Yo también me quiero ir de esta España
Yo, como Trueba, jamás me he sentido español más de cinco minutos en toda mi vida. Y eso a pesar de que soy andaluz y que, en teoría, lo tendría mucho más fácil. No podemos obviar que, desde el punto de vista meramente simbólico, la identidad española está basada claramente en elementos de la cultura andaluza.
La música culta andaluza no se puede estudiar en mi país, hay que ir a los conservatorios del norte de África para hacerlo. El atraso histórico y la estructura de la tenencia de la tierra en el medio rural, el latifundismo, hunde sus raíces en la conquista castellana y cristiana de Al Andalus. Podría poner miles de ejemplos de ello. Durante el franquismo Andalucía fue desangrada mientras las inversiones del estado se dirigían a lo que hoy son comunidades ricas y les proporcionamos mano de obra barata para construir su prosperidad.
Cuando oigo a descendientes de las decenas de miles de moriscos decir que son andaluces, que se sienten orgullosos de serlo, confieso que se me pone la piel de gallina. Cuando un artesano del norte de Marruecos me asegura que los patrones con los que trabaja los heredó de generación en generación de un antepasado granadino, he de reconocer que me emociono y me enervo a partes iguales.
Andalucía ha sido saqueada por España y, en cierto modo, sigue padeciendo el latrocinio. No hablo de la deuda histórica que se inventó la clase política para saldar cuentas de transferencias autonómicas económicamente mal dotadas. Hablo de agravios históricos com mayúsculas, de la demolición cultural e identitaria de un pueblo, de lagunas históricas de 800 años que los constructores de la identidad española han borrado del todo o presentan como ajenas sólo porque la manera de nombrar al dios de la religión mayoritaria era diferente del actual. Y ello, a pesar de que la cultura andalusí produjo muchos de los años más brillantes y relevantes del pasado de la Península Ibérica. El faro civilizatorio, el guardián de las esencias de la Roma y Grecia clásicas.
Muchas de las grandes revelaciones personales vienen por detalles de lo más prosaicos e insignificantes. Mi casa andaluza está cubierta por viejas tejas curvas de barro reutilizadas, del tipo que se suele llamar como teja árabe. Cuando me refería a ellas por ese nombre en Marruecos, mi interlocutor me dijo, «no, no es teja árabe, ¿por qué no la llamas por su nombre?, se llama teja andaluza». En ese momento lo vi claro, lo andalusí han querido que nos sea ajeno, se nos ha vendido que no es nuestro, que fue un paréntesis protagonizado por invasores malosos que ya se fueron, que los echamos a patadas. Nada más lejos de la realidad. Luego se quejan de que los yihadistas digan que quieren reconquistar Al Andalus, los discursos radicales siempre se han retroalimentado. Sin la falsa épica de la invasión árabe no existiría la falsa épica de la reconquista cristiana. Pero ese es otro tema.
No cabe duda de que existe una importante relación entre historia e identidad. Sin un conocimiento pleno de la primera, es muy difícil que la identidad de un pueblo pueda florecer. El problema de Andalucía para los padres fundadores de España es que fue musulmana durante mucho tiempo y, como la cristiandad era uno de los pilares sobre los que se asentó la construcción de la identidad nacional, hubo que demoler lo que se pudo de Al Andalus.
Sí, España nos ha robado y nos roba, pero no solamente dinero, que hablar de eso es de mal gusto, España nos ha robado capital humano y la capacidad de tener una identidad como pueblo. Por eso no puedo sentirme a gusto en esta España que tanto nos debe y tan poco nos da. Y por eso, también entiendo que muchas otras personas no se sientan a gusto formando parte de este tinglado. ¿Quién va a querer estar representado por un presidente que nos avergüenza cada vez que abre la boca? ¿quién va a querer estar gobernado por un partido corrupto hasta la médula? ¿quién puede admitir un sistema que le roba el dinero a los pobres trabajadores para dárselo a los ricos banqueros? Yo tampoco quiero estar en esta España de pícaros y pandereta.
Dentro de unos pocos días se celebrarán en Catalunya unas elecciones autonómicas convertidas en un referéndum sobre la pertenencia o no al estado español. Como demócrata convencido, no puedo negarme a ningún pronunciamiento popular. Como activista, reconozco que las leyes van siempre por detrás del sentir popular y que la desobediencia civil es una herramienta legítima de evolución. Como internacionalista, no me gustan las fronteras y menos las que se construyen para preservar una situación de privilegio. Se positivamente que muchos se han cubierto con la estelada para tapar sus vergüenzas como gestores, su apoyo a los poderosos, sus recortes sociales, su corrupción, pero también que buena parte de la sociedad catalana, una que no se puede dejar de escuchar con capacidad de empatía, ha comprado el discurso independentista y lo ha interiorizado de tal manera, que seguir practicando desde el otro lado la jugada del avestruz, sólo agravará el problema y propiciará salidas y rupturas unilaterales indeseables.
A partir del 27 de septiembre, si queda alguna persona con categoría de estadista en este desgobierno del PP, es necesario sentarse a definir un nuevo marco de estado plurinacional confederal que reconozca y respete la diversidad existente, superando las limitaciones de la constitución postfranquista y que de salida a las aspiraciones identitarias de todos los pueblos que componen la actual España, imposibilitando para siempre las tentaciones recentralizadoras de los nacionalistas españoles y sus permanentes tendencias involucionistas. La nueva Carta Magna debe reconocer el derecho de autodeterminación de todas las naciones del estado y arbitrar, a la europea, mecanismos de homogeneización y armonización interna.
Parlant s’entén la gent. Es el momento de utilizar la crisis entre las fuerzas centrifugas y centrípetas para establecer un nuevo punto de equilibrio que pueda durar varias décadas hasta que todos y todas nos demos un nuevo marco adaptable a los tiempos que corran. Pretender que juguemos hoy con reglas del milenio pasado es poco menos que tensionar la cuerda hasta que pueda quedar rota para siempre. Es posible sacar algo positivo de la tensión generada en estos años. La pregunta del millón es si hay vida inteligente en Moncloa o en el palacio de la Generalitat…
Por Juan Luís González Pérez
Con información de Tercera Información
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