Mujeres de Palestina
Rāmallāh , noviembre de 2000.
Creo que nadie se dio cuenta de donde salió aquella mujer porque todos manteníamos la vista fija, obsesivamente fija, en los tres cuerpos tendidos en la calle, tan próximos e inalcanzables como próxima e inalcanzable era su muerte aplazada.
La mujer surgió, de pronto, caminando por el centro de la calzada directamente hacia los soldados, o más exactamente hacia la barrera que formaban los vehículos militares desde donde disparaban los soldados. Y creo que se hizo un silencio, al menos yo lo recuerdo así, un larguísimo momento de silencio, mientras la veíamos avanzar mirando al frente, como si el tiempo se hubiera detenido y no hubiera nadie más en el mundo excepto aquella mujer, sola, caminando hacia las balas.
Todo había empezado de la forma habitual, casi como un ritual inevitable. En la avenida que va desde el centro de la ciudad hacia la Mukata había neumáticos ardiendo a modo de barricadas, los vehículos del ejército israelí estaban a unos cien metros, cerrando el paso; nada especial, nada digno de ocupar un titular de prensa, tan sólo el cotidiano sinvivir de la ocupación. Había grupos de jóvenes parapetados en las esquinas de las bocacalles y tras las vallas de los jardines, hay muchas casas con jardín en esa zona, otros adosaban su cuerpo a los muros de los edificios como si quisieran fundirse en ellos y borrar su silueta del punto de mira del fusil del tirador. Eran los momentos del «va a pasar algo», en la escena como se piensa, se musita o se dice: parece que va a llover. Y al poco llueve.
Hubo los primeros saltos de jóvenes, con el brazo en alto haciendo ondear la piedra, hasta el centro de la avenida; después los botes de gas, el humo velando la escena, las toses, el griterío, las carreras… y los primeros disparos y los primeros heridos. Ese día quedaron tres chicos tendidos boca arriba en medio de la calle, uno parecía muerto, su cabeza pendía hacia un lado en un giro imposible como de muñeco roto, los otros dos se movían o más bien trataban de moverse, porque en cuanto uno de ellos intentaba arrastrar su cuerpo buscando el amparo de un socavón, un promontorio, un poste de la luz, una caja de cartón, cualquier elevación o hendidura que crease la ilusión de un refugio, arreciaban los disparos.
Eran, recuerdo haberlo pensado, como insectos que una mano indiferente hubiera inmovilizado, condenándolos a agitar sus patitas al aire inútilmente.
Cada vez que la ambulancia, que había llegado al poco de empezar el tiroteo, trataba de acercarse a los heridos, una descarga cerrada de disparos la hacía volver atrás. En la atroz normalidad de la ocupación, aquella escena no tenía nada de extraordinario: disparar a las ambulancias, impedir la recogida de los heridos, son prácticas «ordinarias» del ejército israelí en los territorios ocupados.
Pero lo extraordinario, en otra acepción de la palabra extraordinario, sucede a veces, discretamente, casi diría que humildemente. Como sucedió ese día.
La mujer llevaba un abrigo de paño hasta media pierna y un bolso de cuero marrón colgando del brazo, aparentaba unos cincuenta años, tenía el aspecto de un ama de casa, urbana y de clase media. Caminaba erguida, sin mirar a los lados ni al suelo, y en ningún momento temimos que pudiera tropezar o tambalearse, como si un hilo invisible tirase de ella hacia delante.
Cuando llegó a la altura de los heridos, los soldados dispararon de nuevo, el impacto de los proyectiles en el asfalto levantó un polvillo gris en torno a sus piernas, pero la mujer no se inmutó, no hizo ningún gesto, ningún movimiento involuntario para protegerse sacudió su figura, ni siquiera se paró a mirar los cuerpos tendidos, siguió andando hasta rebasarlos, dio unos pasos más y, de pronto, se detuvo, abrió los brazos, y se plantó allí en medio, con los brazos en cruz y el bolso colgando.
No sé cuanto tiempo duró aquello: cinco minutos, diez… sé que duró una eternidad. Hasta que llegó la ambulancia y se llevó a los chicos. Y los soldados esta vez no dispararon.
Por Teresa Aranguren
Mundubat
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