Los sufís de Al-Andalus – Por Ibn Arabi

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Abu Muhammad ‘Abdallah al-Qattfan

Este hombre comprendía el Corán profundamente.

 Era irreprochable Y decía la verdad sin temor. Incluso los  soberanos no estaban a salvo de sus condenas severas, e imponía la verdad a todos, sin excepción. Le importaba poco exponerse al peligro de una ejecución al denunciar las malas acciones y los actos ilegales de los sultanes. Tuvo numerosos enfrentamientos con ellos, demasiado largos para mencionarlos aquí. Sólo hablaba citando el Corán y no leía otro libro. Una vez le oí decir en Córdoba: «Pobrecillos los autores de libros y de recopilaciones, su cuenta será mucho más larga (en el Día del Juicio)! ¿No les basta pues con lo que hay en el Libro de Allâh y en los hadiths?».

Siempre tenía cuidado de sus compañeros aunque estuviera en apuros económicos y no pudiera reunir dos dirhams.

El Sultán decidió un día hacerle ejecutar. Los guar­dias se apoderaron de él y lo llevaron ante el visir. El shaykh le dijo: “!Oh, opresor, Oh, enemigo de Alá!, !Oh, enemigo .de tu propia alma! ¿De qué se me acusa?” El visir respondió: «Allah te ha puesto en mi poder y mañana  ya no estarás vivo». Entonces le dijo el shaykh: «Tú no puedes adelantar un plazo fijado (ajal) ni rechazar lo que está determinado (maqdur). Todo eso no tendrá lugar y, por Allah, Soy yo el que asistiré a tus funerales!». El visir ordenó a sus guardias que arrojaran al shaykh a la celda para que se quedara en ella hasta que el Sultán decidiera su ejecución. Permaneció encerrado aquella noche; luego fue liberado. Dijo respecto a esto: «El creyente está siempre en prisión (en este mundo) y esta casa no es más que una de sus celdas».

Al día siguiente, el Sultán se enteró por el visir del comportamiento del shaykh así como de sus propósitos y ordenó que le hicieran comparecer ante él. Entonces vio a un hombre de aspecto despreciable, alguien de quien nadie se preocupa y a quien ninguna de las personas de este mundo desea el bien y todo porque dice la verdad y muestra a la gente sus faltas y su corrupción. Después de preguntarle su nombre y su origen, le preguntó si había conservado la creencia en la Unidad (tawhid). El shaykh le recitó entonces unos pasajes del Corán y le explicó su significado. El Sultán quedó tan impresionado que se abrió ante él y empezó a hablarle de los asuntos de su gobierno. Así que le preguntó lo que pensaba de su reino. Al oído, el shaykh estalló de risa. «¿Por qué te ríes?», preguntó el Sultán. »Tú llamas reino a esta locura en la que estás y te das el nombre de rey! Te pareces más bien a aquel de quien Allah dijo: «Había detrás de ellos un rey que se apoderaba de todos los barcos», dicho rey está ahora pagando y arde en el Infierno. En cuanto a ti, pues bien, tú no eres más que un hombre para quien se amasa un pan y al que se le dice: «Cómetelo».

El shaykh se puso mordaz en su condena, dando rienda suelta a su ira contra todo lo que le causaba aversión y en presencia de los ministros y de los juristas. El Sultán permaneció silencioso, lleno de vergüenza. «He aquí un hombre, dijo finalmente, que habla con precisión. Oh, Abdallah, ocupa un sitio entre nosotros!». El shaykh respondió: «Nunca! Pues aquí hay bienes usurpados y el palacio en el que habitas ha sido adquirido con la mentira y, si no me hubierais obligado, jamás habría puesto los pies aquí. Que Allah me libre de tí y de tus semejantes!’. El Sultán ordenó a continuación que le hicieran regalos y que le perdonaran. El shaykh rechazó los presentes,  aceptó el perdón y se marchó. El Sultán exigió entonces que los regalos fueran remitidos a su familia. Poco después, el visir murió; al-Qattan asistió a sus funerales diciendo: «Mi juramento se ha cumplido».



Con frecuencia levantaba la voz al ver a los notables del país y decía: «Ahí están los desviados que reparten la injusticia por la tierra. «La maldición de Allah, de los ángeles y de los hombres caiga sobre todos ellos! Serán malditos para siempre! Su castigo no les será aliviado y no tendrán ningún consuelo».

Visitaba a menudo a este hombre y me quería mucho. Una noche, le invité a venir a mi casa. Acababa de sentarse cuando entró mi padre; estaba al servicio del Sul­tán, pero el shaykh le saludó, pues era un hombre anciano. Después del salat, le traje comida y me senté a comer. Mi padre vino a reunirse con nosotros para beneficiarse de la barakah del shaykh. Este se volvió entonces y le dijo: «Oh, desdichado anciano, ¿No es hora de sentir vergüenza por Allah? ¿Hasta cuándo vas a fre­cuentar a esos opresores? Qué vergüenza! ¿Cómo puedes estar seguro de que la muerte no vendrá a sorprenderte en ese estado? (Me señaló con el dedo). En tu hijo hay una lección para tí, pues este es un joven hombre que, en la época en que los apetitos físicos son exigentes, ha dominado, sin embargo, sus pasiones, rechazado su demonio y se ha vuelto hacia Allah asociándose con Sus gentes, mientras que tú, anciano, haces el mal cuando te encuentras al borde de una fosa infernal». Ante estas palabras, mi padre lloró y reconoció sus faltas. Por lo que a mí me atañe, estaba estupefacto ante todo eso.

Habría que contar muchas cosas maravillosas toda­vía sobre este shaykh.

En Córdoba, se lo presenté a mi compañero’ Abda­lláh Badr al-Habashi y le acompañamos hasta su casa. Un día le oí decir: «Todavía estoy estupefacto de ver desear a alguien un caballo, cuando no ha empezado a dar las gracias a Allah por su alimento y sus ropas». Nunca tuvo más que lo estrictamente necesario en materia de alimen­tos o vestidos. Era el azote de los tiranos y participaba en todas las expediciones en territorio cristiano, a pie y sin provisiones.

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