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El español, ¿casa o destierro?

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©Gustavo Matíz

La lengua materna es la casa propia. Es el lugar seguro; ahí desde donde se nombra, interpela, se invoca, evoca y convoca el mundo y a la gente querida. Ahí donde se tiene cobijo, donde uno se mueve tranquilamente a sus anchas y a su gusto; donde están los muebles –los nuevos y los heredados de la abuela o una tía difunta– con sus esquinas, sus cajones, sus tarros de flores, sus fotos de toda una vida; ahí donde quedan guardados los primeros balbuceos, las risas y las lágrimas compartidas, las palabras primigenias –amor, fe, esperanza. Ahí donde cada objeto está en el lugar consabido, donde cada espacio es recorrido, habitado día a día, colmado de significados y memoria.

Sin embargo, sucede que muchos y muchas son expulsados a diario de sus propias casas; despojados de sus lenguas; desterrados y arrojados al total desamparo en mundos totalmente ajenos, lenguas ajenas, lenguas extrañas. La nada.

No se habla sólo de los migrantes que al cruzar la frontera norte han de enfrentarse al desierto y, luego, también, a las amenazas berreadas en inglés por el agente migratorio en turno; palabras que no entienden pero comprenden perfectamente porque son más parecidas a ladridos de perros que a cualquier dulce bienvenida. Tampoco se habla de los refugiados sirios que arriban a las costas mediterráneas entre mil cadáveres flotantes, hinchados de tanta muerte, con su palabra muda para siempre. Tampoco de los guineanos, nigerianos, senegaleses que en las noches cruzan el Estrecho de Gibraltar y llegando a territorio español escuchan voces de odio que gritan “fuera, negro”. No se habla ni siquiera de los judíos de antaño que, hostigados aquí y allá, una y otra vez, se reinventaron y reencontraron en el exilio, en el yiddish o en el sefardí.

Se habla fundamentalmente y sobre todo de lo que acontece aquí, ahora, en este país, cada vez que una persona náhuatl, zoque, rarámuri, maya, seri, chontal, tzotzil, tzeltal, purépecha, popoluca, tojolabal o de cualquier otra etnia indígena, deja su comunidad de origen y arriba por caminos de polvo a la ciudad, cualquier ciudad, grande o pequeña, de este ancho y maltrecho territorio nacional donde se vive bajo el mando lingüístico absoluto del idioma español.

Llegan y para sobrevivir han de morir: deben despojarse de sus atuendos –buena presentación, rezan los carteles en los comercios que buscan personal– y de sus idiomas respectivos –¿entiendes español? es la primera pregunta indagatoria, tuteando, si ven a alguien de rostro “demasiado indio” y semblante asustado.

Como Noemí, de diecisiete años, que desertó hace tiempo de la escuela y llegó a la urbe para trabajar en el servicio doméstico porque apenas podía decir buenos días en español y la familia a la que sirve sabe mucho de inglés (don’ t you?) y también de francés (liberté, fraternité, égalité, madame), pero nada de su lengua bonita, de ella, de Noemí, de su lengua serrana, su lengua mixe. Como Edith, chinanteca, de ahí donde hacen los huipiles de tres lienzos y largos listones de colores –exhibidos elegantemente en las vitrinas de los museos textiles–, que reprobó el examen de admisión a la universidad por no poder explicar en buen castellano sus conocimientos matemáticos ni –lo que en el fondo más le hubiera gustado– poder hablar de la herida todavía abierta en las tierras anegadas de sus abuelos que, en los años cincuenta, fueron desplazados por la presa Miguel Alemán que genera luz para medio país, pero no para su comunidad. O como don Luis, que para trabajar de albañil cambió su cargo por la carga, en una constructora de casas que jamás habitará. O como don Esteban que solo, solo con su mixteco, no tiene cómo defenderse ante la embestida del juez que lo condena en español por la ritual caza anual del venado. O como doña Bertha, enferma, abandonada en la sala de espera de un centro de salud cualquiera porque nadie, nadie, escucha, entiende, ni quiere saber de sus dolencias zapotecas.

Entonces, todos ellos, para poder estudiar, trabajar, sanar, defenderse; para poder ser mirados a los ojos, de frente, y seguir caminando camaleónicamente en una nación que de origen, que de entrada, que todavía, los rechaza y excluye, deberán hacer de lado su lengua materna, negarla y sustituirla como puedan por el español, para ellos la lengua del destierro y el desarraigo, más que de la integración.

Y de este modo, la lengua de uno, la lengua de una, la lengua propia, la lengua de Noemí, de Edith, de don Luis, de don Esteban y doña Bertha, se convierte en la lengua del susto, la vergüenza y el olvido. Y no queda más remedio que callarla, que ocultarla, que abandonarla y quedarse así, en la indefensión, sin casa propia, porque la casa del otro no es la casa propia, y la casa propia, aquella resguardada otrora por la lengua propia ya no está o, mejor dicho, quedó vacía, despojada de sus muebles, de sus tarros de flores, de sus estampas, supurando solamente un viejo olor rancio a naftalina.

Y así, nuestras ciudades crecen y se desarrollan y se edifican y se expanden y se yerguen orgullosas, pero en realidad no son más que cementerios de lenguas maternas indígenas, sacrificadas en nombre del progreso y del bien común, como si los sesenta y ocho idiomas prehispánicos originarios contabilizados en el país fueran bonitos, interesantes y dignos de preservarse nomás ahí arriba, en el cerro, entre laureles, pinos y becerros, pero no abajo, en las avenidas, en los parques, en los supermercados, en las escuelas, en los hospitales, en las ventanillas del Metro, en las secretarías… guaridas todas ellas de la supremacía excluyente del fino castellano… ¿Quién hablaba, por cierto, de instituciones sociales humillantes?, ¿y de ciudades hostiles?

Por Alessandra Galimberti
Con información de : La Jornada

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