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Mujeres de tierra y fuego- La inmolación

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Sobre las luchas de las mujeres en Palestina, me gustaría centrar este artículo en un tema tan conflictivo, como delicado: Las mujeres y la inmolación.

Soy consciente de las problemas que puede acarrear tratar este tema, sin embargo mi objetivo no es herir ninguna sensibilidad, ni provocar susceptibilidades sino, sencillamente, aportar otra perspectiva para, comprendiendo la situación, finalmente encontrar el mejor camino para la construcción de un futuro en paz.

Sinceramente, creo que éste es un tema harto significativo y que su estudio, análisis y reflexión nos puede llevar a entender las verdaderas dimensiones del conflicto israelo-palestino, la balanza de fuerzas entre las dos partes en conflicto y los comportamientos y actitudes resultantes de esa relación. Este conocimiento es la base necesaria para afrontar la situación y encontrar ese anhelado camino para la paz, que debe estar basado, indiscutiblemente en una solución justa que se ciña al criterio de la legalidad internacional.

Despojándonos de muchas ideas preconcebidas y muchos prejuicios, nos encontramos con que la inmolación de una mujer supone la contraposición, la confrontación de dos simbologías: las mujeres como fuente de vida y la inmolación como acto de muerte. ¿Cómo puede darse esta conjunción? ¿Qué puede llevar a una mujer a inmolarse? Con mis reflexiones y experiencias espero aportar alguna luz, por pequeña que sea, a tan importante cuestión.

Desde occidente la feminista Andrea Dworkin afirmaba en un artículo publicado en 2002: «Las bombas humanas suicidas son una reacción a la violación y a la violencia sexual que las mujeres han sufrido en una sociedad que odia a la mujer».

Desde Oriente, Leila Khaled, militante y ex combatiente del Frente Popular para la Liberación de Palestina escribe: «No hay bombas humanas suicidas sino que hay luchadoras por la libertad» La diferente percepción de un mismo hecho, es claramente abismal y creo que representa fielmente la diferencia entre dos realidades, mostrando a un occidente intelectual, teórico, acomodado prepotente, que acostumbrado a estar en posesión de la verdad absoluta, incluso en materia de moral y ética, valora y se atreve a enjuiciar con unas claves, a todas luces descontextualizadas y por tanto inapropiadas y erróneas, acciones y actos que suceden en lugares lejanos, con culturas y circunstancias en ocasiones muy diferentes a las nuestras, y tan terribles que ni siquiera las podemos llegar a imaginar.

Cuando escuché en las noticias que una mujer se había inmolado en un mercado de la calle Jaffa de Jerusalén, no lo podía creer. ¡Una mujer!, ¡las creadoras de vida!, ¡las protectoras!, ¡las prácticas!, ¡las sumisas!, ¡las dóciles! ¡las luchadoras ante cualquier adversidad! No lo podía entender. Estaba anonadada. Y como yo, creo que todo el mundo. Como dijo Maha Nasser: «El hecho de que una mujer se inmole en Palestina, es una bofetada en la cara del mundo árabe, es como decirles: las mujeres están dando la cara por la liberación de Palestina mientras vosotros miráis desde casa».

Recuerdo la primera vez que en 2002 vi en Belén la foto de esa primera mujer: Wafa Idris. Tenía unos ojos grandes, claros, llenos de vida, una tez clara, unas facciones suaves, redondeadas que le conferían un aire angelical. Miraba su retrato intentado entender qué le había llevado a hacer semejante acto, habría sufrido una enajenación mental transitoria, le habrían convencido por medio algún fundamentalista religioso,…

Pensaba y pensaba, mientras miraba su dulce cara enmarcada en un pañuelo azul celeste, pero no podía comprender con mis claves occidentales basadas en teorías y experiencias incruentas, qué podría haber llevado a Wafa a inmolarse.

Fui indagando sobre su vida y cuantas más cosas averiguaba de Wafa, menos entendía. Wafa tenía 27 años y vivía en el campo de refugiados de Al-Am’ari, cerca de Ramallah. Estaba casada y separada por no haber podido tener descendencia. Colaboraba como voluntaria en la Media Luna Roja (el Creciente Rojo) y había estudiado enfermería. Pertenecía a una clase social media, y no era especialmente religiosa, de hecho, aunque en la foto que vi llevaba el hijab, según me dijeron posteriormente no solía llevar la cabeza cubierta. Militaba o simpatizaba con el partido Al Fatah en el que también militaba su hermano Khalil, quien, por esa razón, estuvo preso durante ocho años, tiempo en el que Wafa cada vez que pudo fue a visitarle. La misma Wafa había sido herida en varias ocasiones por el ejército israelí cuando estaba atendiendo a gente herida durante las incursiones militares.

Aunque gente cercana afirma que su divorcio le marcó, su familia asegura que su carácter comenzó realmente a cambiar durante el primer año de la segunda Intifada. En esas fechas Wafa acudió a diferentes escenarios, escenarios macabros, en donde tuvo que atender a mujeres que se desangraban en la ambulancia después de parir porque los soldados no les permitían pasar el checkpoint, a ancianos a los que se había disparado en los pies para hacerles mas difícil su ya costosa marcha y que no pudieran huir de los tanques y los helicópteros apache. Recogió cuerpos de hombres sin las extremidades y un niño de apenas tres años de edad murió en sus brazos con un tiro en la cabeza que le había reventado el cerebro.

Desesperanza. Ésa es la palabra, ésa es la causa. La inmolación no puede valorarse con unas claves occidentales, es total y absolutamente imposible. La inmolación sólo puede valorarse en un determinado contexto y con unas determinadas circunstancias y hasta que no las conoces, y hasta que no las vives y las compartes con sus verdaderos y únicos actores principales, en este caso el pueblo palestino, no puedes, no voy a decir justificarlo, ni siquiera, entenderlo. Cuando descubres ese contexto, cuando vives esas circunstancias, cuando conoces a los actores y actrices de esa película en la que nunca quisieron participar y en la que siendo las víctimas se les viste de culpables, lo empiezas a entender.

Supongo que un acto de semejante calibre debe responder a una necesidad perentoria, urgente, vital de hacer algo ante tanta injusticia injustificable, de aportar tu pequeño granito de arena a la lucha por la liberación de tu pueblo. Tiene que ser un sentimiento de impotencia absoluto y total, una sensación de que te han arrebatado todo: la sonrisa, las lágrimas, las ganas de luchar, la fuerza para vivir, la esperanza.

Y cuando se pierde la esperanza, se pierde todo. Tiene que ser un vacío tan grande, un dolor tan inexpresable y una necesidad de luchar tan ilimitada que finalmente te conduce a ese camino de no retorno, te conduce a dar tu propia vida por la causa de liberación nacional, te lleva a luchar con lo único que posees y todavía no te han arrebatado: tu cuerpo.

En occidente podemos entender e incluso justificar un suicidio. También se puede entender e incluso justificar la eutanasia. Morir matando, cuando se lleva a cabo en un contexto de guerra y con unas determinadas armas también se comprende. Si además esas masacres se llevan a cabo con misiles teledirigidos, con aviones sin pilotos, creando guerras que se convierten en un espectáculo de luces y colores en nuestras pantallas de del televisor, unas guerras sin sangre, ni vísceras, todavía resulta más aséptico y por tanto más tolerable. Pero cuando una mujer palestina decide inmolarse, en vez de entenderse como una falta total y absoluta de medios para la lucha, unida a una desesperación rotunda y fatal, en vez de entenderse como una llamada al mundo de que algo va terriblemente mal, se entiende como un acto de barbarie y fundamentalismo, sin más reflexión y sin el menor atisbo de posible autocrítica o probable responsabilidad.

Por muy duro que esto pueda resultar para nuestras conciencias occidentales, tras varios años compartiendo experiencias con hombres y mujeres palestinas, experiencias de alegría, de dolor, cotidianas, extraordinarias, terribles, he llegado a entender la inmolación de una mujer en Palestina, como un acto de solidaridad para con su pueblo, se podría concebir, incluso, como la más dramática expresión de generosidad y amor: «Doy lo único que tengo, lo único que me habéis dejado y con ello, lucho». Wafa se dedicaba a salvar vidas, ésa fue su elección profesional y a ello se habría dedicado si no hubiera tenido que vivir todas las terribles experiencias de una vida bajo ocupación con ataques permanentes y desproporcionados contra población civil. Wafa como enfermera, eligió cuidar enfermos, salvar vidas, curar heridas, sin embargo el mundo, la inoperancia de los organismos internacionales, la connivencia de los gobiernos occidentales, por supuesto, las políticas israelo-norteamericanas, pero también nosotros y nosotras, la pasividad de las personas, de las buenas gentes, nuestra indolencia, la llevó a cometer un acto tan terrible y condenable como difícil de entender.

Estoy segura de que en otras condiciones, incluso de conflicto armado, pero con un mínimo equilibrio entre los contendientes y un mínimo de justicia, la inmolación nunca hubiera sido la elección de Wafa, pero no le dejaron, no le dejamos ora salida. Ella, al menos, así lo sintió.

Kamikaze

«Setenta huríes esperan en el cielo musulmán
para hacer las delicias de los hombres.
¿Cuántos hombres vírgenes esperan a una mujer?
Wafa no piensa en eso, no lleva velo.

… Wafa no es una iluminada,
sólo un rayo de sol para ancianos y enfermos
en AL Amari, el campo de refugiados;
bajo la Media Luna Roja
ha sido testigo en Jenin, en Nablus, en Ramallah de lo peor:…
… Wafa le ha hecho transfusiones y preguntas al sol.
Los espejos pronuncian la palabra: shahida.
Flores sacrificadas.
Asqueada por la indiferencia del mundo
Wafa Idris se desespera
Y coloca en su frente la corona de espinas,
Un bebé de fuego sobre su vientre.
Una muchacha de cabellos rojos,
ojos claros y un cinto de explosivos
entra en la calle Jaffa
(ella que amaba tanto la vida)».

Extractos de un poema de Ángel Petisme del libro «Insomnio de Ramallah»

El 23 de noviembre de 2006 escuché que otra mujer se había inmolado, me volví a sorprender, no porque no entendiera sus posibles motivaciones, ahora ya las entiendo, sino por las características de esa mujer: Fátima Omar Mahmud era una mujer de 57 años, madre de nueve hijos y abuela de cuarenta y un nietos, una verdadera creadora de vida, que había decidido acabar con la suya propia. La razón, una vez más: la desesperación, la impotencia, la solidaridad. La impotencia ante la barbarie israelí y la necesidad de hacer algo, de no quedarse con los brazos cruzados. Fátima se inmoló como respuesta al brutal bombardeo de una casa ocupada exclusivamente por civiles palestinos en Beit Hanoun, nordeste de Gaza, llevada a cabo por el ejército israelí el 8 de noviembre de 2006. En dicho ataque 19 personas resultaron asesinadas, 17 pertenecían a la misma familia.

¿Podemos hacernos una idea del dolor que eso debe suponer? No, definitivamente no. Una vez más, no podemos ni imaginarlo. Fátima no tuvo que imaginarlo, lo había vivido ya demasiadas adhirió unos explosivos a su cuerpo y se acercó a un punto de control militar israelí cercano al campo de refugiados de Jabalia, una de las zonas de mayor densidad poblacional del planeta queestá siendo obligada a vivir en condiciones de extrema pobreza (según UNRWA un 70% de la población vive bajo el umbral de la pobreza).

Como si sólo quisiera gritarle al mundo su dolor cual mujer clamando al cielo en el Guernica de Picasso, como si sólo quisiera expresar su rabia, su indignación por tanta injusticia, Fátima accionó el detonador lejos de los soldados, como si ni siquiera quisiera hacerles daño, de hecho sólo tres sufrieron heridas leves.

Nosotras, en occidente, no podemos entenderlo, pero ellas lo saben bien, Fátima sabía perfectamente que hay situaciones peores que la muerte y que hay condiciones de vida, en que no merece la pena vivir . Fátima accionó su cinturón como una forma de demostrar su solidaridad, su fuerza, su amor y su dignidad.

Dignidad, esa palabra tantas veces utilizada y muy a menudo tan a la ligera y de forma tan banal: «Llevaba el vestido con porte y dignidad». El pueblo palestino me enseñó el sentido de la palabra dignidad y especialmente sus mujeres, mujeres fuertes, mujeres de tierra y fuego, mujeres que resisten, mujeres que luchan de muchas formas, mujeres que con su mirada nos dicen que por lo menos tengamos la decencia de no enjuiciarlas y condenarlas, porque ellas son las legítimas dueñas de su tierra y ellas seguirán legítimamente luchando por ella.

Por Lidon Soriano

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