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Karma:Traición de Iarrot al juez Pazair, visir de Ramsés el Grande

La traición resultaba muy rentable. Mofletudo, rubicundo, apoltronado, Iarrot bebió una tercera copa de vino blanco para celebrar su elección. Cuando era escribano del juez Pazair, nombrado hoy visir de Ramsés el Grande, trabajaba demasiado y ganaba poco. Pero desde que se había puesto al servicio de Bel-Tran, el peor enemigo del visir, su situación había mejorado considerablemente A cambio de información sobre las costumbres de Pazair recibía una retribución. Con la ayuda de Bel-Tran y el falso testimonio de uno de sus esbirros, Iarrot esperaba obtener el divorcio con inculpación de su esposa y conservar la custodia de su hija, futura bailarina.

El ex escribano se había levantado con una fuerte jaqueca cuando la noche reinaba todavía sobre Menfis, la capital económica de Egipto, situada en la confluencia del delta y el valle del Nilo.

En una calleja, que generalmente era tranquila, se oían algunos susurros. Iarrot dejó su copa. Desde que traicionaba a Pazair, cada vez bebía más, no por remordimientos, sino porque por fin podía comprar grandes vinos finos y cerveza de primera calidad. Una sed inextinguible le abrasaba la garganta sin cesar.

Empujó la contraventana de madera y lanzó una mirada al exterior, pero no vio a nadie.

Refunfuñando pensó en la magnífica jornada que se anunciaba. Gracias a Bel-Tran iba a dejar aquel arrabal para residir en el mejor barrio de Menfis, muy cerca del centro de la ciudad.

Aquella misma noche se instalaría en una casa con jardincillo que contaba con cinco habitaciones; al día siguiente sería titular de un puesto de inspector del fisco, dependiente del ministerio que dirigía Bel-Tran.

Sólo existía una contrariedad: a pesar de la calidad de las indicaciones proporcionadas a Bel-Tran, Pazair todavía no había sido eliminado, como si los dioses lo protegieran. La suerte acabaría dándole alguna vez la espalda.

Fuera, alguien se reía sarcásticamente. Turbado, Iarrot pegó la oreja a la puerta que daba a la calle. De pronto lo comprendió: de nuevo aquella pandilla de chiquillos que se divertía manchando la fachada de las casas con una piedra de color ocre.

Furioso, abrió la puerta de golpe. Frente a él se encontraba una hiena con las fauces abiertas. Una enorme hembra babeante, con los ojos enrojecidos. El animal lanzó un grito, parecido a una risa de ultratumba, y se arrojó a su garganta.

Por lo general las hienas limpiaban el desierto devorando la carroña y no se acercaban a las aglomeraciones. Cambiando sus costumbres, una decena de fieras se había aventurado por los arrabales de Menfis y había matado a un ex escribano, Iarrot, un borracho detestado por sus vecinos. Provistos de palos, los habitantes del barrio habían puesto en fuga a los depredadores, pero todos interpretaron el drama como un mal presagio para el porvenir de Ramsés, cuya autoridad, hasta entonces, nadie había discutido. En el puerto de Menfis, en los arsenales, en los muelles, en los cuarteles, en los barrios del Sicómoro, del Muro del cocodrilo, del Colegio de medicina, en los mercados, en las tiendas de los artesanos, aquellas palabras corrían de boca en boca:

«¡El año de las hienas!»

El país se debilitaría, la crecida seria mala, la tierra estéril, los huertos se deteriorarían, faltarían frutos, legumbres, ropa y ungüentos; los beduinos atacarían las explotaciones del delta, el trono del faraón vacilaría. ¡El año de las hienas, la ruptura de la armonía, la brecha por la que se introducirían las fuerzas del mal!

Se murmuró que Ramsés el Grande había sido incapaz de impedir aquel desastre. Ciertamente, dentro de nueve meses se celebraría la fiesta de regeneración, que devolvería al monarca el poder necesario para afrontar la adversidad y vencerla. ¿Pero no llegaría demasiado tarde esa celebración? Pazair, el nuevo visir, era joven e inexperto. Entrar en funciones durante el año de las hienas lo llevaría al fracaso.

Si el rey ya no protegía a su pueblo, uno y otro perecerían en las voraces fauces de las tinieblas.

Por C. Jacq

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