Los sufís de Al-Andalus – Por Ibn Arabi

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Abú ‘Imrân Músdâ b. ‘Imrân al-Mârtulî

Un día me recitó un poema que se había dirigido:

Eres Ibn ‘Imrân Mûsâ el malhechor,

no eres ciertamente Ibn ‘Imrân mûsâ el interlocutor de Allah .

Se imponía una disciplina muy severa y vivió en la misma casa durante sesenta años, sin dejarla jamás. Seguía como regla de vida espiritual la senda de al-Hârith b. Asad aI-Muhâsibî, no aceptaba nada de cualquiera y no buscaba nada para sí mismo ni para los demás.

Tuve una visión referente a él que indicaba que debía progresar de su estación (maqâm) hacia otra más alta. Cuando se lo conté, me dijo: “Me has traído una buena noticia, Que Allah regocije tu corazón con la promesa del Paraíso!”. Poco tiempo después, alcanzó la estación indicada en mi visión. Fui a verle aquel mismo día. Su cara se iluminó de alegría al verme y me besó. Entonces le dije: “Ahí está la interpretación de mi visión, así que pide a Allah que El me anuncie la buena nueva del Paraíso”. El me respondió: “Si Allah lo quiere, así será!”.

Antes de terminar el mismo mes, Allah me anunció la buena nueva del Paraíso, confirmándome con un signo evidente que había respondido a la súplica de al-Mârtulî.

Entonces me convencí de ello y ya no dudé de mi sitio en el Paraíso ni de la misión profética de Muhammad (s.a.s). En cambio, ignoro si el fuego me tocará o no. Espero sinceramente que, en Su bondad, me libre de él. Que Allah nos conceda Su perdón a todos!.

Este shaykh era un hombre notable; tenía un conocimiento perfecto y un comportamiento magnífico. Aunque generalmente estaba en un estado de contracción espiritual (qabd) siempre acogía bien a sus visitantes. Pasamos momentos maravillosos en su compañía; su energía espiritual (himmah) dependía estrechamente de Allah y nos preservaba y protegía de las tentaciones y de los retrocesos. Por lo que a mí respecta, él mismo me dio testimonio de ello. Un día me dijo, en presencia de mi compañero ‘Abdallâh Badr al-Habasshî: “Tenía mucho miedo por ti debido a tu joven edad, a tu falta de madurez, a la corrupción del momento y al relajamiento general que he observado en los hermanos del Camino. Es su comportamiento lo que me ha impulsado a vivir recluido, pero Allah sea loado, ya que me ha consolado contigo”.

Un día en que fui a visitarlo, me dijo: “Ocúpate de tu alma, hijo mío”. Le contesté que cuando había visto a mi shaykh Ahmad,  me había dicho que me ocupara de Allah; así que le pregunté a quién debía escuchar. El me respondió: “Yo estoy con mi alma y Ahmad está con su Señor. Cada uno de nosotros te guía en función de su propio estado espiritual. Que Allah bendiga a Ibn ‘Abbâs y me haga reunirme con él!”.



He aquí lo que constaté de lo que contenía como calidad (itticâf). Tenía conmigo un comportamiento abierto, pero eso no hacía sino acrecentar mi temor y mi veneración (ta’zhîm) y se maravillaba de mi compostura junto a él durante sus momentos de gran apertura (bast). Luego volvía a la puerta de la Servidumbre (al-’ubûdiy yah), y entonces yo era muy abierto con él. La razón de ello tiene que ver con un secreto sorprendente que, si Allah quiere, comprenderás, amigo mío, si te paras a pensar.

Ad-Durrat   al-fâkhitah

Este compañero de Ibn al-Mujâhid era el que en la mezquita de Rida, en Sevilla. Había compuesto una pequeña antología de poemas sobre ascetismo que me leía con frecuencia. Sólo abandonaba su mezquita para asistir a el salat del viernes, hasta que su estado de salud le impidió desplazarse.

Un día fuí a verle y le encontré con el imán khatîb Abû al-Qâsim b. Ghafir, un  muhaddith que negaba los poderes milagrosos de los grandes sufies. Al llegar, oí al shaykh refutar una cosa que había dicho. El hombre nos reprochaba dos cosas ilícitas que nosotros no habíamos cometido y que no podíamos imaginar que ninguno de nuestros hermanos pudiera haber hecho. Pedí al shaykh, con quien mantenía humildes relaciones, que me dejara dirigir la charla. Entonces me dirigí a ese Abû al-Qâsim: “Eres un muhaddith, ¿Verdad?”. A lo que él respondió que sí. Continué: “Como el Enviado de Allah que Allah le conceda Su gracia y Su paz! sabía que su comunidad contaría con gentes de tu especie, negó la posibilidad de los poderes milagrosos en el caso de aquellos que obedecen simplemente los mandatos divinos. Con todo, dijo una o dos cosas que podrían hacerte reflexionar”. Entonces preguntó qué podía ser. Y respondí: “ ¿No se ha relatado que el Enviado de Allah dijo: “Muy a menudo, un hombre descabellado y vestido con harapos, rechazado en todas las puertas, si adjurara a Allah, Este lo atendería?”. ¿No ha dicho también: “Cierta entre los adoradores de Allah hay algunos a los que les basta con suplicar a Allah para que El los escuche?. También dijo:“… y entre ellos están los complacidos” ¿Aceptas estas palabras?”.

Cuando las hubo admitido, le dije: “Alabado sea Allah que no ha limitado al Profeta a un solo tipo de milagros, sino que le ofreció la posibilidad de hacer un juramento Allah respecto al desplazamiento por el aire o por el agua, al recorrido rápido de grandes distancias, a la subsistencia sin alimentos, a la percepción de lo que está en las almas y a otras cosas que se cuentan respecto a los sabios sufíes, Allah se lo concederá”. Al oír eso, Abû al-Qâsim se llenó de confusión y guardó silencio. El shaykh me dijo: “Que Allah te recompense con favores procedentes de Sus sabiois!”.

Un día, al entrar en su casa, estaba recitando este verso:

La piel de canela y la estera rugosa se encuentran con frecuencia en una casa como la mía.

Este verso había sido compuesto por el motivo siguiente: Allah había concedido algún bien de este mundo a Abû aI-’Abbâs ahmad b. Mutrif al-Qanjabarî, hombre piadoso totalmente entregado a Allah en la búsqueda espiritual y en la vida errante. Vino a ver a nuestro shaykh y le ofreció lo que había recibido, pero el shaykh rechazó su ofrecimiento y compuso el poema cuyo primer verso hemos Citado.

Nunca pedía hospitalidad a nadie y jamás aceptaba comida. Cuando un indigente venía a él, encomendaba su caso a Allah, lo cual siempre proporcionaba algún alivio a la persona. Nunca mencionaba sus necesidades o las de quien fuera, por pudor hacia Allah. Cuando un hombre estaba necesitado, vendía un libro de su importante biblioteca para alimentar al desafortunado con el precio de la venta. En una visita, me percaté de que el número de sus libros había disminuido considerablemente: al comentárselo, me respondió: “No son más que los viejos restos en el desecho de mi vida”. Después de venderlos todos, murió; que Alálah sea misericordioso con él!. Murió en Sevilla mientras yo estaba en Oriente.

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