LA MÚSICA EN AL-ANDALUS
Al Andalus es el nombre con el que se conoció el nuevo Estado Islámico que fundaron los musulmanes en la Península Ibérica, y su zona este se denominó Xarq al-Andalus.
El Islam fue el crisol de un arte musical que se plasmó como fruto de una permanente interacción entre árabes, persas, turcos e hindúes.
La ortodoxia islámica es, en principio, muy reservada en su actitud hacia la música. La liturgia islámica la ignora.
La mayoría de los teólogos estuvieron francamente contra ella. Sólo fue importante para las órdenes místicas.
Sin embargo, la música forma parte de la práctica islámica.
La primera práctica musical del Islam fue y es el adhan «llamada a la oración» a cargo del muecín, al que puede juzgarse por el impacto emocional de voz y su fraseología musical, la realiza en la mezquita antes de cada oración.
La segunda música fundamental del Islam en la mezquita es la lectura o salmodia del Sagrado Corán, labor encomendada a un solista, el almocrí (del árabe muqri’) que emplea una profusa ornamentación. Esta desarrolló la ‘ilm al-qira’a, «ciencia de la recitación».
Otra muy característica del misticismo islámico, es el dhikr (recuerdo, memoria, invocación, alabanzas a Dios).
El dhikr es la repetición de alguna palabra laudatoria en exaltación de Dios acompañada o no de movimientos rítmicos, música y danza.
Rumí dijo: «El samá’ es el adorno del alma que ayuda a ésta a descubrir el amor, a experimentar el escalofrío del encuentro, a despojarse de los velos y a sentirse en presencia de Dios» (cfr. Eva de Vitray-Meyerovitch: Mystique et poésie en Islam, Djalal Uddin Rumi et l’ordre des derviches tourneurs, Desclée De Brouwer, París, 1972).
El polígrafo granadino Ibn al-Jatib en una de sus últimas obras la Nufadat al-ÿirab fi ‘ulalat al-igtirab «Sacudida de alforjas para entretener el exilio», Manuscrito de El Escorial Nº 1750, nos relata una recepción en la Al-hamra, ofrecida por el sultán nazarí Muhammad V en 1362, durante la fiesta de inauguración de varias salas de la «fortaleza roja»:
«Al acabarse las recitaciones subió de tono el tumultuoso ruido del dhikr, que rebotaba en unas y otras paredes, duplicado por el eco de la nueva construcción».
Algunas órdenes místicas, como la de los Mawiawi (conocidos como la Orden de los Derviches Giradores), los Derkawas (extendidos por todo el Norte de África muy particularmente) y otras órdenes sufíes, dan mucha importancia a la música.
El canto de los poemas místicos y el baile acompañado por instrumentos musicales es una de las bases de sus métodos de realización espiritual.
Los sufíes creían que podían encontrar en la música el eco eterno de la primera palabra.
Deseaban que la música fuese una ayuda en su vocación de armonizarse con el ritmo cósmico y alcanzar la contemplación de la Realidad Divina.
Los teólogos y los doctores de la ley temían la fuerza emotiva de la música.
Veían en ella una magia incontrolable, capaz de templar muy sutilmente el corazón del hombre, pero al mismo tiempo suficientemente poderosa para liberar las pasiones más confusas y conducir al hombre a una turbulencia mortal.
Sin embargo, el rechazo de los defensores de la teología no impidió, el desarrollo de la música en la sociedad musulmana.
En los primeros tiempos del Islam, la música se consideraba como una rama de la filosofía y de las matemáticas.
En este campo los creadores y teóricos eran los filósofos.
La música desempeñó un importante papel en la corte de los Omeyas, en Damasco, así como en la de los Abásidas, en Bagdad.
El Califa Harun Al-Rachid y sus sucesores la protegieron con la misma dedicación que a las ciencias y a las artes.
Gracias a las traducciones al árabe de textos griegos, siríacos, persas y sánscritos, realizadas en la Casa de la Sabiduría de Bagdad, se dan a conocer las teorías musicales de Pitágoras de Samos (580-500 a.C. ), Aristóteles (384-322 a.C.), Aristóxeno de Tarento (350-? a.C.), Nicómaco de Gerasa —Gerasa o Ÿerasa era una de la ciudades de la Decápolis, cuyas ruinas se localizan en el norte de Jordania— (fl. 100 d.C.), y Claudio Ptolomeo (90-128).
La concepción griega de la música como como «ciencia de la fabricación de melodías», manifiesta ya en Ishaq al-Mausilí (m. 849), se difunde por todo el mundo islámico y abre el camino a un panorama totalizador de los fenómenos vocales e instrumentales, fundamentando en los principios científicos de la Antigüedad clásica.
Desde el Oriente, donde se desarrolló, la música entró en al-Andalus.
Según Averroes fue cultivada en Sevilla con mucha pasión.
Los filósofos discutían la estética musical, los efectos de los sonidos sobre el alma humana y su poder de expresión.
La historia ha conservado la memoria de una pléyade entera de cantantes y músicos famosos.
Mencionemos, sólo como ejemplo, a Abulhasán Ali ben Nafi conocido por Ziryab o también Pájaro Negro (por su tez morena, fluidez de palabra y dulce carácter).
Fue discípulo de Isaq al-Mawsili (767-850) y se trasladó a Kairuán y Córdoba durante el califato de Abd al-Rahman II (822-852).
Fundador de las distintas tradiciones musicales de la España musulmana, conoció de memoria más de diez mil canciones e introdujo numerosas reformas que modificaron profundamente el arte musical de la época.
«Demostró ser un genio innovador en la música«, dice Levi- Provencal.
«Creó un Conservatorio dónde la música andalusí, al principio fue muy similar a la de la Escuela Oriental, desarrolló su propia originalidad cuya tradición todavía sigue viva en todos los lugares del Occidente musulmán». (E. Levi-Provencal: La civilización árabe en España, París, 1948). Podemos afirmar que creó en Córdoba lo que se puede considerar el primer Conservatorio de Música del mundo islámico.
Ziryab realizó importantes modificaciones en el laúd, al añadirle una quinta cuerda.
El laúd antiguo sólo tenía cuatro cuerdas, las cuales según el simbolismo de los teóricos, correspondían a los humores del cuerpo humano, y son, según Julián Ribera, los siguientes:
«La primera era amarilla, y simbolizaba la bilis; la segunda, teñida de rojo, simbolizaba la sangre; la tercera, blanca sin teñir, simbolizaba la flema, y el bordón estaba teñido de negro, color simbólico de la melancolía».
La quinta cuerda añadida por Ziryab, representaba el alma, hasta entonces ausente en el laúd; estaba teñida de rojo, y colocada en el centro, entre la segunda y tercera.
De este modo el instrumento adquirió grandes posibilidades y mayor delicadeza en la expresión.
Julián Ribera narra también que dicho músico inventó el plectro de pluma de águila -costumbre que persiste en la actualidad-, en lugar del acostumbrado de madera.
Ziryab fue también un gran pedagogo.
El arabista Ribera, extrae del historiador Ibn Hayyán el siguiente párrafo:
«Aún es práctica constante en España que todo aquel que empieza a aprender el canto, comienza por el anejir (recitado en verso), como primer ejercicio, acompañándose de cualquier instrumento de percusión; inmediatamente después, el canto simple o llano para seguir luego su instrucción y llegar al fin a géneros movidos, hasta los hezeches, según los métodos de enseñanza que introdujo Ziryab».
Fué un innovador en la enseñanza del canto. Su método lo dividía en tres partes o tiempos:
«Primero la enseñanza del ritmo puro, haciendo que el discípulo recitase la letra acompañado por un instrumento de percusión, un tambor o un pandero que señalara el compás; segundo, la enseñanza de la melodía en toda su sencillez, sin añadidos de ninguna clase; y tercero, los trémulos, gorjeos, etc., con que se solía adornar el canto, dándole expresión, movimiento y gracia, en lo cual se echaba de ver la habilidad del artista» . Este método se hizo muy popular en España, postergando a los anteriores a él.
Los diversos ritmos y melodías surgidos de la escuela andalusí forjada por Ziryab, como las zambras, pasarían a América con los moriscos y se transformarían en danzas como la zamba, el gato, el escondido, el pericón, la milonga y la chacarera en la Argentina y el Uruguay, la cueca y la tonada de Chile, las llaneras de Colombia y Venezuela, el jarabe de México o la guajira y el danzón de Cuba (cfr. Tony Evora: Orígenes de la música cubana, Alianza, Madrid, 1997, pág. 38).
El mismo tango tiene origen flamenco, voz que según el eminente andalucista Blas Infante (1885-1936) proviene del árabe fellahmenghu: «campesino errante».
La mayoría de los flamencólogos, incluso un intérprete y compositor de la talla de Paco de Lucía (nacido Francisco Sánchez Gómez, en 1947, en el puerto de Algeciras), y un cantaor de los quilates de Camarón de la Isla (nacido José Monge Cruz, 1950-1992), afirman el origen andalusí-morisco de su especialidad (cfr. Félix Grande Lara: Memoria del flamenco, 2 vols., Espasa Calpe, Madrid, 1987).
La música del Islam igualmente tuvo una influencia evidente en la música culta y religiosa de España, Francia e Italia.
Grandes poetas como Ibn Hazm y el régulo de la taifa de Sevilla al-Mutamid (1040-1095) adoptan en sus obras una concepción platónica del amor , el que se ha denominado amor espiritual, en árabe hubb udhrí; de la tribu mítica de los Bani Udhra, llamados los «Hijos de la Virginidad», que cita Ibn Qutaibah.
Asimismo, en al-Andalus el canto mozárabe había suplantado en las iglesias al visigodo.
Donde es muy grande la influencia de la música andalusí es en las famosas Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio (1221-1284), rey de Castilla y León.
Este repertorio de más de 400 canciones tiene textos en galaico-portugués y presentan la forma de «zéjel».
La mayoría de aquéllas narran milagros de María, la Paz sea con ella.
Los textos se conservan con melodías en tres manuscritos del siglo XIII junto con una rica colección de miniaturas que representan intérpretes con instrumentos musicales.
Las miniaturas proporcionan un material inestimable para evaluar los alcances de la mencionada influencia: hay laúdes, rabeles, panderos, etc.
El islamólogo español Julián Ribera y Tarragó (1858-1934) realizó pormenorizados estudios demostrando el origen islámico de las cantigas.
Véase Julián Ribera y Tarragó: La música de las cantigas de Santa María, Madrid, 1922 (trad. al inglés por Eleanor Hague y Marion Leffingwell, Music in Ancient Arabia and Spain, Londres, 1929); La música andaluza medieval en las canciones de trovadores, troveros y minnesinger, Madrid, 1925: Historia de la música árabe medieval y su influencia en la española, Madrid, 1927.
Véase también Lutfi Abd al-Abadi: La épica árabe y su influencia en la española, Santiago de Chile, 1964; Francisco Marcos Marín: Poesía narrativa árabe y épica hispánica, Gredos, Madrid, 1971; L. Comton: Andalusian Lyrical Poetry and Old Spanish Love Songs: the Muwashshah and its Kharjah, Nueva York, 1976; Alvaro Galmés de Fuentes: Epica árabe y épica castellana, Ariel, Barcelona, 1978; Julián Ribera y Tarragó: La música árabe y su influencia en la española.
Revisión, prólogo y semblanza biográfica por Emilio García Gómez, Mayo de Oro, Madrid, 1985; Linda M. Paterson: El mundo de los trovadores.
La sociedad occitana medieval (1100 y 1300), Península, Barcelona, 1997.
En cuanto a la teoría, Al-Kindí fue el primer gran teórico de la música.
Como médico, al-Kindí se dio cuenta del valor terapéutico de la música, ya que, según una narración, trató de curar con ella a un muchacho paralítico, tras haber sido inútil la ciencia de todos los médicos ortodoxos.
Sólo han sobrevivido cinco de sus quince tratados sobre música, en uno de los cuales se emplea por primera vez la palabra musiqí, en el título.
El precedente creado por este filósofo-músico fue seguido por sus sucesores intelectuales.
Todos ellos se ocuparon de la música como rama de las matemáticas, consideradas éstas como disciplina filosófica.
El más famoso musicalmente fue al-Farabí. Este eminente filósofo shií sobresalió tanto en la teoría como en la práctica.
Floreció en la brillante corte de Saif ud-Daula al-Hamdaní de Alepo.
Varias tradiciones nos aseguran que inventó el rabab (rabel) y el qanún (cítara pulsada), aunque es muy posible que se limitara a mejorarlos.
De su pluma salieron cinco libros de música, uno de los cuales, Kitabu al-Musiqa al-Kabir «El Gran Libro de la Música», es la obra teórica más importante acerca de la música en el Islam.
Fue traducida al francés por el erudito Barón Rodolphe d’Erlanger (1872-1932) y publicada por P. Geuthner, París, 1959.
A este ilustre filósofo le debemos el Kitabu al-Musiqui «El Manual de la Música».
El autor, cuyo interés por la música procedía de su afán por las matemáticas y la física.
A partir de Pitágoras, al-Farabí desarrolló la parte eminentemente acústica y matemática, partiendo de la cuerda, y una especulación cosmogónica que religa con otro hecho, esta vez una palabra, que luego pasó a al-Andalus; el tarab (en árabe «arrebato», también «estado extático», «embeleso místico»), que dio origen a la palabra «trovador»; tarab se empleaba en al-Andalus para designar el cante.
Al-Farabí fue el primero en dar una explicación científica del sonido y en elaborar las reglas para la construcción de los instrumentos musicales.
El último gran teórico de la música en el Islam fue Avicena.
Este médico y filósofo incluyó en sus obras filosóficas, sobre todo al-Shifá «La curación»» y al-Naÿat «La Salvación», largos capítulos sobre música.
Su aportación radica en la detallada descripción de los instrumentos usados entonces y en el tratamiento de puntos de teoría musical griega que no se han conservado.
«Partiendo de la escala Sino-Iraní, los árabes estudiaron y establecieron la escala natural. Progresaron mucho en la técnica instrumental y en los instrumentos, el rabel, que tocaron los trovadores, la guitarra, el laúd, el tambor, la pandereta y las castañuelas. Ellos construyeron los primeros prototipos del piano y del órgano modernos. Todos estos instrumentos fueron introducidos en Iberia y en Europa Occidental por lo musulmanes». (J.C. Riesler: La Civilización árabe, París, 1955).
Los instrumentos musicales musulmanes habían sustituido en la Península, y a través de ella en el resto de Europa, a la exigua variedad y primitivismo de los ya existentes: cítara, dulcémele (santur), guitarra, laúd, pandero, rabel, timbal y muchos otros más.
Igualmente, de estos se derivarían otros que serían fundamentales en la evolución de la música europea.
Por ejemplo, del santur iraní, (llamado santuri por los griegos), —una caja de resonancia trapezoidal poco profunda, provisto de 12 a 18 órdenes de cuerdas metálicas y dos hileras de puentes móviles, que el intérprete ejecuta golpeando las cuerdas a ambos lados de los puentes con ligeros macillos de madera—, surgieron los instrumentos de teclado como el clavicordio o clavicémbalo a partir del siglo XV, y el piano a partir del siglo XVIII.
Esto no significó que el dulcémele o santur pasara de moda ni mucho menos.
A principios del siglo XVIII, el ejecutor alemán Pantaleón Hebenstreit (1669-1750) estaba arrasando en toda Europa con interpretaciones virtuosísimas en su sofisticado refinamiento del dulcémele percutido, y tuvo tanto éxito en París en 1705, que Luis XIV llamaba a ese instrumento «Pantaleón».
Del qanún islámico —cítara pulseada que tiene de 50 a 100 cuerdas de metal que el intérprete pulsa o rasguea con plectros colocados en los dedos de las dos manos—, nacieron instrumentos como la cítara austríaca (zither) que hizo famosa el notable compositor e intérprete Anton Karas (1906-1985) con su melodía «El tercer hombre» (The Third Man, 1949), tema central de la película homónima del realizador británico Carol Reed.
Los ritmos de la música islámica como la nuba, con sus cinco movimientos, sus semitonos y variados cromatismos, influyeron a ciertos compositores europeos de una manera llamativa.
El francés Camille Saint-Saëns (1835-1921), dotado de una excepcional predisposición para la poesía, la pintura, el teatro, la filosofía y la astronomía, —cofundador junto a Massenet y Bizet de la Société nationale de musique (1874)—, empleó aires magrebíes y andalusíes en muchas de sus realizaciones, como por ejemplo en su ópera «Sansón y Dalila» (1868) y en su «Suite argelina» (1879).
Saint-Saëns, luego de un viaje por América del Sur, terminó radicándose en Argel donde falleció.
El Islam también tuvo una gran importancia en la obra de Richard Wagner (1813-1883), aunque no fuese sino por el hecho de que su drama «Parsifal» (1882) es la lucha del ideal cristiano sobre la sabiduría del mundo musulmán.
Tal como lo menciona su libreto, el sitio que pone en escena el segundo acto de «Parsifal»: el castillo de Klingsor y el jardín encantado se sitúan en la España islámica.
Las descripciones de los jardines andalusíes, de Sevilla y Granada o del Guadalquivir, o la nostalgia de los árabes por Al-Andalus después de la expulsión, se escribieron ya en el árabe clásico (muwasha, forma poética de origen andalusí pero formulada en árabe clásico) en el dialecto andalusí de la época.
En la Alhambra de Granada pueden verse, grabados en los muros, esos poemas compuestos por sus autores como resultado de su experiencia en España y cuyos textos, transmitidos por la música andalusí, siguen siendo conocidos por los marroquíes de hoy.
Las primeras dinastías árabes en España llegaron con su propio bagaje cultural que con el tiempo alumbró todo el sistema modal y musical andalusí.
El Ministerio de Cultura de Marruecos ha grabado la totalidad de los 14 modos musicales (24 en su origen, uno para cada hora del día) en la versión de grandes maestros.
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