CulturaDDHHHistoriaImperialismoPolitica

El mayor genocidio de la historia – Los hombres que amaban a las mujeres

sovieticos_en_alemania
El mayor genocidio de la historia – Los hombres que amaban a las mujeres

El trotskysta Stieg Larsson ha depuesto, antes de morir, su contribución al antifascismo, la cual, como acostumbra a suceder con este tipo de productos hipercríticos, resulta a la postre perfectamente funcional y utilizable en beneficio de los intereses de la oligarquía filosionista y de la extrema derecha judía, racista y supremacista, que controla buena parte del planeta. En este caso el enfoque es feministoide y se dedica a desarrollar el viejo mito de lo que en los años sesenta y setenta se calificaba de «falofascismo» (el machismo fascista, cuya innegable existencia no implicaba, empero, la violación de las mujeres, incluidas las propias hermanas e hijas).

Ahora bien, en su prólogo al ominoso panfleto criminógeno «Terrorismo y comunismo», donde el «bueno» de Trotsky justifica el asesinato de masas, Slavoj Zizek, con expresa vocación de repetir la masacre (siempre en nombre de la humanidad, por supuesto), cita al judío Isaac Deutscher cuando éste sostiene con franqueza impagable que:

«Una década después, Stalin, que en 1920-1921 había apoyado la política ‘liberal’ de Lenin, iba a adoptar las ideas de Trotsky en todo salvo en el nombre. Ni Stalin ni Trotsky, ni sus respectivos partidarios, admitieron entonces el hecho… Lo que no era sino una más de las múltiples facetas del pensamiento experimental de Trotsky iba a convertirse en el alfa y el omega de Stalin» (I. Deutscher, «The Prophet Armed. Trotsky 1879-1921», Londres, Verso, 2003, p. 489, citado por Zizek, en «Terrorismo y comunismo», prólogo, Akal, Madrid, 2007, pp. 10-11).

Quienes creían que la observancia trotskysta constituye una garantía moral frente al estalinismo, resultan, al parecer, unos simples indocumentados. Estamos hablando del despiadado Trotsky, nada menos que el forjador del Ejército Rojo; en la obra citada, este asesino en serie manifiesta de manera inequívoca su desprecio por los derechos humanos:

«Por lo que a nosotros se refiere, nunca hemos perdido el tiempo en las charlatanerías de los pastores kautskystas y de los cuáqueros vegetarianos acerca del ‘valor sagrado’ de la vida humana» (Trotsky, op. cit., p. 158).

De manera que las masacres de las hordas soviéticas en la Alemania vencida y, especialmente, el trato dado a las mujeres alemanas, representarían una expresión de la política de terror que Lenin improvisó, el trotskysmo teorizó y Stalin se limitó a aplicar y a perfeccionar sobre la marcha de forma sistemática. No creo, pues, que un trotskysta como Larsson sea la persona más adecuada para hacer novela crítica de maltrato a la mujer. Al menos, para las mujeres alemanas que conocieron las exquisiteces morales del bolchevismo, la nauseabunda trilogía «Millenium» constituye una auténtica burla viniendo de quien viene. Además, que se legitime moralmente quemar vivos a los «fascistas» (la muchacha de la cerilla) es una clara y malévola alusión a la justeza de los bombardeos crematorios contra civiles alemanes perpetrados por los muy democráticos militares del Bomber Command británico. Podríamos continuar con los ejemplos, pero este thriller del móntón no merece la pena.

Cada año, los medios de prensa controlados por los filosionistas fabrican, mediante la prevaricación de una crítica literaria teledirigida políticamente, algún best seller que mantenga viva la fe antifascista. Se trata de auténticos bodrios, como «El niño con el pijama a rayas», pero a fuerza de insistir los medios en su genialidad, la gente termina comprándolos y se inocula, sin saberlo, de la necesaria dosis de ideología-veneno al servicio de una anticívica ceguera voluntaria. Luego viene, por supuesto, la inevitable película, que el cretino de turno también irá a ver al cine o en video, financiando por partida doble el dispositivo de lavado de cerebro construido por los nacionalistas judíos a escala mundial. En tales circunstancias, dudo que se escriba jamás una novela titulada «Los hombres que sí amaban a las mujeres», en la que se explique la experiencia de las mujeres alemanas con aquellos progresitas y humanistas soviéticos que en su día fueran nutridos doctrinalmente por trostskystas como Larsson. No obstante lo cual, Anthony Beevor en su «Berlín: la caída, 1945» nos permite columbrar que se trataría de una obra mucho más feminista, objetiva y real que la mamarrachada pseudo progresista de Larsson.

Las dimensiones del crimen

Según las militantes de izquierdas alemanas Barbara Johr y Helke Sander (véase: «Befreie und Befreiter», 1992) un total de 2.000.000 de mujeres alemanas fueron violadas por los rusos. De ellas, 200.000 fallecieron a causa de tales salvajadas. Entre las víctimas se contaban decenas de miles de niñas (y niños) de hasta 10 años, pero también ancianas de 75 años. Las vejaciones sexuales no se limitaron al episodio de la ocupación de Alemania, sino que fueron reiteradas, continuadas y se prolongaron de 1945 a 1949. El historiador Anthony Beevor, en su célebre obra sobre la batalla de Berlín, avala estas cifras. Otra fuente sobre el tema es el libro de Catherine Merridale «La guerra de los ivanes», donde son los propios soldados proletarios quienes describen las atrocidades que cometían sus compañeros. También el anónimo «Una mujer en Berlín» merece ser consultado. La esposa del canciller alemán Helmut Kohl no pudo soportar la tortura que suponía el mero recuerdo de aquellos hechos y se suicidó a una edad ya avanzada, circunstancia que da una medida de la intensidad y persistencia imborrable de los daños psíquicos.

La excusa sostenida hasta hoy para minimizar el escándalo moral de un progresismo peor que el reaccionario nazismo incluso en el trato a la mujer es que la extremada violencia contra las mujeres y niñas alemanas por parte de los soldados soviéticos era una venganza por la crueldad del frente oriental y por actos cometidos por los propios alemanes contra civiles rusos. Pero los hechos cuestionan esta habitual eximente, siendo así que la brutalidad del Ejército Rojo con las «burguesas» está documentada ya en la guerra civil contra los blancos, y que las víctimas de los rusos eran a veces mujeres polacas, prisioneras rusas o hasta judías «liberadas» de los campos. Una prisionera rusa afirma que «resultaba difícil convivir con los alemanes, pero esto era aún peor». También se afirma que las autoridades soviéticas no podían controlar a sus soldados, pero lo cierto es que les animaban a violar, matar y destruir, y castigaban a los pocos que trataron de impedir las atrocidades, como el comisario comunista Lev Kopelev, detenido por incurrir en «propaganda del humanismo burgués que fomenta la compasión con el enemigo». Resulta harto conocido el papel instigador del poeta oficial del régimen estalinista, el judío Ilya Ehrenburg (hecho admitido por el propio Beevor pero que, una vez más, Wikipedia en español silencia con alevosa complicidad sionista).

Contra lo que pudiera parecer, no sólo los rusos forzaron a las mujeres alemanas. También lo hicieron los «libertadores» del lado occidental, especialmente los norteamericanos, quienes, según la historiadora Johanna Bourke, se entregaron a «auténticas orgías de violaciones» (véase: «An intimate history of Killing», 1997). Los yanquis, además, no se conformaban con vejarlas sexualmente, sino que de propina las prostituían para llevarse a casa algunos «ahorrillos». Simpáticos héroes de Hollywood mascando chicle.

A nuestro entender, estos hechos no pueden ser juzgados aisladamente, sino que tienen relación con los bombardeos crematorios ingleses contra civiles alemanes, el trato dado posteriormente a los prisioneros de guerra de la Wehrmacht, las hambrunas planificadas, los campos de concentración para civiles (dirigidos por judíos)… Sólo podemos comprender esta violencia en el contexto de un plan de exterminio del pueblo alemán que fue concebido y puesto en práctica por Washington, Londres y Moscú antes de que empezara el holocausto. Si no llegó a consumarse más que de forma parcial, no fue por la bondad de los vencedores, sino por la ruptura de relaciones entre el Este y el Oeste y el inicio de la Guerra Fría. Respecto de lo sucedido en los campos de concentración alemanes con los prisioneros, judíos y no judíos, que eran retenidos como mano de obra y a efectos militares, también nos parece imposible seguir sosteniendo que los abusos cometidos contra ellos obedecieran a la simple «maldad» alemana (!no otro era el lenguaje de Kaufmann!) y no a una reacción frente a actuaciones genocidas, y previas, de los presuntos defensores de la democracia y el progreso. El cuento infantil de la (supuesta) Liberación aliada, el poema épico de Normandía, nos lo podíamos creer cuando no sabíamos lo que ahora ya sabemos; la edad de la inocencia sobre la relativa bondad de los líderes «democráticos» frente a los diabólicos «nazis» terminó tiempo ha.

Por Jaume Farrerons

Con información de : Filosofía Crítica

©2013-paginasarabes®

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

uno × uno =

La moderación de comentarios está activada. Su comentario podría tardar cierto tiempo en aparecer.