y un plato con frutas. Teníamos que volver a Palestina porque solo ahí podíamos comer nuestras naranjas.

Por eso, para ella la situación actual en Gaza no resulta una novedad, por terrible y espantosa que sea. Desde su primera infancia sus recuerdos están marcados por la persecución, las masacres, los asesinatos y el desplazamiento forzoso.

—Israel ha exigido que se negocie. Hemos aceptado y la OLP ha negociado durante 20 años, y qué ha pasado después de eso –se pregunta y responde enseguida–, durante veintiún años de negociaciones han aumentado los asentamientos, con más colonos, y los colonos son en sí otro ejército; demuelen las casas, construyen un muro de apartheid, han metido en prisión a miles de activistas y los tratan como criminales. Israel ha violado todo tipo de leyes y se considera a sí mismo dentro del derecho internacional. Hasta ahora, Israel no ha sido condenado por todos sus crímenes. Ahora es tiempo de que pague, así que no podemos permitir que siga avanzando en nuestra patria, tenemos que pelear hasta el final.

Un silencio se instala en el salón. Su esposo, Fayez Rashid Hila, ha ido a dormir la siesta. Za’atar lo imita a un costado del sofá con el hocico sobre su pelota de tenis. Leila Khaled mira la televisión sin volumen, también en silencio.

¿Crees en Dios?, ¿en el paraíso?, le pregunto, incómoda.

—Claro, los dos son la misma cosa: Palestina –ironiza Leila Khaled y bebe un último sorbo de café.

Por Yasna Mussa
Con información de Late

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