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Una güerita y un par de ojos azules

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Bodas de Wahibe con Dib Barquet Tahtac, celebrada el 7 de octubre de 1915 en la Iglesia de la Sagrada Familia, entonces en construcción.

A la memoria de Patricia Jacobs Barquet

A principios del siglo XX, como buenos descendientes de fenicios, nuestros cuatro abuelos emigraron de Líbano en busca de mejor fortuna y por barco. Los maternos, a México, a donde llegaron por Veracruz. Tanto el abuelo como la abuela emigraron de niños, de nueve y diez años de edad respectivamente; los dos descendían de familias de comerciantes bien asentados. Él había nacido en Trípoli, que desde entonces era la segunda ciudad del país, y ella, aunque nacida en Nueva Jersey, Estados Unidos, venía de Hasroun, en las montañas, lugar en el que había pasado los  primeros años de su infancia.

Después de haber dejado atrás a los dos hermanos mayores, el abuelo, Dib Barakat (o Barquet) Tahtac (1892-1982), en 1901 llegó a México huérfano de padre, con un hermano y su madre, a reunirse con su única hermana, R’hda, o Catalina, según la llamaron en México, casada y asentada en Zacatecas. Por su parte, la abuela, Wahibe Ermnt, o Vermont, como interpretaron en Ellis Island, Landy Simoni (o Assemani) (1898-1986), que fue la sexta de ocho hijos, en 1908 emigró con sus padres y tres de sus hermanos, y la familia se instaló en la capital, en donde nacerían sus dos hermanos menores.

Las dos familias eran cristianas del rito maronita, pero al incorporarse a México acogieron la religión católica. La lengua materna tanto de los Barquet como de los Landy fue el árabe, pero mientras que el español fue el segundo idioma de Dib, fue el cuarto de Wahibe, pues ella antes había aprendido inglés y francés. (En México, asistió al Colegio Francés, a donde acudía acompañada por el esclavo negro, de nombre Ahmed y origen egipcio, que la seguía a diez pasos de distancia. Él era propiedad de nuestro bisabuelo Mansour. De hecho, formó parte de la emigración a México de la familia Ermnt Assemani. En un momento dado, el bisabuelo le dio la libertad, y la familia le perdió el rastro.) A lo largo de su larga vida, nuestros abuelos mantuvieron vivo el árabe. Por lo que hace a él, no llegó en ochenta años a hablar castellano sin un recuerdo de acento árabe.

Él se formó como comerciante con su cuñado (aficionado a la cría de caballos) en Zacatecas, pero para 1910, cuando era un joven de diecisiete años de edad, ya trabajaba en la ciudad de México. Y la fecha es importante no sólo desde el punto de vista histórico de este país, sino desde el punto de vista individual de nuestro abuelo, pues, el día 22 de septiembre de aquel año tuvo lugar en México un acontecimiento que lo inscribiría a él socialmente, tanto como miembro de una comunidad ciudadana específica, que como futuro fundador de nuestra familia materna, Barquet Landy.

Nos referimos a un hecho parteaguas, es decir, la ceremonia de entrega del reloj otomano (por estar Líbano en esos momentos bajo el Imperio Otomano) que regaló a México la Colonia Libanesa, en ocasión de las Fiestas del Centenario de la Independencia que este país festejaba, y asimismo en agradecimiento a la hospitalidad con la que México había recibido a esta emigración.

Existen fotografías oficiales del suceso. Aunque nuestro abuelo, Dib Barquet Tahtac, no ha sido identificado en ellas, en cambio sí lo ha sido, entre otros, Bajish Landy Assemani, quien, en esa ocasión, o en días previos o subsiguientes, trabó amistad con nuestro abuelo. En los meses posteriores a aquella fecha, Bajish invitó a Dib a su casa y le presentó a su hermana, nuestra abuela, Wahibe Landy Assemani, con quien se casaría en 1915, él, de veintitrés años y, ella, de diecisiete.

En la fotografía oficial de la entrega del reloj, de igual modo aparece nuestro bisabuelo materno, Mansour Ermnt (o Vermont) Landy que, plenamente identificado, y con la condecoración de Bey en la solapa (que había recibido en Líbano de manos del último sultán otomano, Abd Al Hamid II, 1876-1909), destaca en la primera fila, al lado de los representantes de Porfirio Díaz, que fueron, Enrique Creel, Ministro de Relaciones; Guillermo Landa y Escandón, Gobernador del Distrito Federal, y Demetrio Sodi, Presidente de la Suprema Corte de Justicia; y, asimismo, al lado de Antonio Letayf, quien entonces era la figura más destacada de la Colonia Libanesa, por lo que fue quien dirigiera el discurso de entrega del reloj, situado en la esquina de las calles hoy llamadas Bolívar y Venustiano Carranza, en el hoy llamado Centro Histórico de la ciudad.

Esta ceremonia constituye en México el primer acto de presencia oficial de los inmigrantes libaneses, como colonia o comunidad. Además, creemos que marca una de las características de los libaneses en general, que es la de adaptarse a las circunstancias que sea que se les atraviesen y encontrar el modo de que, por adversas que éstas pudieran parecerles, a ellos los beneficien.

De aquí que, por ejemplo, sin haber dejado de hablar árabe, mal que bien hubieran aprendido a hablar español; o que, sin haber dejado su comida, mal que bien la hubieran sazonado con elementos de la mexicana. Queremos decir que los libaneses, quizás en especial los que emigran, en lugar de alterar ningún orden, aprenden a adaptarse a él, y más bien a arreglárselas para que dicho orden los favorezca.

Por otra parte, en este sentido también se nos ocurre, noción quizá más pertinente todavía para los fines de estas líneas, que a nuestros abuelos, que emigraron específicamente a México, aunque se adaptaron con naturalidad a este país, les resultó impresionante la exageración en México, o el contraste tan radical que existía, entre las condiciones de vida de los ricos versus las de los pobres. Los impactó en particular cómo se discriminaba al indígena en las ciudades, aparte del grado de miseria en la que vivían dichos indígenas. Por otra parte, los tranquilizó advertir que, a diferencia de la situación de Líbano en este punto, en México no se discriminara a ninguna comunidad por motivos de religión. En conjunto, las condiciones de vida que encontraron en México, por más contrastantes que les hubieran resultado respecto de las de Líbano, y por más que nuestros abuelos se hubieran adaptado a ellas, no les impidieron añorar el país que habían dejado atrás. Incluso, los que pudieron, regresaron a morir allá, como, en 1933, fue el caso de nuestro bisabuelo, Mansour Ermnt Landy. Por su parte, nuestro abuelo, que murió en México, sin embargo pasó los últimos meses de su vida pensando que estaba veraneando en B’rmana.

Sin negar ser, mal que bien, beneficiarios de un país que no era independiente, como era Líbano, nuestros abuelos participaron, como comunidad y de forma oficial, en la celebración de independencia del país al que se integraban. (No era que nuestros abuelos hubieran emigrado porque estuvieran en contra de pagar impuestos al Imperio Otomano, como que, por su ancestral sentido de ambición, hubieran querido que los beneficios de su trabajo fueran, tampoco para su tierra natal, sino, sencillamente, para ellos mismos. Y de ahí que emigraran. Si no, ¿por qué no se quedaban a luchar contra el imperio que sojuzgaba a su nación?)

O, también congruente con la finalidad de estas páginas, de aquí que nuestros abuelos se hubieran integrado, de una forma u otra, a la revolución que estalló apenas a dos meses de esta celebración de independencia que con tan digna presencia habían festejado. No hay que olvidar que lo que las diferentes fuerzas revolucionarias de México ponían en duda era precisamente la naturaleza de esta independencia.

La Revolución Mexicana, por decirlo de la manera más elemental, protagonizó a todos los sectores sociales, más o menos unidos entre sí, ricos y pobres, hacendados, peones, campesinos, obreros, empleados, políticos, intelectuales, contra el presidente constitucional y sus favorecidos, que eran únicamente los ricos y poderosos del centro del país, por una parte y, por otra, los inversionistas extranjeros.

Las vivencias de nuestros abuelos relacionadas con la Revolución Mexicana no alcanzan a ser un puñado, pero son lo suficientemente vívidas, si no mayormente significativas, como para que dieran color y persistieran en el memorial familiar.

Contaba la abuela que en una ocasión estaban sus padres con los seis hijos reunidos alrededor de la mesa cuando irrumpió en el comedor de su casa de las calles de la Acequia un soldado revolucionario armado que les exigió de malos modos que le dieran de comer porque tenía hambre. Mientras ella, cobijada por su madre, temblaba de miedo ante el intruso de aspecto sucio y desaliñado, su padre dio órdenes en la cocina para que le dieran de comer al desconocido. Nuestra abuela nos contaba que cuando el hombre por fin se fue, ella se había soltado a llorar. Refería también que su padre, mientras que había satisfecho la necesidad de comer de un revolucionario hambriento, se había opuesto férreamente a satisfacer las solicitudes de otro revolucionario, éste todo un general, elegante jinete de un caballo blanco, y amigo personal del bisabuelo, que le pedía autorización para cortejar a nuestra abuela, a la que se refería como “Güerita”. Simultáneamente, y por magnífica fortuna para nosotros, el bisabuelo sí aprobó que en su momento la enamorara Dib. No descartamos que en buena medida la aprobación se hubiera debido a que el pretendiente era libanés, y en dicha aprobación quizá debamos conceder la fuerza decisiva al hecho de que a Wahibe sencillamente la enardeció el azul de los ojos de Dib.

En los primeros tiempos de la Revolución Mexicana, el abuelo recorrió en tren el país como comerciante abonador. En una memorable ocasión, formó parte de una comisión de inmigrantes libaneses que solicitaron la intercesión del General Francisco Villa para que uno de los miembros de la comunidad libanesa, acusado de galanteador de la esposa de uno de los generales de la contienda armada, no fuera fusilado. Y el General Villa los complació, pues dio órdenes inmediatas para que el condenado fuera liberado. El abuelo recordaba a Villa como “un hombre gordo, malencarado y mal hablado pero, no obstante, muy listo y, sobre todo, muy justo.”

Para cuando nuestros abuelos se casaron, el 7 de octubre de 1915, en la Iglesia de la Sagrada Familia, que entonces estaba en construcción, él ya se había incorporado a la mercería de Julián Slim, La Estrella de Oriente, que se localizaba en el Mercado del Volador, en donde hoy se encuentra la Suprema Corte de Justicia. Y contaba que una mañana, durante la Decena Trágica, aunque todavía antes de su matrimonio, en camino a la mercería, y ya cerca de ella, lo había azorado e incluso detenido el espectáculo ampliamente documentado de un número de cadáveres de caballos que yacían extendidos sobre la calle, imagen tremenda que nos consta que lo persiguió hasta sus últimos días, pues siempre la recordó, siempre con espanto.

Sus dos hijos mayores, Karim y Wahib, nacieron durante la década en la que se consolidó la Revolución Mexicana. En años posteriores, nacieron los otros tres, Ramiz y Jorge, y nuestra madre, Norma, que nació a medianoche del 27 de octubre de 1921, en la casa de familia, entonces en las calles de Tabasco, en la Colonia Roma, en el corazón de la ciudad, la única hija, entre cuatro varones, de la familia Barquet Landy.

*Foto: En su baúl personal, la escritora Bárbara Jacobs conserva imágenes de su genealogía familiar/Cortesía Bárbara Jacobs

Por Bárbara Jacobs
Con información de : El Universal

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