Las ventajas de no leer a Paulo Coelho
No me gusta ser drástico en mis juicios sobre la literatura de los demás, pero a veces no tengo más remedio. Como sé el esfuerzo que representa escribir una obra literaria, incluso una no demasiado buena, las horas invertidas en cada página, incluso en las peores, y lo fácil que, en cambio, le resulta al crítico cargarse la obra en cuestión en unas pocas líneas; como me consta que en el currículum de todo crítico literario hay tantos errores como aciertos, lo que no impide que la mayoría sigan afilando sus cuchillos y envenenando sus puntas cada vez que abren el ordenador –excepto cuando se trata de comentar la obra de un amigo, único momento del año en que el crítico militante se pone un disfraz de borreguito– ; como intento no pasar por alto estas cosas cada vez que preparo el comentario de un autor y de su obra, mi política es tratar de huir de los juicios categóricos, tanto en mis alabanzas como en mis objeciones a las obras que comento; algo que no siempre logro, como se verá a continuación.
En el caso de los libros de Paulo Coelho, mal redactados y peor estructurados, llenos de banalidades que pasan por genialidades, superficiales y anodinos, hay que empezar reconociendo que se venden como churros, para a continuación matizar que este dato meramente estadístico, lejos de demostrar las bondades de una obra mediocre escrita desde la vanidad de quien está convencido de haber encontrado respuestas definitivas a los interrogantes del ser humano, me parece, en todo caso, un argumento de peso para contradecir a las campañas institucionales para el fomento de la lectura. Si algo evidencian las ventas millonarias de los libros del brasileño es que aún está por demostrar que leer siempre sea bueno. Seré categórico: no leer es mejor que leer a Paulo Coelho.
cc Es posible que los empíricos no estén muy de acuerdo con esta aseveración y tal vez argumenten que a esa conclusión debe llegar cada lector tras la experiencia de leer a Paulo Coelho. No seré yo quien les niegue el derecho a salir ahora mismo de casa, acercarse a cualquier librería, adquirir todos los libros del brasileño y enfrascarse durante horas en su lectura.
Cada cual es muy libre de perder el tiempo como prefiera. Hay quien colecciona sellos y quien construye maquetas de edificios con palillos. Si tales actividades les sirven para tranquilizarse y dormir mejor, bienvenidas sean. Yo tan sólo afirmo que si usted es de los que creen haber entendido mejor a sus semejantes tras leer Ana Karenina de Tolstoi, si usted pertenece al grupo de quienes encuentran algo nuevo cada vez que leen La tierra baldía o Cuatro cuartetos de Eliot, si le gusta perderse en los laberintos verbales de Proust o en los acertijos de Borges, si ha aprendido a admirar sin prejuicios y por igual la prosa con boina de Josep Pla y la prosa con sombrero de copa de Henry James, si a usted, en definitiva, le gusta decididamente la buena literatura, haría mucho mejor volviendo a releer cualquier obra de Shakespeare que pasando la tarde con las trivialidades de Paulo Coelho.
El primer libro de Paulo Coelho, El alquimista, fue rechazado hace casi una década por todas las editoriales a las que lo presentó. En ese primer libro desarrolló plenamente la fórmula que luego le llevaría al éxito: una especie de guía espiritual de auto-ayuda trufada de elementos esotéricos tomados sin ningún criterio de las más diversas tradiciones, desde la céltica a la hindú, y presentados en su forma más superficial y comestible a través de una vaga estructura narrativa, mal trabada y a ratos incoherente, pero llena de giros y sorpresas efectistas. Ante el rechazo de las editoriales comerciales, Paulo Coelho decidió editar y distribuir él mismo su libro.
Esta forma precaria de llegar al público empezó a generar una leyenda en torno a él, hasta convertirlo casi en un libro de culto, primero en Brasil y luego, tras traducirlo el propio autor al español, en el resto de Sudamérica. El esoterismo de sus propuestas conectó enseguida con la larga tradición de la espiritualidad paralela al catolicismo oficial, que lleva siglos floreciendo en toda Latinoamérica.
Por otra parte, al tratarse de un autor lo suficientemente persuasivo como para convencer a sus incautos lectores de que había encontrado el secreto de la felicidad y que, cual nuevo profeta, no pretendía más que difundir su verdad por el mundo,
El alquimista no tardó en convertirse en un libro tan vendido que acabó por despertar el interés de las grandes empresas editoriales, antes tan reacias. La traducción española fue contratada por Planeta en 1997 y las reediciones en nuestro país se sucedieron a un ritmo vertiginoso. Lo mismo ocurrió en otros países europeos, lo cual, más que subrayar las bondades del libro, manifiesta lo desdichados e insatisfechos que nos sentimos, lo mucho que desconfiamos de las respuestas de nuestras religiones oficiales –o la facilidad con que confundimos esas respuestas con las del esoterismo– y el éxito que tiene cualquier listillo que ponga a la venta una fórmula para ser felices. Se trataría de un fenómeno equiparable a la proliferación en todas las ciudades europeas de esas librerías esotéricas, llenas de volúmenes de pretendida filosofía budista, de libros de astrología y barajas de tarot, que desmentiría la impronta que, según los manuales de filosofía, dejó en la mentalidad occidental la razón ilustrada del siglo XVIII.
Los demás libros de Paulo Coelho repitieron la fórmula y siguieron exprimiendo el filón abierto por El alquimista. Centrándose en las dudas espirituales que nos acucian, como la muerte, la eutanasia, etc., los nuevos títulos de Paulo Coelho han aparecido al ritmo de uno por año: Verónika decide morir, El demonio y la señora Prym, etc. En ellos no hay conceptos nuevos, todo puede rastrearse en otras tradiciones anteriores: la filosofía griega, los moralistas latinos, como Marco Aurelio, los libros de los primeros padres de la Iglesia, San Agustín, los textos sagrados orientales, etc., textos y autores muy diferentes de los que el brasileño toma lo que necesita y obvia lo demás, para elaborar una ensalada aliñada con condimentos esotéricos de lo más variopinto, y que, al parecer, alimenta la sed de sus lectores. Como no se dirige a un lector culto que conozca a San Agustín, a Marco Aurelio, a Platón –si es que aún existe un lector así entre nosotros–, Paulo Coelho elabora sus obras con un estilo lo más sencillo posible, en una lengua coloquial que no admite los matices, las sutilezas de pensamiento, la profundidad, en definitiva, de sus modelos. Paulo Coelho ha confundido “hablar al hombre de la calle” con “hablarle como a un niño no demasiado espabilado”. No sé si esa confusión es el secreto de su éxito. Pero en ella radica, sin duda, la causa de su absoluta superficialidad.
Por Jorge Martí
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