La Diosa de la Fantasía
Y después de un fatigoso viaje, llegué a las ruinas de Palmira. Exhausto, caí sobre la hierba que crecía entre las columnas rotas y arrasadas por el tiempo, semejantes a restos abandonados por ejércitos invasores.
Al caer la tarde, cuando el oscuro manto de silencio abrazaba a todas las criaturas, sentí un extraño perfume en el aire, tan fragante como el incienso y tan embriagador como el vino. Mi espíritu se abrió para libar ese néctar etéreo. Pareció entonces que una pesada mano presionaba mis sentidos: mis párpados pesaron mientras mi espíritu se sentía libre de sus cadenas.
Entonces la tierra tambaleó a mis pies, el cielo tembló encima de mí y me vi levantado como por un poder mágico. Me encontré entonces en una pradera como nadie nunca había imaginado, en medio de una multitud de vírgenes que no usaban otros vestidos que la belleza que Dios les había dado. Caminaron alrededor de mí, pero sus pies no tocaban la hierba. Cantaron himnos que expresaban sueños de amor. Cada doncella tocaba un laúd de marfil con cuerdas de oro.
Me encontré en un gran claro en cuyo centro se hallaba un trono tachonado con piedras preciosas e iluminado por los rayos del arco iris. A sus lados había doncellas que levantaban sus voces mientras miraban hacia el sitio de donde provenía un perfume de mirra e incienso. Los árboles estaban en flor y, de entre sus ramas, cargadas de capullos, apareció una reina que caminó majestuosamente hacia el trono. Al sentarse, una bandada de palomas blancas como la nieve descendió y se ubicó en torno de sus pies, formando una medialuna, mientras las doncellas cantaban himnos de gloria. Y yo permanecí mirando lo que los ojos de ningún hombre habían visto.
Entonces la reina hizo una señal que movió a silencio. Con voz que provocó en mi espíritu un estremecimiento similar al de las cuerdas del laúd en manos de un músico, dijo: -Hombre, te he llamado porque soy la Diosa de la Fantasía. Te he concedido el honor de presentarte ante mí, la Reina de las praderas de los sueños. Escucha mis órdenes, porque te designo para que las prediques a toda la raza humana: explica a los hombres que la ciudad de los sueños es una fiesta de casamiento a cuya puerta se halla de guardia un poderoso gigante. Nadie puede entrar si no usa ropas de casamiento. Haz saber que esta ciudad es un paraíso cuyo centinela es el ángel del Amor; ningún ser humano puede entrar si no lleva inscripto en la frente el signo del Amor. Descríbeles estos hermosos campos, cuyos ríos fluyen con néctar y vino, cuyos pájaros navegan por los cielos y cantan con los ángeles. Describe el perfume aromático de sus flores y comunica que sólo el Hijo del Sueño puede pisar su muelle pasto.
«Haz saber que di al hombre una copa de alegría, pero que él, en su ignorancia, la derramó. Entonces los ángeles de la Oscuridad penaron la copa con el brebaje de la aflicción, que el hombre bebió hasta embriagarse».
«Di que nadie puede tocar la lira de la Vida a menos que yo haya bendecido sus dedos y que la visión de mi trono haya santificado sus ojos».
«Isaías escribió palabras sabias como collar de piedras preciosas. montado en la cadena de oro de mi amor. San Juan refirió su visión en mi nombre y Dante pudo explorar el puerto de las almas sólo con mi guía. Soy una metáfora que abarca la realidad y soy la realidad que revela la unidad del espíritu y un testigo que confirma los hechos de los dioses.
«En verdad te digo que las ideas tienen una morada superior al mundo visible y que en sus cielos no navegan las nubes de la sensualidad. La imaginación se abre camino al reino de los dioses, donde el hombre puede vislumbrar lo que hay después de la liberación del alma del mundo de la sustancia». Y la diosa de la Fantasía me atrajo hacia ella con su mágica mirada, imprimió un beso sobre mis labios ardientes y dijo:
-Proclama que quien no pasa sus días en el reino de los sueños es esclavo de los días.
Luego las voces de las vírgenes se alzaron nuevamente y la columna de incienso ascendió. Entonces la tierra comenzó a tambalear nuevamente y el cielo tembló y súbitamente me encontré otra vez entre las tristes ruinas de Palmira.
El amanecer, sonriente, ya se había hecho presente, y entre mi lengua y mis labios se hallaban las palabras «Quien no pasa sus días en el reino de los sueños es esclavo de los días.»
Gibrán Khalil Gibrán
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