Almanzor una leyenda árabe
Un Mercader de joyas que vivía en la ciudad de Adén, en el Oriente, habiendo oído celebrar mucho la esplendidez y magnificencia de Muhammad Almanzor, pasó a estas partes de Andalucía para presentarle muchas y preciosas perlas.
Abi Amir, después de tomar las que más le agradaron, dió en pago al joyero su bolsa de piel llena de oro, con la cuál se despidió aquél muy contento, tomando, al volverse, el camino de la Rambla o arenal en las riberas del Guadalquivir.
Era un día muy caluroso, de suerte que el mercader, llegando a la mitad de aquel camino, no pudo sufrir más el bochorno del sol y queriendo refrescarse en el río, se despojó de sus vestidos y los dejó con la bolsa en la orilla.
Cuando de improvisto llegó un milano y creyendo que la bolsa de piel era carne, la apresó con sus garras y se remontó con ella por los aires hasta perderse de vista.
El mercader viendo arrebatada su fortuna y no pudiendo encontrarlo, se afectó tanto que le sobrevino una congoja y se retiró a su posada muy abatido y doliente.
Pensando en su infortunio, al cabo de dos o tres días, vínole a la memoria lo que había oído decir de la gran sagacidad de Muhammad Almanzor, y volviendo a presentársele le contó lo ocurrido.
– ¿Por qué al punto que te sucedió el caso -le dijo Muhammad Almanzor– no viniste a mí con la nueva y te hubiese dado remedio?
Más, ¿observaste por ventura hacia qué parte dirigió el ave su vuelo?
– Pasó -respondió el mercader- volando hacia el Oriente, sobre la cima de ese monte de la Rambla, inmediato a tu alcázar.
Entonces Muhammad Almanzor llamó a los esclavos de la axxortha que asistían de continuo cerca de su persona, y les dijo:
– Traedme luego a los jeques y mayorales de la gente de la Rambla.
Marcharon los esclavos y como volviesen de allí a poco con los jeques, dijo e éstos Muhammad.
– Dadme noticias al punto de ciertas personas de vuestra vecindad que han salido de repente del estado de pobreza en que vivían.
Los ancianos se miraron confusos por algunos momentos y al fín uno de ellos respondió:
– Oh señor mío: sólo tenemos noticias de un varón de los más pobres de nuestra gente, pues él y sus hijos siempre vivieron del trabajo de sus manos y han ido a pie con sus cargas, por no poder adquirir un jumento; y hoy no sólo le han comprado, sino que él y sus hijos van vestidos con alquiceles de un precio mediano.
Oído esto por Muhammad Almanzor, mandó que al otro día por la mañana, compareciese en su presencia aquél rústico y encargó al mercader de joyas que volviese a verlo a la misma hora.
Llegados, pues, el uno y el otro a la hora que se les mandó, el amirí dijo al rústico, estando presente el mercader:
-Sábete que yo he perdido lo que tú te has hallado, ¿qué has hecho de ello?
El rústico respondió:
– Aquí está, señor mío; y dándose un golpecito en el zaragüel, dejó caer la bolsa, a cuya vista el mercader dió un grito de alegría y no le faltó mucho para enloquecer de contento.
-Cuéntanos como ha pasado ésto; dijo Muhammad Almanzor al rústico, el cual respondió:
– Trabajaba yo en mi huerto, debajo de una palma, cuando pasando un buitre, dejó caer a mis pies esa bolsa.
La recogí, y admirándome de su primor, dije para mí:
» Acaso el ave la habrá arrebatado del alcázar vecino».
Guardéla, pues, con intención de restituirla, pero mi pobreza me incitó a tomar de la bolsa diez mizcales para socorrerme con ellos y aunque confieso que hice mal, me disculpé a mí mismo, reflexionando que esa cantidad sería lo menos con que la generosidad de mi señor me gratificaría por mi hallazgo.
Admiróse Abi Amir de lo que oía y dijo al joyero:
– Recoge tu bolsa y examinala bien.
Dime si lo que hay en ella es lo mismo que yo te entregé.
Hizoló así el mercader y dijo a Muhammad Almanzor :
– En verdad, señor mío, que nada falta de ello, sino los dinares que él mismo confiesa haber tomado y que ya se los doy por regalados.
Replicóle Muhammad:
– Yo no puedo consentir que este caso uses de largueza, ni quiero disminuirte un punto de tu alegría, sino que tu satisfacción y el premio de la honradez de este buen hombre sean completos.
Dicho esto, mandó que se diesen al mercader diez dinares en vez de los diez miztcales que había metidos en la bolsa, y otros diez al hortelano en recompensa de su tardanza en gastar el rico hallazgo que la fortuna puso en sus manos y añadió:
– Si yo empecé por preguntarte lo que habías hecho con la bolsa, antes de averiguar si la habías tomado, fue para poderte dar mayor galardón, premiando tu buena fe.
El mercader, tan satisfecho de haber recobrado su hacienda, cuando admirado de la sagacidad de Muhammad, no se cansaba de darle las gracias y le dijo:
– ¡Por Allah!, oh, señor mío, que con ser tan celebrado tu nombre por todos los países, aún no ha llegado a saberse en ellos toda la grandeza de tu gobierno, ni había oído decir que tú mandabas sobre las aves de tus señoríos como mandas sobre los hombres y que ellas no esquivan tu poder, sino que respetan hasta tu vecindad.
Rióse Muhammad al oír esto y afectando modestia, dijo al joyero:
– Modérate en tus palabras, y Allah te perdone.
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