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Carlos Cano, un español árabe de Granada

Así reflejó el escritor canario J. J. Armas Marcelo el dolor por la muerte de Carlos Cano en la Tercera de ABC, el 20 de diciembre de 2000.

Carlos Cano - Conchitina
Carlos Cano – Conchitina

Cuando calla el cantor, muere la vida. Carlos Cano era el cantor de la vida, el color de la vida de un tiempo y un país que conseguimos poco a poco cambiar entre todos. Era un cantor que llevaba la ideología del mestizaje a la lírica de su poesía, como Amin Maalouf, con el que se encontró en el último trecho de esa misma vida, lo lleva a sus novelas y criterios ideológicos. Era Carlos Cano -y lo es ya para siempre- un ejemplo de ese mestizaje sin fronteras que detestaba a los nacionalistas profesionales; era un musulmán europeo, un español árabe de Granada con sangres gitanas y de las otras, sin que en él se trabara otra estrategia vital más que la generosidad y el color de la vida más libre del mundo.

La última vez que lo vi sobre un escenario fue en La Habana, en los días del noviembre del año pasado, prolegómenos de la Cumbre Iberoamericana. Desde hacía rato se le había metido en la cabeza que el «Testamento del pez», el gran poema de Gastón Baquero, merecía que se le rindiera el homenaje de la música. Se le metió en la cabeza, días antes de ese vuelo a La Habana, que la Ciudad de las Columnas tenía que ser el lugar exacto para estrenar las primeras estrofas del «Testamento…» de Baquero con su música. Cinco horas de ese viaje fue cabalgando Carlos Cano sobre un tigre, cantando en el avión, mientras con la atención del maestro Benjamín Torrijo le daba la cuerda del piano. Yo los observaba a los dos, ensimismados en la música y en las estrofas de Baquero, con destino a La Habana y a diez mil metros de altura, y recordaba los días dramáticos que Carlos Cano había sufrido cuando el primer golpe del alma casi se lo lleva de la vida. «¿Pain?, ¿Well?»: estas dos palabras fueron las primeras que Carlos Cano escuchó cuando resucitó de la muerte en Nueva York. Todavía bajo los efectos de la anestesia, Carlos Cano sentía que quien le hablaba era una milenaria y altísima princesa massai vestida de blanco que era, en realidad, su ángel de la guarda. Era encima, en la realidad evidente, una enfermera del Monte Sinaí, en una de cuyas camas el cantor comenzó a componer sus coplas de Nueva York en agradecimiento a esa generosidad de la vida que llamamos suerte.

Asistí a muchos de los recitales de mi amigo el cantor de la vida y tengo escrito en un montón de lugares que lo hacía no sólo por amistad, sino por la pasión sentimental que Carlos Cano despertaba en mis propios sentidos cuando lo escuchaba cantar de cerca. Una de esas culminaciones de su clasicidad contemporánea se la escuché -y la vi de lejos, a unos metros, entre los árboles- en una radiante madrugada, justo al amanecer, en los Jardines del Generalife, en Granada. La voz del cantor de la vida atronó el silencio mágico del lugar arábigo-andaluz con una sacralidad intemporal. Fue entonces el canto del muecín un instante único, supremo, que todavía escucho en mi interior cada vez que viajo a territorios, lugares y ciudades donde la religión musulmana campa libremente, sin los atascos terribles del fundamentalismo, por los caminos abiertos de la memoria y la espiritualidad.

Fue un hallazgo escuchar en el Generalife, bajo la mirada siempre inquietante de la Alhambra, la voz musulmana de Carlos Cano, el mestizo para quien el canto de la vida reposaba en los inmensos y abiertos ámbitos de la libertad. Por eso, siempre lo recordaré, escuché a Carlos Cano, de repente, casi sin querer, en una lejana madrugada de Agra, India, sin que la luz hubiera aparecido todavía del todo en el horizonte del día, camino Saso Blanco y yo del Taj Mahal, «una lágrima en la mejilla del tiempo», según Tagore.

Otra vez, en el Monumental de Madrid, al final de uno de sus recitales hace ya bastantes años, me encontré en las puertas del camerino de Carlos Cano a Baltasar Garzón, que venía -como yo- a darle un abrazo de felicitación al amigo. Lo saludé bajo los efectos emocionales de la voz del cantor, le pregunté cómo estaba y el juez, muy preocupado y con cara muy seria, me dijo: «Cerros, tengo cerros de información de todos estos». Hablaba, allí mismo, casi confidencialmente, de la guerra sucia del Ministerio del Interior de aquella época. Y otra vez, en casa de los Martín Prieto, en una fiesta que se trasladó en el tiempo hasta las mismísimas horas de la madrugada, con Jerónimo Saavedra y Vargas Llosa entre otros amigos testigos, Carlos Cano cantó a capela «María la portuguesa» y «La Habana es Cádiz con más negritos». Y, después del aplauso, pidió una guitarra, como si fuera un trago que calma la sed de quien acaba de cumplir un compromiso consigo mismo y ha quedado en paz con sus pasiones. El tipo -excepcionalera así: dado, entregado a la vida, caminante, mestizo, generoso, cantor, coplero sin complejos.

Claro que todas esas cosas, y muchas más, lo llevaban una y otra vez al destino de un lento suicidio. «Soy así y no puedo evitarlo», nos decía Carlos Cano cuando algunos amigos le reprochábamos su descuido. «Ya iré otro día», contestaba cuando se le recordaba que había que ir a Nueva York a que Valentín Fuster volviera a verle el alma al cantor. Era así. Estaba en Guadalajara, México, entre libros y trifulcas latinoamericanas, cuando me llegó la noticia de la segunda muerte del cantor y amigo.

La angustia que se apoderó de mis recuerdos en esos momentos fue un sudor frío que recorría mi memoria con la insolencia del desprecio por todo lo que pensamos de la vida. El cantor otra vez con el corazón abierto, como aquella vez que Eduardo Úrculo llamó a Valentín Fuster a Nueva York para que el brujo del corazón le devolviera la vida. Otra vez un aviso -esta ya peor: no hay dos sin tres, dicen los cardiólogos al corazón del cantor. En vano intenté hablar con Antonio Peña, con algún familiar del cantor, con algún amigo cercano del amigo cercano.

Tuve que esperar al regreso para saber de su milagrosa mejoría. Pero, mientras tanto, en las tierras de Jalisco, recordaba el color de la vida, el canto del muecín, María la portuguesa, las coplas de Carlos Cano, el diván de Tamarit y Lorca en la voz del cantor que yacía en tierra, respirando moribundo a los pies de la Alhambra y del Generalife, los tatuajes árabes de su Granada eterna. Recordé en Jalisco, mientras la noche caía sobre Guadalajara y yo caminaba solo desde el Hilton por la Avenida López Mateos arriba, cada uno de los recitales en los que estuve con Carlos Cano, desde el Monumental a Barcelona, desde Sevilla a Granada, desde Las Palmas de Gran Canaria -en el «Alfredo Kraus»– hasta La Habana, la noche en que el cantor quiso recitar con su música el «Testamento del pez» de Gastón Baquero.

«Yo te amo, ciudad, / aunque sólo escucho de ti el lejano rumor, / aunque soy en tu olvido una isla invisible, / porque resuenas y tiemblas y me olvidas, / yo te amo, ciudad. / Yo te amo, ciudad, cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza / amenazando disolverte el rostro numeroso, / cuando hasta el silente cristal en que resido / las estrellas arrojan su esperanza, / cuándo sé que padeces, / cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos, / cuando mi piel te arde en la memoria, / cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces, / yo te amo, ciudad».

Cantó el cantor de la vida estas estrofas, el principio del poema de Baquero, en un teatro de La Habana, noviembre de 1999. Todos aplaudimos. Los jóvenes cubanos no supieron para quién iba aquel homenaje de Carlos Cano. Los viejos zorros, maestros de la supervivencia en tiempos de miseria moral, también aplaudieron al cantor sin «reconocer» el fondo de la voz, sin querer ver en el fondo la síntesis de la voz de Baquero y Carlos Cano. Granada y La Habana por encima del tiempo. Pero hoy ya es otra tristeza, porque cuando calla el cantor, calla la vida, se vuelven color sepia los recuerdos y queda, entre el vacío, el gesto del cantor mestizo, libre al fin de tantas ataduras.

Por J. J. Armas Marcelo
Con información de ABC

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