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El lenguaje en los pueblos primitivos,un valor privilegiado

Stonehenge
Stonehenge

Todo lo que sabemos del lenguaje en los pueblos primitivos nos invita a considerar éste como una función a la que la mente humana, incluso la «no civilizada», atribuye un valor privilegiado.

Geneviève Calame Griauie, en su estudio sobre los dogones (Ethnologie et Langage: La Parole chez les Dogons, 1965), población del sudoeste del Níger, observa que, para este pueblo, la palabra «so», con que se designa el lenguaje, significa también «la facultad que distingue al hombre del animal, la lengua en el sentido exclusivista del término, la lengua de un grupo humano distinta de la de otro, la palabra a secas, el razonamiento y sus modalidades». En fin, la palabra es, en todos los «primitivos», sinónimo de acción emprendida y clasificación de la creación. Es el hacer y el saber, la acción sobre el mundo y la visión del mundo. «Porque el mundo está impregnado de la palabra, y la palabra es el mundo, los dogones elaboran su teoría del lenguaje como una inmensa arquitectura de correspondencias entre las variaciones del razonamiento individual y los acontecimientos de la vida social.»

Hay 48 tipos de palabras descompuestas en dos veces 24, número clave del mundo. Así, a cada palabra corresponde un acto, una técnica, una institución o un elemento de la creación. Así, en el hombre de las edades remotas, la palabra es un vasto conjunto combinatorio, un cálculo universal cargado de valores, de posibilidades de acción y de recuentos, un depósito de conocimientos revelados y un material complejo para actuar sobre la realidad.

Los bambaras sudaneses distinguen una primera palabra aún no expresada, el «ko», que forma parte de la palabra primordial de Dios, y una palabra humana, dotada de un sustrato material que es el cuerpo, el conjunto de los órganos del cuerpo, y por el cual tiene el hombre «dominio» sobre el lenguaje. El elemento lingüístico es tan material como el cuerpo que lo produce, y los sonidos primordiales, en relación con los cuatro elementos cósmicos –agua, tierra, fuego y aire– reengendrados en las entrañas, producen el verbo que «nacerá» entre los dientes.

En su obra sobre El lenguaje, ese desconocido, Julia Joyaux refiere una leyenda melanesia sobre el origen del lenguaje y su relación con el cuerpo visceral:

El dios Gomawe estaba paseando cuando tropezó con dos personajes que no sabían responder a sus preguntas, ni siquiera expresarse. Pensando que esto se debía a que tenían el cuerpo vacío, fue a cazar dos ratas, a las que arrancó las entrañas. Volvió junto a los dos hombres, les abrió el abdomen y metió allí los intestinos, el corazón y el hígado de las ratas. Inmediatamente, los dos hombres empezaron a hablar. «¿Cuál es tu vientre?» significa «¿Cuál es tu lengua?».

Conviene retener dos ideas:

La primera, que el lenguaje se concibe, en su expresión a través del hombre, como una realidad material, y que lanzar una palabra es un acto tan transformador como arrojar una flecha o una piedra.

La segunda, que el Verbo-Idea preexiste al lenguaje-víscera; que hay una palabra primordial de Dios. De suerte que, por ejemplo, para los bambaras, el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad. Lo cual, en esta concepción, no significa ausencia de lenguaje, sino conocimiento y comunicación sin sustrato sensible.

Además, encontramos en numerosos «primitivos» teorías extraordinariamente refinadas y detalladas sobre las correlaciones gráficas de la palabra.

Descubrimos, en civilizaciones desaparecidas, sistemas gráficos que dan testimonio de una reflexión sutil sobre el lenguaje, de una distancia entre el signo y la cosa representada, que presupone un simbolismo sumamente desarrollado.

La escritura maya, aún no descifrada, parece haber sido propia de los sacerdotes; haber estado relacionada con los cultos y con toda una ciencia fundada en un concepto cíclico del tiempo, y formando, en su conjunto(¿jeroglífico o alfabético?), según J. E. Tompson, una «sinfonía del Tiempo».

En la escritura enigmática de la isla de Pascua, quiere ver Alfred Métraux una serie de recordatorias para los cantores.

Barthel observa que los 120 signos de este sistema de escritura dan pie a 1.500 ó 2.000 combinaciones. Y, entre estos signos (personajes, cabezas, brazos, animales, objetos, plantas, dibujos geométricos), algunos constituyen verdaderas imágenes; la mujer es representada por una flor; una persona que come expresa la recitación de un poema: colmo de la reflexión sobre las funciones estéticas, mágicas, religiosas y creadoras del lenguaje.

El proceso de elaboración y de clasificación de las cuatro etapas de la escritura de los dogones nos ofrece también un turbador ejemplo de conciencia sutil del lenguaje diferenciado.

«Esta participación del lenguaje en el mundo, en la Naturaleza, en el cuerpo, en la sociedad -de la que está, empero, prácticamente diferenciada- y en sistematización compleja, constituye tal vez -escribe Julia Joyaux- el rasgo fundamental de la concepción del lenguaje en las sociedades llamadas «primitivas»…»

Lo cual equivale a decir que la lingüística de los pre-civilizados es una lingüística de alta civilización.

Y ahora se plantea una cuestión. Stonehenge, como otros monumentos megalíticos, fue una construcción compleja, expresión e instrumento de conocimientos matemáticos y cosmogónicos, testimonio de una cultura.

Siendo así, ¿cuál fue el lenguaje de esta cultura? ¿Cabe presumir que careciese de escritura, de correlativo gráfico, si nos dejó un vestigio tan evidente de correlativo arquitectónico? Sin necesidad de plantear la cuestión en un plano general, la simple consideración de las necesidades técnicas nos obliga a aceptar la idea de que hubo una escritura. Pues, a fin de cuentas, ¿cómo se habrían podido efectuar cálculos tan importantes, y dirigir operaciones de transporte de un material enorme y de innumerables brigadas de obreros a través de varios centenares de kilómetros, y organizar otras tan importantes, si se hubiese carecido de escritura? Pero, ¿cómo no queda de ella algún vestigio? Tal vez las huellas se borraron en el curso de los siglos, ante la absoluta indiferencia de los habitantes de aquellas regiones.

Atkinson presume que los instructores-constructores vinieron de Creta. ¿Utilizaron, quizá, para fijar los signos, materiales perecederos? Pero la escritura sobre tablillas de arcilla era a la sazón desconocida, y los maestros de obras disponían de piedras y de madera en abundancia.

Tal vez conviene más imaginar que, como dice la tradición bambara, «el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad», y que los constructores, pertenecientes a alguna casta sacerdotal, iniciados y técnicos a un mismo tiempo, realizaban mudas operaciones mentales, que se transmitían por algún medio telepático.

O que procedían a sutiles registros del pensamiento sobre materiales orgánicos o cristales especialmente preparados. O, en fin -y en correspondencia con lo que sabemos de los tabúes de lenguaje en el mundo antiguo-, que los maestros mantuvieron secretas las palabras e invisibles los signos necesarios para la edificación y el funcionamiento de aquellas colosales máquinas-templos.

Pero aunque las palabras y la escritura de los maestros permaneciesen ocultas, la ejecución de los trabajos debió de requerir signos, una escritura secundaria, una escritura visible que se ha desvanecido. Si ésta existió, fue tal vez empleada por los arquitectos corno una simple necesidad de intendencia, como un producto inferior del conocimiento secreto, el cual carecía de vehículo visible de comunicación.

Bernard Shaw, en una de sus obras, pone en escena a César. La Biblioteca de Alejandría está ardiendo. Un personaje dice que la memoria de la Humanidad va a desaparecer. «Déjala arder -responde César-. Es una memoria llena de infamia.» El amo del mundo no expresa, con estas palabras, desprecio del conocimiento, sino más bien una idea, de los Antiguos, según la cual, el lenguaje escrito no era más que un sucedáneo del verdadero saber registrado en las regiones superiores de la mente, depositado en la silenciosa memoria de los iniciados.

Platón, en Timeo, declara: «Ardua tarea es descubrir al autor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible darlo a conocer a todos los hombres.»

En, Fedro, refiere una fábula egipcia contra la escritura, cuyo empleo desacostumbra a los hombres a ejercitar su memoria y les obliga a depender de los signos. Los libros, dice, «se asemejan a los retratos, que parecen vivos pero son incapaces de responder una palabra a las preguntas que se les formulan».

Clemente de Alejandría afirma: «Escribir todo un libro es poner una espada en manos de un niño.»

Esta idea fundamental de la remota antigüedad volvemos a encontrarla, como observa Jorge Luis Borges, en el texto evangélico: «No deis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen y revolviéndose os destrocen.» Esta máxima es de Jesús, el maestro más grande de la enseñanza oral, que sólo una vez escribió en el suelo unas palabras que nadie leyó.

¿Es Stonehenge el monumento de una cultura superior, primordial y, por ello, independiente de todo vehículo visible, carente de signos gráficos de comunicación? La escritura podría representar una caída en el exoterismo, un producto secundario del lenguaje del conocimiento, un vehículo de enseñanzas accesorio para uso del común de los mortales. Sin embargo, la escritura visible fue necesaria para aquellas grandes obras. El profesor Glyn Daniel, en un artículo publicado en el Observer de setiembre de 1964, observó que el traslado de las enormes piedras de la región de Pembrokshire a la llanura de Salisbury debió plantear delicados problemas de logística, y que toda la operación debió efectuarse de acuerdo con planos, instrucciones escritas, órdenes y proyectos.  Formuló la hipótesis de mapas y planos dibujados sobre pieles o tablillas de madera. Es asombroso que, salvo Glyn Daniel, ningún pre-historiador parece haberse planteado esta cuestión.

Podríamos fundar otra hipótesis en los «quipus», o cuerdas anudadas que fueron descubiertas en el Perú y que, según se cree actualmente, servían para la transmisión de indicaciones numéricas. Unos nudos complejos pueden servir para representar números e ideas. Sabemos muy poco acerca de estas cuerdas anudadas, como tampoco de las «escalas de hechiceros» del sur de Italia o de sus semejantes de los Países Bajos, que, según la tradición mágica, servían para «anudar o desligar el viento». Si la escritura práctica de Stonehenge fue de este tipo, la tierra húmeda de Salisbury debió de destruir sus huellas desde hace miles de años.

Por último, podemos imaginar una escritura que fuese demasiado pequeña o demasiado grande para ser percibida: algo parecido al micro-punto que empleamos para los mensajes secretos, o a signos inmensos trazados en el paisaje. ¿Una manera de saber hacer sin saber decir? ¿Encontraremos un día algún vestigio de la escritura perdida y nos remontaremos, gracias a ella, al gran lenguaje de los orígenes?

Heródoto refiere un experimento de Psamético, rey de Egipto, que hizo criar a dos niños, desde su nacimiento, sin el menor contacto con lenguaje alguno. La primera palabra que pronunciaron estos niños fue «pan», en frigio, y el rey sacó la conclusión de que el frigio era más antiguo que el egipcio y había sido la lengua ya formada que había recibido el hombre.

Vemos, pues, que el enigma del lenguaje nos acosa desde siempre, desde el rey de Egipto hasta Lévi-Strauss, el cual sostiene que «el lenguaje sólo pudo aparecer de golpe…, efectuándose un paso brusco de una fase en que nada tenía sentido, a otra, en que todo lo tenía».

¿Hubo, pues, para todos los hombres, un gran lenguaje original, cuyo verbo inicial reveló la naturaleza de las cosas, su verdadero nombre y su función en la armonía universal? ¿Y se escribió el Baile de los Gigantes sobre la música de este gran lenguaje?

Por Louis P. y Jacques B.

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