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Su majestad Hatshepsut ante la muerte de su hermano Wadjmose

–No podemos quedarnos aquí cruzados de brazos, mientras nuestros hombres mueren –dijo Hatshepsut–. Condúceme alrededor del campo de batalla, Menkh, pues todavía me quedan bastantes flechas y pienso usarlas todas. Así obedecerás a Nehesi y también a mí, pues nos mantendremos a cierta distancia del centro de la lucha.

Menkh volvió a sostener las riendas y llevó a los caballos al trote describiendo a los nubios que intentaban huir. Pero a esa altura, el enemigo, al observar que la de los egipcios era una lucha despiadada y sin cuartel, se convirtió en un conjunto de hombres desesperados. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas luchaban salvajemente, con uñas y dientes cuando sus armas se rompían y quedaban desperdigadas sobre la arena. Hatshepsut hirió a muchos de ellos, y fueron también muchos los que cayeron abatidos con una flecha de punta de oro clavada en la garganta o en la espalda.

Por fin, cuando el sol de la tarde comenzaba a declinar, todo se fue tranquilizando y Hatshepsut lanzó su última flecha, apoyó el arco en el suelo del carro y le ordenó a Menkh que tratara de localizar a Nehesi. Se sentía cansada hasta los huesos y no había músculo que no le doliera. Habría dado cualquier cosa por dejarse caer en el suelo del carro y sentarse con la espalda apoyada sobre el cálido oro de la caja, pero se obligó a permanecer de pie, sujetándose firmemente a los laterales. Por todos lados vio muerte y desolación. La arena estaba cubierta de cadáveres. Aquí y ‘allá continuaban algunas pequeñas escaramuzas; en otros lugares, grupos de cansados soldados egipcios se agrupaban alrededor de sus estandartes y sus oficiales, sucios y ensangrentados.

También la arena estaba empapada de sangre, que formaba pequeños charcos o cruzaba el terreno en grandes regueros. Pasó junto a un oficial y dos de sus soldados que recorrían los sitios donde había nubios heridos y les cortaban la garganta con mano firme y profesional. Giró la cabeza, mientras oía su propia voz dando la orden que en ese momento se estaba cumpliendo. Deseó con terrible vehemencia que Tutmés estuviese allí en ese momento para que viera cómo era en realidad la guerra, y siguió avanzando por esa atmósfera pesada y calma que sigue a la lucha, sintiendo cada vez más rechazo por el cuerpo fofo y las actitudes poco viriles de su marido.

Por fin encontraron a Nehesi junto a pen–Nekheb, Hatshepsut y otra serie de oficiales. A sus pies había diez cuerpos masculinos de tez oscura que al principio creyó sin vida. Se apeó, un poco entumecida, y echó a andar hacia sus comandantes; a sus espaldas, Menkh se deslizó al suelo, agradecido, las riendas sujetas con un nudo alrededor del brazo. Los hombres la saludaron con una reverencia pero sin mirarla a los ojos, abrumados por el nuevo respeto que les despertaba el verla convertida en la vengadora Hija de Amón. Pero ella los enfrentó y les dedicó una tenue sonrisa, a pesar de su agotamiento.

–De modo que la victoria es nuestra –afirmó–. Hoy habéis peleado con valentía, y haré colocar aquí una piedra en testimonio de vuestro coraje. De pronto el cuerpo de uno de los hombres tendidos en la arena se sacudió y ella dio un paso atrás.
–¿Quiénes son? –Preguntó.
Hapuseneb le contestó. También él se sentía cansado. Había luchado a brazo partido con sus hombres en el sector más reñido de la batalla y tenía una herida de flecha, pero los ojos que por último buscaron los de ella aparecían tan firmes y calmos como siempre.
–Si no estuvieran desnudos, sabríais, Majestad, que son los príncipes de Kush, los jefes de las Diez Tribus que veis diseminadas a vuestro alrededor.
Hatshepsut bajó la vista y miró con renovado interés y creciente furor esos cuerpos desnudos con las cabeza rapadas.
–¡Levantaos! –Les gritó, golpeando al más cercano con un pie.
Se incorporaron trabajosamente y permanecieron de pie frente a ella con la mirada baja.

Hatshepsut les dio la espalda para dirigirse a sus generales:
–Reunid a las tropas –les dijo–. Cuando todos los hombres estén congregados, antes de abandonar este lugar para buscar un sitio donde instalar nuestro campamento y pernoctar, traed a estos hombres y decapitadlos. Clavad sus cabezas en unos postes, con el cuerpo debajo, pues mi cólera se ha acrecentado y quiero que todo el pueblo de Kush sepa lo que significa desafiar el poderío de Egipto. Pero conservad a uno con vida: lo llevaremos a Assuán, a los pies del faraón, y luego lo sacrificaremos a Amón; ¡una muerte mucho más decorosa, por cierto, de la que se merece!

Entonces Hapuseneb se le acercó con presteza.
–Venid y descansad, Majestad –le dijo–. Hoy habéis luchado como vuestros antepasados, y su gloria brilla en Vos en todo su esplendor. Permitid que Menkh os conduzca a algún sitio donde podáis dormir.

Mientras él hablaba, Hatshepsut se pasó una mano temblorosa por los ojos y de pronto fue como si todo el trajín de esos días se abatiera de golpe sobre ella.
–Estoy agotada –reconoció–, pero todavía no puedo descansar. Dime, Hapuseneb: ¿cuántos hombres hemos perdido?
–No lo sabremos hasta hacer el recuento –le respondió–, pero no creo que sean muchos.
–Y, ¿qué me dices de los traidores? ¿Han encontrado a algún egipcio entre los rebeldes?
–Eso tampoco lo sabemos, pero lo averiguaremos muy pronto.
Con un gran tranco Hapuseneb se acercó a uno de los jefes.
–Habla –le dijo en voz baja, con un tono frío cargado de amenazas y la mano enguantada rodeándole el cuello–, y así tal vez puedas prolongar tu vida varios días y morir dignamente a los pies del Dios. ¿Cómo fue que cayó la guarnición?
El hombre lo miró con cara hosca y rebelde y el puño de Hapuseneb lo derribó al suelo, donde quedó tendido y medio atontado, mientras la sangre le brotaba en un hilo de la boca y a borbotones por la nariz.
–Levantadlo –dijo Hapuseneb con voz calma. Varios pares de manos pusieron de pie al prisionero y éste se quedó parado, tambaleándose y restregándose la nariz con un dedo negro y mugriento.
– Una vez más te pregunto: ¿qué pasó con la guarnición? –Al ver que Hapuseneb volvía a amagar, el hombre se acobardó.
–Hablaré –dijo– y puesto que me espera la muerte, también quiero decir que me dio un gran placer cortarles la garganta a los soldados. Mi pueblo está cansado de tener que entregar todas las riquezas a Egipto, año tras año, para que puedan derrotarnos hoy, mañana, el año que viene y el que le sigue; pero jamás dejaremos de luchar.
–¡La guarnición, imbécil! –Lo azuzó Hapuseneb, y el nubio asintió. Sus compañeros no se habían movido. Parecían sumidos en las últimas etapas de la apatía que les producía la inminencia de su muerte, y continuaban con los brazos colgándoles laxamente y las cabezas gachas.
–Los portones nos fueron abiertos por un oficial, un hombre que nos había favorecido durante muchos años y cuyo hermano fue condenado a muerte por el faraón tiempo atrás. El resto fue sencillo.
–¡Su nombre! –Le gritó Hatshepsut–. ¡Quiero que nos digas su nombre! El nubio se quedó mirándola con expresión obnubilada.
–No conozco su nombre. Ninguno de nosotros sabia cómo se llamaba. El comandante lo mató cuando lo encontró junto a la puerta.
–¿Y el comandante? ¿Qué fue de Wadjmose? –Preguntó Hapuseneb.
–También él cayó. Yace en alguna parte del interior del fuerte.
Se produjo un profundo silencio y por último Hatshepsut comenzó a alejarse.
–Bien está que mi padre no viviera para ver este día –dijo, trepó lentamente al carro y se colocó detrás de Menkh–. Nehesi: toma tus hombres, id al fuerte y traed el cadáver de mi hermano si lográis encontrarlo. Tendrá la tumba más espléndida y el funeral que corresponde al príncipe que era. Hapuseneb: consígueme las listas de los heridos y los muertos. Menkh se encargará de armarme una carpa lejos de este lugar maloliente.

Entonces se sentó en el suelo del carro, con la cabeza reclinada hacia atrás, mientras Menkh conducía los caballos al paso. Antes de que éste hubiera terminado de levantar la tienda para Hatshepsut junto al convoy que transportaba el bagaje del ejército, a tres kilómetros de distancia en pleno desierto, ya el sol se había hundido en el horizonte.

Nehesi y los Valientes del Rey partieron a la mañana siguiente a cumplir su macabra misión. Mientras el resto de la compañía aguardaba su regreso, apilaron los cadáveres de los nubios y los quemaron, y embalsamaron y enterraron en la arena a los egipcios. Hatshepsut ordenó que se transportara allí lo antes posible una enorme piedra para colocarla sobre esa gran tumba egipcia. Recorrió las tiendas donde estaban alojados los heridos, y le ofreció a cada uno alguna palabra de consuelo. Luego se apropió de la carpa de Nehesi y se sentó fuera, junto a la entrada, con los músculos y el alma cansados, observando cómo su ejército reimplantaba el orden con sigilo y eficiencia.

Por P. Gedge

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