Edward Sa’id la condición árabe
Tengo la impresión de que muchos árabes sienten hoy que lo que ha ocurrido en Irak en los dos meses pasados es poco menos que una catástrofe.
Cierto, el régimen de Sadam Husein era despreciable y merecía ser derrocado.
También es verdadera la sensación de rabia que muchos experimentan ante la estrafalaria crueldad y despotismo de ese régimen, y el terrible sufrimiento del pueblo iraquí.
Parece haber poca duda de que muchos gobiernos e individuos se coludieron para mantener a Husein en el poder, mirando hacia otro lado mientras hacían negocios con él.
Con todo, lo que dio a Washington licencia para bombardear el país y destruir su gobierno no fue un derecho moral ni un argumento racional, sino el poderío militar.
Después de apoyar durante años al régimen baazista de Irak y a Husein, Estados Unidos y Gran Bretaña se arrogaron el derecho de negar su propia complicidad con ese régimen despótico y luego decretar que estaban librando a Irak de su odiada tiranía.
Y lo que parece haber surgido en el país, tanto durante como después de la ilegítima guerra contra el pueblo y la civilización que constituyen la esencia de Irak, representa una grave amenaza al pueblo árabe como un todo.
Es, por tanto, de la mayor importancia recordar en primer término que, pese a sus muchas divisiones y disputas, los árabes son en realidad un pueblo y no una colección de países al azar, pasivamente accesibles a la intervención y dominio del exterior.
Existe una clara línea de continuidad imperial, que viene desde el dominio otomano sobre los árabes en el siglo XVI hasta nuestros tiempos.
Después de los otomanos, tras la Primera Guerra Mundial llegaron los británicos y los franceses, y luego de éstos, en el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses e israelíes.
Una de las corrientes de pensamiento más persistentemente influyentes en el reciente orientalismo estadounidense e israelí, evidente en la política de ambos países desde fines del decenio de 1940, es una hostilidad virulenta, sumamente arraigada, hacia el nacionalismo árabe, y una voluntad política de oponerse a él y combatirlo en todas las formas posibles.
La premisa básica del nacionalismo árabe en sentido amplio es que, con toda su diversidad y pluralismo de sustancia y estilo, el pueblo cuyos lenguaje y cultura son árabes y musulmanes (llámesele pueblo arabeparlante, como hizo Albert Hourani en su libro más reciente) constituye una nación y no sólo una colección de estados dispersos entre África del norte y las fronteras occidentales de Irán.
Toda formulación independiente de esta premisa ha sido objeto de ataques abiertos, como en la guerra del canal de Suez de 1956, la escalada colonial francesa contra Argelia, las agresiones israelíes de ocupación y despojo y la campaña contra Irak, cuyo propósito manifiesto era derrocar a un régimen pero cuyo objetivo verdadero era devastar el país árabe más poderoso.
Y así como la campaña de franceses, británicos, israelíes y estadounidenses contra Abdel Nasser fue diseñada para derrocar a una potencia que abiertamente declaraba su aspiración de unificar a los árabes en una fuerza política independiente de gran poderío, el actual objetivo de Washington es redibujar el mapa del mundo árabe conforme a sus intereses, no los de los árabes.
La política estadounidense se finca en la fragmentación de los árabes, su inacción colectiva y su debilidad militar y económica.
Haría falta ser tonto para argumentar que el nacionalismo y la separación doctrinaria de los estados árabes individuales, trátese de Egipto, Siria, Kuwait o Jordania, son mejores y tienen una realidad política más útil que algún esquema de cooperación ínter-arábiga en las esferas económicas, políticas y culturales.
Cierto, no veo necesidad de una integración total, pero cualquier forma de cooperación y planificación provechosa sería mejor que las malhadadas cumbres que han desfigurado nuestra vida nacional, por ejemplo durante la crisis de Irak.
Todo árabe se hace la misma pregunta que cualquier extranjero:
¿por qué los árabes nunca unen sus recursos para luchar por causas que al menos oficialmente afirman apoyar, en las cuales, en el caso de los palestinos, su pueblo cree de manera activa, de hecho apasionada?
No perderé tiempo en justificar los abusos, miopías, desperdicios, represiones y crueldades que se han cometido en aras de promover el nacionalismo árabe. El saldo no es favorable.
Sin embargo, quiero afirmar categóricamente que desde principios del siglo XX jamás han podido lograr su independencia colectiva, en todo o en parte, precisamente a causa de los designios de potencias extranjeras respecto de la importancia estratégica y cultural de sus territorios.
Hoy ningún Estado árabe es libre de disponer de sus recursos como desee, ni de adoptar posiciones que representen sus intereses individuales, en especial si esos intereses parecen amenazar las políticas de Washington.
En los más de 50 años transcurridos desde que Estados Unidos asumió el dominio mundial, y más después del fin de la guerra fría, ha ejercido una política hacia Medio Oriente basada exclusivamente en dos principios:
La defensa de Israel y el libre flujo del petróleo, y ambos se oponen directamente al nacionalismo árabe.
En todas las formas significativas, con pocas excepciones, la política estadounidense ha sido de abierta y despreciativa hostilidad hacia las aspiraciones del pueblo árabe, pese a lo cual, desde la declinación de Nasser, ha tenido pocos opositores entre los gobernantes árabes, quienes se han plegado a todo lo que se les exige.
Durante periodos de la más extrema presión sobre uno u otro de ellos (por ejemplo la invasión israelí de Líbano, en 1982, o las sanciones contra Irak que fueron diseñadas para debilitar al pueblo y al Estado como un todo, los bombardeos de Libia y Sudán, las amenazas contra Siria, la presión sobre Arabia Saudita), la debilidad colectiva ha sido poco menos que abrumadora.
Ni su enorme poder económico colectivo ni la voluntad de su pueblo han motivado a los estados árabes a intentar el menor gesto de desafío.
La política de dividir e imperar ha prosperado porque cada gobierno tiene miedo de que si le hace frente pueda causar daño a su relación bilateral con Estados Unidos.
Esta consideración ha tenido prioridad sobre cualquier contingencia, por urgente que sea.
Algunos gobiernos dependen de la ayuda económica de Washington, otros de su protección militar.
Todos, sin embargo, han llegado a la conclusión de que no confían unos en otros mucho más de lo que se preocupan por el bienestar de su pueblo (lo cual equivale a decir que se preocupan muy poco), y prefieren el odio y desprecio de los estadounidenses, que han empeorado su trato a los estados árabes conforme ha crecido la arrogancia que les da ser la única superpotencia mundial.
De hecho, es notable que los países árabes han estado mucho más dispuestos a combatir entre sí que a enfrentar a los verdaderos agresores del exterior.
El resultado, después de la invasión a Irak, es una nación árabe gravemente desmoralizada, aplastada y derrotada, menos capaz de hacer nada excepto doblegarse a los anunciados planes estadounidenses de llevar a cabo todo tipo de esfuerzos para redibujar el mapa de Levante como mejor convenga a sus propios intereses y obviamente a los de Israel.
Ni siquiera ese designio grandioso ha recibido hasta ahora la más vaga respuesta colectiva de los países árabes, que parecen esperar estáticos que algo nuevo ocurra en tanto Bush, Rumsfeld y Powell pasan de una amenaza a un proyecto, una visita, un desaire, un bombardeo o un anuncio unilateral.
Lo que vuelve particularmente irritante todo este asunto es que en tanto los árabes han aceptado por completo el mapa de ruta estadounidense (o del cuarteto), que parece salido de algún delirio de Bush, los israelíes se han reservado con frialdad cualquier aquiescencia al respecto.
¿Qué sentirá un palestino al observar a un líder de segunda clase como Abu Mazen, que siempre ha sido un subordinado fiel de Arafat, abrazar a Powell y a los estadounidenses, cuando hasta para el niño más pequeño es evidente que el mapa de ruta está diseñado para
a) estimular una guerra civil palestina y
b) orillar a Palestina a transigir con las exigencias estadounidenses e israelíes de «reforma» a cambio de prácticamente nada?
¿Cuánto más vamos a hundirnos todavía?.
En cuanto a los planes de Washington hacia Irak, ahora ha quedado del todo claro que va a ocurrir nada menos que una ocupación colonial de viejo cuño, como la de Israel a partir de 1967.
La idea de imponer en Irak una democracia estilo estadounidense significa alinear al país con la política de Washington, es decir, un tratado de paz con Israel, mercados petroleros que dejen ganancias a los estadounidenses y un mínimo de orden civil que no permita ni una oposición verdadera ni una auténtica construcción de instituciones.
Tal vez incluso la idea sea convertir a Irak en lo que fue Líbano durante la guerra civil.
No estoy seguro, pero veamos un ejemplo de la planificación que se lleva a cabo: en fecha reciente la prensa estadounidense anunció que Noah Feldman, de 32 años, profesor adjunto de derecho en la Universidad de Nueva York, sería el encargado de redactar la nueva constitución iraquí.
En todas las notas de los medios referentes a este importante nombramiento se mencionó que Feldman es brillante experto en derecho islámico, que estudia árabe desde los 15 años y fue educado como judío ortodoxo.
Pero jamás ha ejercido la abogacía en el mundo árabe, nunca ha estado en el país cuya constitución redactará ni parece tener conocimiento práctico de la situación de posguerra.
Vaya escupitajo al rostro no sólo de Irak, sino de las legiones de mentes jurídicas árabes y musulmanas que pudieron haber llevado a cabo una tarea perfectamente aceptable al servicio del futuro iraquí.
Pero no, Estados Unidos quiere que la realice un joven inexperto, de modo que después pueda decir: «le dimos a Irak su nueva democracia«.
El resentimiento es tan denso que se puede cortar con navaja.
Lo más desmoralizador es la patente impotencia de los árabes a la vista de todo esto, y no sólo porque no se haya invertido esfuerzo alguno en preparar una respuesta colectiva.
Para quien como yo reflexione sobre la situación desde el exterior, resulta asombroso que en este momento de crisis no se haya tenido noticia de algún llamado de apoyo de los gobernantes a su pueblo ante lo que necesariamente debe verse como una amenaza a la nación colectiva.
Los militares estadounidenses no han ocultado que planean un cambio radical en el mundo árabe, el cual pueden imponer por la fuerza de las armas porque es muy poco lo que se les resiste.
Más aún, la idea parece ser nada menos que destruir de una vez por todas la unidad subyacente del pueblo árabe, transformar sin remedio los fundamentos de su vida y sus aspiraciones.
Yo hubiera creído que una alianza sin precedentes entre los gobernantes y el pueblo árabe representaba la única posible forma de contener semejante despliegue de poderío.
Pero es evidente que eso requeriría el compromiso de cada gobierno árabe de abrirse a la sociedad y a su pueblo, dejarlo entrar, derribar todas las medidas represivas de seguridad para crear una oposición organizada al nuevo imperialismo.
Una nación empujada por la fuerza a la guerra, o un pueblo silenciado y reprimido, jamás se levantarán en semejante ocasión.
Lo que necesitamos son sociedades árabes liberadas del estado de sitio entre gobernantes y gobernados que ellas mismas se han impuesto.
¿Por qué no instaurar en cambio la democracia en defensa de la libertad y la autodeterminación?
¿Por qué no decir «queremos que todo ciudadano esté dispuesto a movilizarse en un frente común contra un enemigo común«?
Necesitamos que todas las fuerzas intelectuales y políticas se unan a nosotros contra el propósito imperial de rediseñar nuestras vidas sin nuestro consentimiento.
¿Por qué dejar la resistencia a los extremistas y desesperados atacantes suicidas?.
Como digresión, podría mencionar aquí que cuando leí el informe de la ONU sobre desarrollo humano en el mundo árabe me consternó ver el poco aprecio que se hizo en él de la intervención imperialista y el profundo y prolongado efecto que ha tenido.
Cierto, no creo que todos nuestros problemas vengan del exterior, pero tampoco querría decir que todos fueron creados por nosotros.
El contexto histórico y la fragmentación política han desempeñado un papel muy importante, al cual dicho informe presta muy poca atención.
La ausencia de democracia es en parte resultado de alianzas entre los poderes occidentales y regímenes o partidos minoritarios, no porque los árabes no tengan interés en la democracia, sino porque ésta ha sido vista como amenaza por varios actores del drama.
Además, ¿por qué adoptar la fórmula estadounidense de la democracia (por lo común un eufemismo del libre mercado y del escaso interés por el mejoramiento humano y los servicios sociales) como si fuera la única?
Este es un tema que requiere un debate mucho mayor, para el cual no tengo tiempo aquí. Así que volvamos al punto principal.
Consideremos cuánto más efectiva habría sido la posición palestina frente al embate de Washington y Tel Aviv si se hubiera dado una muestra de unidad en vez de una vergonzosa rebatiña por los puestos en la delegación que se entrevistaría con Powell.
En el curso de los años no he podido entender por qué los líderes palestinos han sido incapaces de desarrollar una estrategia unificada para oponerse a la ocupación y no ver desviado su curso hacia uno u otro plan Marshall, Tenet o del cuarteto.
¿Por qué no decir a todos los palestinos: nos enfrentamos a un enemigo cuyos designios hacia nuestras tierras y vidas son bien conocidos y deben ser combatidos por todos nosotros juntos?
El problema de raíz, y no sólo en Palestina, es esa separación entre gobernantes y gobernados que es uno de los efectos distorsionantes del imperialismo, ese miedo esencial a la participación democrática, como si el exceso de libertad pudiera hacer perder a la elite colonial gobernante algo del favor de la autoridad imperial.
El resultado es no sólo la ausencia de una verdadera movilización de todos en la lucha común, sino la perpetuación de la fragmentación y la mezquina pugna de facciones.
Tal como están las cosas, hay en el mundo demasiados ciudadanos árabes que no se involucran ni participan.
Querámoslo o no, el pueblo árabe enfrenta hoy un ataque mayúsculo a su porvenir por un poder imperial, Estados Unidos, que actúa en concierto con Israel, para pacificarnos, someternos y por último reducirnos a un puñado de señoríos cuya primera lealtad es no a su pueblo, sino a la gran superpotencia (y a su subrogado local).
No entender que éste es el conflicto que dará forma a nuestra zona durante las décadas por venir es caer en ceguera voluntaria.
Lo que necesitamos ahora es romper las cadenas de hierro que sujetan a las sociedades árabes y las mantienen convertidas en hoscos conglomerados de gente desconfiada, líderes inseguros e intelectuales alienados.
Esta es una crisis sin precedente; se requieren, por tanto, medios sin precedente para enfrentarla.
El primer paso es darnos cuenta de la magnitud del problema, y después salir a enfrentar lo que nos reduce a la rabia impotente y la reacción marginal, condición que de ninguna forma debemos aceptar.
La alternativa a tan poco atractiva condición encierra una esperanza considerablemente mayor.
© 2003, Edward W. Said
Traducción: Jorge Anaya –La Jornada
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