La vigencia de Melqart
El dios fenicio de la navegación, de la meteorología, de la colonización, Melqart -o Melkart, como se había escrito hasta ahora-, es el mito que, de manera recurrente, regresa para envolver la leyenda más fascinante de cuantas envuelven nuestro pasado. El dios de Tiro adorado en todo el Mediterráneo y, por supuesto, en Gadir, en donde los fenicios erigieron hacia el siglo VIII a C. un templo, como ya saben, al que peregrinaron Aníbal y Julio César. Aquel templo, con toda su extensa leyenda, fue conocido en todo Occidente y estuvo, con toda seguridad, en el entorno de lo que hoy es el castillo de Sancti Petri. Y, gracias a ese templo, nació el asentamiento que da origen a Chiclana: el yacimiento fenicio del Cerro de Castillo. «Es posible que el recinto fortificado y las diferentes dependencias excavadas estén relacionadas con el Heracleión. La magnitud e importancia del templo haría necesaria la existencia en un lugar próximo en tierra firme y al amparo de temporales, [un asentamiento] donde residieran los encargados del templo (sacerdotes, astrónomos, siervos, etc.) así como todos aquellos individuos relacionados con las transacciones comerciales y la vida cotidiana de cualquier comunidad (navegantes, comerciantes, campesinos, etc.)», escribe Juan Cerpa Niño, el arqueólogo que junto a Paloma Bueno Serrano tuvo el privilegio de excavar la historia y, por primera vez, darnos una imagen más nítida de lo que fue la Chiclana fenicia. Cerpa Niño ha acabado de publicar un libro -titulado simplemente «Los fenicios»- en el que describe en su amplitud el «marco geográfico, costumbres y expansión colonial» de aquella metrópolis. Y en el que dedica algunas páginas a Chiclana y su Heracleión o santuario de Hércules, que como los romanos conocieron y preservaron el templo de Melqart.
Hoy Melqart -el templo y su memoria- impregna algunas novedades literarias, certificando, si así lo podemos decir, que sigue estando muy presente en este confín de Occidente aunque las piedras con las que fue construido hayan desaparecido después de que los almorávides lo destruyeran en el siglo XII, como hoy ha destruido el Estado Islámico los templos de Palmira sin ir más lejos, para borrar la memoria y cualquier atisbo de religiones más allá del Corán. La leyenda añade que lo que, realmente, buscaban era el gran tesoro que acompañaba al enterramiento de Hércules, con el que los romanos sustituyeron la devoción a Melqart. Sobre las aguas de Sancti Petri -continúa la leyenda- robó Hércules los bueyes de Gerión, el décimo de los «trabajos» con el que le castigó Euristeo. Y dice la mitología que aquí yace enterrado. He podido leer la novela «Melqart, la herencia de Sancti Petri», escrita por el pacense Manuel Romero Higes, editor también tan enamorado de esta tierra -y residente, además- que incluso ha bautizado su nueva editorial como Herakleión. «La atracción de aquel islote no era comparable a nada que hubiera sentido anteriormente; necesitaba volver allí. Para mí era mucho más que una isla de arena y roca sobre la que se erigía un ruinoso castillo adosado a un faro de haces autómatas. Sus leyendas milenarias habían atrapado mi miga de rastreador marino», escribe el narrador, Diego, recordando cuando era un niño de la Almadraba y junto a su amigo Román, al principio de los años 70, iban al «pie del Castillo» para jugar a ser marinos más allá de Rompetimones. Y, entre baños e inmersiones hayan una de las más hermosas herencias arqueológicas de Sancti Petri: la estatuilla en bronce del dios Melqart, hoy una de las piezas más reconocidas del Museo de Cádiz.
La búsqueda del templo de Melkart -del Heracleión, o del santuario de Hércules, devoción que dicho sea de paso el catolicismo heredó con San Pedro- es también un mito que la literatura ha reiterado. Hay ya unas cuantas novelas con ese argumento, aunque recuerdo una escrita hace años por Gonzalo Millán del Pozo, titulada llanamente «El templo de Melkart», que contenía ciertos tonos de realismo, no porque en ella se hallaba y exploraba el suntuoso templo sumergido en las aguas del caño de Sancti Petri -que en la novela es lo que sucede-, sino por la constante presencia de furtivos buscadores de tesoros y el tráfico ilegal de piezas arqueológicas que han asolado la memoria. Pero quizás, y es una lectura reciente, la que más me ha gustado es «El cadáver en la Bahía de Cádiz», una novela policíaca firmada por David Serafín -seudónimo del hispanista Ian Michael- a principio de los años 80, dentro de la magnífica serie que dedicó al comisario Bernal. La novela la ha reeditado la editorial Berenice y ahora es cuando la he leído. Muy rigurosa en cuanto a su definición como novela negra, contiene dos «casos» paralelos investigados por Bernal, uno dentro de una compleja operación contra la seguridad nacional incitada por Marruecos y, otro, vinculado a la huida de militares golpistas encarcelados en Cádiz. Lo que nos interesa es que Chiclana está muy presente en el relato y, aún más, Sancti Petri, en donde los buzos de la Marina encuentran la antesala del templo de Melqart a través de uno de los pozos de agua dulce del castillo. Ficción, por supuesto. Y leyenda. Pero nuestra.
Juan Carlos Rodríguez
Con información de:Diario de Cádiz
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