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AL-ANDALUS, EL FARO QUE ALUMBRÓ LA EDAD MEDIA – Manuel Marques

 

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Durante la Alta Edad Media, Al-Andalus se convirtió en uno de los emporios científicos más importantes del mundo.

Este hecho queda ejemplificado por la existencia de la inmensa biblioteca del califa Al-Hakam II, hijo menor del gran Abd-al-Rahmán III; esta biblioteca, que hubiera podido rivalizar con la de Alejandría en su época de esplendor, constaba de cerca de 400.000 volúmenes y un índice de clasificación compuesto por 44 cuadernos de 50 folios cada uno.

Trabajaban al servicio de la biblioteca un equipo de copistas, traductores, ilustradores y encuadernadores, más numeroso que el de todos los monasterios de monjes copistas de Europa juntos.

La labor de los científicos hispanoárabes se llevó a cabo en dos sentidos: por un lado rescataron parte de antiguos conocimientos de egipcios, hebreos, babilonios, persas, griegos y romanos, a la vez que importaron desde el lejano Oriente los descubrimientos más avanzados de su época, los cuales provenían sobre todo de China y de la India; por otro lado, ellos mismos realizaron sus propios descubrimientos.

Así fue como a través de los árabes llegaron a la Europa medieval -vía Al-Andalus- el álgebra, el ajedrez, la brújula, la pólvora, el jabón, el alcohol, el papel… y muchos otros conocimientos e inventos, a los que hemos de añadir todos aquellos que ya existían con anterioridad, pero que ellos mejoraron.

Fueron numerosas las ramas de la ciencia en las que los sabios de Al-Andalus dejaron su impronta: las matemáticas, la astronomía, la ingeniería, la navegación, la medicina, la alimentación, la botánica, la agricultura, la arquitectura… e incluso la cosmética.

Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que lo que se produjo en la España musulmana fue un auténtico renacimiento de las ciencias y las artes, en contraste con el casi total rechazo y abandono del que éstas eran objeto en el resto de Occidente.

Ahora vamos a desglosar todo este compendio, enumerando a los científicos más importantes, sus descubrimientos y los hitos más destacables de sus obras.

Comencemos por las matemáticas puras, y dentro de éstas, por lo más básico: el sistema de numeración.

Anteriormente se utilizaban los números romanos, pero representar cantidades grandes con ellos, y no digamos realizar operaciones de suma, resta, multiplicación o división, resultaba tremendamente engorroso.

El sistema de numeración que utilizamos hoy en día es el mismo que utilizaban los árabes, aunque la grafía de los números ha cambiado un poco, pero es muchísimo más práctico que el romano.

Aunque fue gracias a los árabes que lo conocemos, su origen es hindú.

Sin embargo, no se limitaron a recoger el conocimiento ajeno, sino que además lo hicieron evolucionar; ellos utilizaron el cero como un dígito más, colocándolo en todas las posiciones posibles entre los demás números, para poder expresar cualquier cantidad de la manera más simple posible, lo cual significó una importantísima evolución en las matemáticas.

Muhammad ibn Musa Al Jwärizmï, gran matemático de finales del siglo VIII, escribió una obra al respecto, titulada Kitab-al-Jabr, un tratado completo de álgebra que incluye ecuaciones e integrales entre otras operaciones; la mencionada palabra «álgebra» deriva de al-Jabr.

Además de todo esto, Al Kwharizmi se sirvió de la regla de tres y formuló el método para extraer raíces cuadradas y cúbicas, por lo que  puede considerarse que su trabajo está a la altura de matemáticos posteriores tan importantes como Leibniz o Gauss.

También conocemos gracias al cadí o gobernador de Jaén, Ibrahim Ibn Muda, el primer tratado de trigonometría esférica registrado en la historia de España, titulado Kitab Mayhulat kisi al-kura (Libro de las incógnitas del arco y de la esfera),  fue escrito hacia finales del siglo XI.

Esta obra, de carácter práctico, consta de dos partes: la primera expone la teoría, mientras que la segunda pone a prueba los conocimientos del estudioso mediante problemas cuya solución se encuentra en los postulados teóricos de la primera parte.

La astronomía fue una de las ciencias en la que más despuntaron los sabios de Al-Andalus, porque en sus investigaciones avanzaron hasta un nivel comparable al que alcanzaron algunos de los astrónomos del Renacimiento.

Uno de los más destacados fue Yahya-al-Gazal, embajador de profesión, al servicio del califa Abd-al-Rahmán II durante la segunda mitad del siglo IX, y astrónomo en su tiempo libre, que no debió ser mucho, pese a lo cual consiguió rescatar las tablas astronómicas del persa al-Juwarizmi, mucho más prácticas y exactas que las que habían usado hasta entonces.

Este matemático y astrónomo había compilado la sabiduría astronómica de la India, pero escribió otras obras que fueron también conocidas en Al-Andalus.

A él se debe el nacimiento de la ciencia del álgebra o «complementación».

Posteriormente surge en el panorama científico hispanoárabe uno de esos genios que hacen historia; se trata de Azarquiel, que vivió entre 1029 y 1100.

Trabajó en primer lugar al servicio de Al-Mamún, emir de Toledo, desarrollando astrolabios de diseño plano, con los que se podían realizar cálculos más precisos, y gracias a eso pudo construir un planisferio celeste.

Algún tiempo después construyó otro aparato, al que llamó «ecuatorio», en el que se mostraban los distintos planetas del sistema solar conocidos entonces, así como sus órbitas alrededor del Sol; en él quedaba reflejada la trayectoria elíptica de Mercurio, lo que ya indicaba que sus investigaciones iban en la dirección adecuada, como confirmarían las observaciones en los siglos venideros.

Otro de sus inventos consistió en un reloj de clepsidra, o sea, que funcionaba con agua, y que indicaba tanto las horas del día como las de la noche, e incluso las fases de la Luna; todo ello con un margen de error muy pequeño.

También dejó a la posteridad -además de numerosas tablas astronómicas, en las que describía las órbitas del Sol, los planetas y la Luna, tomando como referencia el meridiano de Toledo-, el compendio de las observaciones que realizó a lo largo de 25 años de los movimientos del Sol respecto de las estrellas, obra a la que llamó Suma de los movimientos del Sol.

La práctica totalidad de sus trabajos se recopilaron diligentemente, quedando recogidos en Los libros del Saber de Astronomía, publicados por orden del rey Alfonso X el Sabio.

Pero con anterioridad a este hecho, Maslama Al-Mayriti, oriundo de Magerit (Madrid), que vivió a finales del siglo X, había adaptado las tablas astronómicas de Al-Jwarizmi al meridiano de Córdoba y a la Hégira, o año cero de la era musulmana (627 de la era cristiana).

También tradujo El Planisferio de Ptolomeo, y escribió un tratado sobre la construcción de esferas armilares, también llamadas astrolabios, que se utilizaban para mediciones astronómicas.

Abd-al-Rahmán Al-Sufí realizó un catálogo estelar, inspirándose en el Almagesto de Ptolomeo, cuya precisión ha posibilitado su uso incluso hoy en día.

Finalmente, podemos citar a Alpetragius, sobrenombre latino de un astrónomo de Córdoba, de nombre desconocido, que rompe una lanza a favor de un modelo de sistema solar heliocéntrico, es decir, que el Sol ocupa el centro del sistema, cuestión que, por otra parte, no será planteada por los astrónomos europeos hasta el Renacimiento.

Y si fueron maestros trabajando en el campo de la teoría, no se quedaron atrás en las aplicaciones prácticas, como demuestran sus obras de ingeniería aplicadas a la arquitectura y a la agricultura.

Siendo Córdoba capital del Califato Independiente en el siglo IX -cuando las que en un futuro habrían de ser grandes capitales de Europa no eran más que pobres aldeas-, ya contaba esta gran metrópoli, la mayor de todo Occidente, con alumbrado público a base de antorchas en gran parte de sus calles y plazas.

También contaban en algunas casas con un ingenioso sistema de aire acondicionado, consistente en hacer circular aire a través de unos conductos forrados con fieltro, el cual se humedecía gracias a un constante goteo de agua perfumada, y de esa manera refrigeraba toda la casa.

Por otra parte, el monumento más conocido de Al-Andalus, la Alhambra de Granada, guarda un secreto muy práctico, y es que está orientada según los vientos dominantes de Sierra Nevada a lo largo de cada estación; lo que se pretendía era resguardarla del viento en invierno, para que se mantuviese caldeada, pero exponerla en verano para que se mantuviese fresca.

Pero fueron sus aplicaciones agrícolas las que más admiración nos causan hoy: importaron la noria desde el Oriente Medio, e implantaron en los campos del levante los ingeniosos sistemas de regadío que tanto éxito habían cosechado en Babilonia y que aún hoy en día siguen en uso, e incluso ha llegado hasta nosotros un Tratado de Agricultura, obra de Ben Wafid, que fue utilizada por Campomanes, ministro del ilustrado Carlos III, para explotar más eficazmente las fincas agrícolas.

Sin embargo, y no contentos con eso, trajeron desde Oriente numerosos cultivos desconocidos hasta entonces, como el arroz, el azúcar, el limonero, las berenjenas, las alcachofas o las espinacas.

Pero es sin duda la medicina, por delante incluso de la astronomía, la rama de la ciencia en la que más trabajaron los hispanoárabes, y en la que más éxitos obtuvieron, porque como afirma un hadith, o sentencia coránica: «la medicina es la salvación del cuerpo», colocándola a la altura de una ciencia independiente, y siendo los médicos tan bien considerados y respetados como los sacerdotes, los jueces o los oficiales del ejército.

La medicina era una ciencia al servicio de todos los ciudadanos y residentes, y no sólo de los acaudalados que se podían permitir un médico particular; los hospitales y los medicamentos eran gratuitos y siempre estaban atendidos por personal especializado, incluso para tratar las enfermedades mentales,  que en Europa se consideraron simplemente como posesiones demoníacas hasta bien entrado el siglo XIX, pudiéndose encontrar al menos uno en cada ciudad que pudiera considerarse como tal.

Como se ha mencionado, varias fueron las culturas que aportaron sus conocimientos a la medicina árabe.

Así, estudiaron al griego Hipócrates, considerado el padre de la medicina, al romano Galeno y también a las obras dejadas a la posteridad por hebreos, egipcios, babilonios y persas.

No dejaron de lado las soluciones de la medicina hindú y china, consideradas las más avanzadas de la época.

Conocían los diferentes órganos del cuerpo humano, su función y su situación dentro de éste; también sabían de la circulación de la sangre, diferenciando entre la arterial y la venosa, así como el esquema básico del sistema nervioso.

Sus conocimientos del sistema óseo les permitían tratar con éxito las fracturas más comunes.

Tropezaron, sin embargo con un obstáculo importante: la ley coránica prohibía expresamente diseccionar cadáveres, pese a lo cual, sus conocimientos anatómicos eran muy avanzados para su tiempo.

Sus técnicas eran muy variadas y proporcionaban un abanico de soluciones muy completo: practicaban la cirugía, incluida la ocular, trataban las fracturas, luxaciones, lesiones de músculos, tendones y articulaciones, a base de masajes y fármacos; tomaron de los chinos el uso del opio como analgésico, y asimismo se sirvieron del alcohol como antiséptico.

A principios del siglo XI, Abúl Qasim al-Zahrami, médico de Córdoba, publica una enciclopedia que reúne todo el saber de la medicina de Al-Andalus en todas sus ramas, incluyendo la más desarrollada, la oftalmología; no es una simple recopilación de datos, sino que también contiene una parte de ética profesional que ha de ser observada rigurosamente por quienes ejercen la medicina. 

Pero ésta es sólo una de las numerosas obras escritas entonces sobre medicina, pues también pueden citarse el Kitab al-Taysir o Libro que facilita el tratamiento, de Avenzoar o el Kulliyat fi´l-tibb, o Libro general de medicina, entre otros.

Al contrario que en la Europa cristiana, en Al-Andalus, al igual que en el resto del mundo islámico de la época, había un conocimiento amplio y bastante profundo para aquel entonces sobre la geografía del mundo conocido.

En este sentido destacan los trabajos de Abú Obeid al-Bakrí, autor del Libro de los reinos y los caminos, y Abú Abbás Ahmed ben Umar, quien escribió El Jardín de las maravillas del Mundo y Los caminos del Orbe.

Hoy sabemos que los navegantes hispanoárabes ya disponían de embarcaciones con vela latina para poder navegar contra el viento, conocían las corrientes submarinas del estrecho de Gibr al-Tarik (Gibraltar o Monte de Tarik) y los vientos dominantes en el Mediterráneo, el Índico y parte del Atlántico, así como la configuración de las costas desde Finisterre hasta la Mauritania por el Sur, y hasta el estrecho de Malaca (Malasia) por el Este.

También supieron sacar partido de la «aguja de marear», es decir, la brújula, inventada por los chinos pero conocida por los marinos hispanoárabes desde el año 854.

Este era el panorama de la ciencia en Al-Andalus; y podemos afirmar que la ciencia hispanoárabe, en la que trabajaron no solamente musulmanes, sino también cristianos y judíos, no pasó por ninguna época de renacimiento, puesto que jamás fue eliminada de la vida cultural de la sociedad, como sí sucedió en la Europa cristiana, en la que toda ciencia desapareció o hubo de ocultarse, para ser suplantada por la más profunda y desoladora ignorancia, propiciada por el fanatismo y la intolerancia.

Sirva este artículo para dar a conocer, en sus rasgos más importantes, los hitos y la importancia de aquel afortunado período, y también como un humilde homenaje a la  grandeza de su aportación a la ciencia, que no es patrimonio de un pueblo ni de una época determinada, sino de toda la Humanidad en el pasado, en el presente y en el futuro.

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