De Siria a Italia: Vuelta a los orígenes
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, una joven checoslovaca se enamoró de un soldado italiano en la isla de Sicilia. Helen y Alfonso se casaron en Catania, la ciudad de Alfonso, y fue allí donde Helen concibió un hijo – uno de los tantos millones cuya vida empieza en el caos y el desplazamiento causado por la guerra.
Por razones ya olvidadas y enterradas desde hace tiempo, Helen dejó Sicilia antes de que el niño naciera. Viajó en barco a Siria, donde vivía su hermano y donde, en 1945, dio a luz al niño. Ese niño nunca conoció a su padre, nunca aprendió italiano y nunca puso un pie en suelo italiano. Pero fue bautizado con un nombre italiano, Giuseppe Camastra e inscrito en Damasco como un nacional italiano.
Setenta años más tarde, este leve vínculo de ascendencia italiana se convirtió en un salvavidas para los hijos y nietos de Giuseppe.
En la primavera de 2011, cuando los disturbios se extendieron por Siria, el hijo de Giuseppe, Alberto, recibió una llamada desde la embajada italiana: ¿quieres salir del país?
Cada italiano residente en Siria recibió esa llamada. La familia Camastra se encontraba en esta lista porque, décadas después de que su padre hubiera dejado Sicilia dentro del útero, Alberto seguía inscrito como nacional italiano.
Sin embargo, Siria era el único país que había conocido. Irse a Italia suponía convertirse en un refugiado.
“Tenía miedo. Tengo 45 años. No sé italiano. ¿Dónde viviríamos en Italia? ¿Podíamos terminar viviendo en la calle? Me llamaron durante tres años, pero siempre contestaba ‘No‘”.
Sin embargo, para verano de 2014 la situación había cambiado.
Los bombardeos y los tiroteos se oían tan cerca que los hijos más pequeños de Alberto no podían dormir del miedo. “Mi hijo estuvo llorando durante tres días. Mi mujer estaba asustada. Así que dije ‘Vale, me voy‘. Incluso vivir en la calle es mejor que esto”.
Fueron los últimos italianos en salir del país.
Un año después de que la familia Camastra dejara Siria, conocí a Alberto en una café de Catania. La tensión de los últimos años se reflejaba en su cara.
En Siria, había vendido lo que pudo para traer a su mujer, a su madre y a sus cuatro hijos en taxi hasta Beirut y desde allí en avión hasta Roma. Los otros refugiados sirios en Italia seguían su viaje dirección norte hacia Alemania, donde cientos de miles de solicitudes de asilo se aceptan cada año, pero Alberto cogió el tren dirección sur hacia Sicilia. Regresaba a la ciudad donde su padre había sido concebido.
Catania había sido la ciudad de su abuelo, pero Alberto no tenía ningún vínculo con el lugar. En Siria, él había sido el sostén de la familia. Aquí, sin saber ni una palabra del idioma, tenía problemas para encontrar un lugar seguro donde los niños pudieran dormir. “Si estuviera solo”, me confesó, “podría dormir en cualquier sitio, incluso en un parque. Pero con los niños…”.
Se alojaron en un hotel barato durante algunas noches, y más tarde en una habitación sin amueblar que no tenía agua corriente ni luz. Finalmente, Alberto pidió algo de dinero a la familia de su mujer en Siria y pagó el alquiler de un piso para un año. Poco después, sufrió un ataque al corazón.
Pero la hospitalidad de Alberto ha sobrevivido las presiones de la guerra y por ello me invitó a conocer a su familia en su casa situada en el extremo oeste de la ciudad.
La madre de Alberto, Rena, nos abrió la puerta y, rodeada de sus emocionados nietos, me enseño la vivienda. El piso se encontraba en un bloque de apartamentos de los años sesenta de aspecto gastado, pero la familia Camastra había pintado las paredes de rosa y limpiado las baldosas del suelo hasta dejarlas relucientes. En la pared del salón había una serie de fotografías tomadas en Damasco hace unos 50 o 60 años.
Ahí estaba Helen, la chica checa cuyo romance de guerra siciliano había dado lugar a esta rama de la familia Camastra. También estaban los padres de Rena, Vasili y Victoria, que habían venido de Grecia y el Líbano y siempre se habían sentido parte del mosaico étnico y religioso que era Siria. Para esta gente, el mundo mediterráneo era un lugar de fluidez y movimiento, de matrimonios mixtos y creencias mixtas. “Cuando yo era joven”, me cuenta Rena, “no había una gran diferencia entre Europa y Siria”.
Si Rena porta los recuerdos de la familia, es su nieta mayor, Faten, quien porta sus esperanzas. En Damasco, estaba a punto de terminar su grado de derecho justo antes de tener que abandonar sus estudios. Ya habla inglés y árabe con fluidez y está aprendiendo italiano en la calle mientras planea empezar la universidad de nuevo. Al mismo tiempo, trabaja como niñera para una familia italiana, aportando el dinero que pronto se necesitará para pagar el alquiler.
Le pregunté cómo se siente al volver a la ciudad que su bisabuela dejó hace tantos años. “Doy gracias por este gran círculo que mi familia ha recorrido”, dice. “Doy gracias de poder hablar árabe, de entender la música y la poesía del idioma árabe. Toda esta larga historia, todos estos países diferentes, me han hecho una persona más compleja”.
Por Daniel Silas Adamson
Con información de: ACNUR
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