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El poderoso influjo de la música

Cuando todo haya desaparecido –inteligencia, memoria, personas, amores y recuerdos– seguirá existiendo la música: la única ración de tiempo y dicha que nos fue concedida.

Thomas Bernhard

Muchas cosas influyen en nuestra vida afectiva pero pocas de una manera tan gozosa como la música. Para Nietzsche, existe un “poder remoto y escondido en la música” que nos transporta al “reino intermediario de los afectos”. En su ensayo “Sobre la música y la palabra” (1871), afirma que casi siempre van unidas y que juntas crean imágenes que se relacionan con la melodía. Así, se entra en el plano afectivo porque los oyentes musicales padecen un “efecto sobre sus sentimientos” y crean un concepto simbólico de la música. Esta teoría de Nietzsche coincide con lo que anteriormente había afirmado su mentor, Schopenhauer: “El lenguaje de los sonidos, debe ir acompañado de palabras y aun de una acción plástica, para que nuestro intelecto intuitivo y reflexivo […] no desvíe de la música su atención, y lo que los sonidos dicen a nuestro sentimiento vaya acompañado de una imagen intuitiva, […] y esto reforzará el efecto de la música” (“Sobre la metafísica de lo bello y estético”, Parerga y Paralipómena.)

Lo expuesto se confirma porque los humanos asociamos la música a los recuerdos; las melodías se quedan ligadas a un momento determinado y ya no pueden escapar del marco simbólico donde se encierran. La vida está unida a la música desde el principio, las canciones de cuna nos calman el desconsuelo de nacer en un mundo desconocido; aunque, tal vez, el gusto por la música ya se cimenta desde la vida intrauterina, cuando el ritmo cardíaco materno se graba como estructura básica para enlazar otras melodías que marcarán nuestra existencia. Todos vamos formando un repertorio musical que se relaciona con nuestra historia particular y la vida familiar, sentimental, lúdica o laboral, aportan canciones a esa colección de música existencial. Así se forma la memoria sonora, a base de recuerdos ligados a notas musicales que nos transportan a eventos concretos de la vida.

Existe un gusto general por la música; el filósofo y matemático Maimónides, en su Guía de perplejos (1190), afirma que “la música es el más agradable alimento para la facultad psíquica”. El Diccionario de la Real Academia de la lengua Española define la música como “el arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente.” Luego la música se puede disfrutar también desde la tristeza, con una melancolía que quizás roza lo patológico. En este punto surgen los conceptos de melomanía y melómano. Volvemos al diccionario: Melomanía (del gr. melos, canto con acompañamiento de música, y manía, locura, que significa “apasionado”, “inclinado excesivamente” o bien “que tiene obsesión o hábito patológicos”), es un “amor desordenado a la música”; y melómano es la persona que siente ese amor convertido en manía. Aunque hay que apuntar que, en nuestra cultura, casi nadie tendría a un melómano por loco o por enfermo.

La música más profunda procede de la naturaleza, desde el ritmo básico del canto de las cigarras al sol o los mantras nocturnos de los grillos, hasta el sublime trino de los pájaros o el éxtasis sonoro del coro de batracios cuando entona su armoniosa letanía. La batucada del trueno en las tormentas, los arpegios del viento y la lluvia, son músicas de la Tierra que nos vibran dentro y luego proyectamos hacia afuera. Porque la música humana es la reverberación en nuestros cuerpos de la forma más universal de la naturaleza, somos el crisol donde se funden los sonidos cósmicos –“la música de las esferas celestes»– con los ritmos de la Tierra. El resultado es una aleación que se convierte en canto y baile, en danzas y ritmos tribales, en folclor, en música popular o sinfónica, en música festiva o religiosa, en desgarradora música fúnebre o en imperiosa música militar… Hay una música para todos los estados del alma, aunque hay momentos que, como escribió el poeta José Hierro, “para qué queremos músicas si no hay nada que cantar” (Alegría).

Disfrutar la música es considerado un placer, un deleite al alcance del ser humano, un gozo terrenal de músicas celestiales o infernales. Franz Liszt describe el espacio místico que surge de la meditación musical, “una amplia extensión durmiente de melodías, un éter vaporoso… se extiende”. La música es placentera pero también perturbadora, levanta pasiones y fobias: quién no se quedó prendido de una canción y la escuchó decenas de veces; quién no aborreció una melodía concreta o un ritmo determinado. Aunque “la música militar nunca me supo levantar”, a otros los llena de brío; la música sacra puede inspirar fervor o rechazo; también la música clásica, la ópera, el tango, la música étnica, el jazz o el rock… tienen sus adeptos y detractores.

Schumann escribía a su esposa Clara: “No has de tocar ni una nota a esa gente a quien bastan los arpegios”; la interpretación maquinal frente a la inspiración intuitiva, el virtuosismo técnico frente al duende. Músicas polifónicas o minimalistas, cadencias armónicas o disonantes, suaves o estridentes, vehementes o meditativas… Todo es válido porque todo es disfrutable, el que goza rumbeando no es menos que aquel otro que se deleita al escuchar ópera. Hay para todos los gustos y todo tipo de opiniones, como la de Nietzsche cuando escribe: “Lo que hoy nosotros llamamos ópera, que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por una imitación simiesca directa de la Antigüedad” (El nacimiento de la tragedia.)

En definitiva, como afirmó Schopenhauer: “La música representa, con respecto a todo lo físico del mundo, lo metafísico, y con respecto a toda la apariencia, la cosa en sí” (El mundo como voluntad y representación). Por eso, en ocasiones, el poderoso influjo de la música nos revela una verdad que esperó el eco de un ritmo o el susurro de una melodía para convertirse en certeza.

Por Xabier F.  Coronado

Publicado originalmente en La Jornada Semanal

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