Jesús, el hijo del hombre 4

 Judas Iscariote

 

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Cuenta la escena un hombre de los suburbios de Jerusalén

 

El día viernes 17 de Nisán y víspera de la Pascua, llamó Judas violentamente a la puerta de mi casa. Al entrar sus miradas me inspiraron pánico y estupor.

Estaba pálido y demacrado; sus manos temblaban como ramas secas al soplo del huracán. Sus vestiduras destilaban agua, como si se hubiera sumergido en un río. Es cierto que aquella tarde habían soplado vientos impetuosos y fuertes tormentas se desencadenaron sobre la ciudad.

Judas me observó fijamente y con gravedad; las cuencas de sus ojos parecían dos tenebrosas cavernas y sus pupilas dos manchas de sangre. Con voz grave me dijo:

-Entregué a Jesús el Nazareno a sus enemigos y a los míos, porque tiempo atrás me había prometido derrocar a ambos. Yo lo creí y lo seguí, cuando en realidad no era más que un inepto, incapaz de lograr la meta de la victoria; así nos engañó a todos. ¡Esperanza perdida! Cuando me llamó para seguirlo, me hizo igual promesa que a sus discípulos: que nos entregaría un reino invicto y poderoso.

“Y lo hemos seguido y escuchado, procurando contentarlo con nuestra sumisión, esperanzados con alcanzar en su Corte las más altas posiciones. Confiamos en él; creímos que nos haría reyes del tiempo, devolviendo a estos romanos las humillaciones y escarnio que consumaron con el pueblo de Israel.

“Tantas veces nos confirmó esas promesas en sus sermones sobre nuestro reino, como veces se alegró mi corazón oyéndolo. Y yo me contaba entre los elegidos para guiar sus ejércitos y ser proclamado jefe de sus legiones.

“Lo seguí sumisamente, y tuve la mala estrella de oír sus triviales sermones sobre el amor, sobre la ayuda al prójimo, sobre el perdón de las culpas de otros, y trivialidades que gustan a las aldeanas y simples. Entonces sentí embargarme una profunda tristeza y endurecerse mi espíritu.

“Hemos creído ver en él al futuro rey de Jerusalén, cuando solamente era un lírico flautista que tocaba su caramillo en los valles de Judea y cuya única preocupación era enderezar el juicio de los mendigos e irresponsables. Lo creímos un ánfora plena de aromático vino, y no era más que una flor sobre cuyos pétalos brillaban tenues unas pocas gotas de rocío, sin savia y sin esplendor.

“Yo lo amaba tanto como muchos de mi tribu lo amaron y depositaba en él la esperanza de salvarnos del yugo de los extranjeros; pero lo vi callado y sin valerse de su poder para libertar a Israel de su esclavitud, otorgando al César lo que era del César y esto desgarraba mi corazón. Y cuando vi desvanecerse mis ilusiones, me dije: Quien mata mis esperanzas merece la muerte, ya que ellas y mis sueños valen más que la vida de un hombre,, y me vengaré, pues no aceptaré ser yo tumba de la derrota y de la decepción.

Frunció el ceño y apretó los puños. En su silencio yo veía desfilar ante mis ojos la tragedia de su crimen, porque después, como desanimado, añadió:

-Lo entregué y hoy lo crucificaron… Pero murió sobre la cruz como un rey. Murió en medio del huracán tal como mueren los salvadores, como los grandes que seguirán viviendo la inmortalidad, a pesar de la mortaja y del sepulcro. Sucumbió dulce y piadosamente, con un corazón desbordante de piedad. Murió por todos, hasta por mí… que lo traicioné entregándolo.

Yo repliqué…

-Has cometido ¡oh Judas!, ¡una acción verdaderamente ruin!

-Pero sufrió la muerte de los reyes. ¿Por qué rehusó vivir como un rey, y aceptó la muerte de los criminales y de los esclavos?

-Has cometido un acto imperdonable.

Se       sentó en un banco y quedó callado e inmóvil. Yo me paseaba presa de hondo pesar y le grité:

-¡Has cometido un crimen terrible!

Se levantó bruscamente e irguiéndose ante mí me dijo con voz quejumbrosa, cual el sonido arrancado a un vaso de cristal quebrado:

-En mi corazón no había ningún crimen. Esta misma noche iré en busca de sus reinos y me presentaré ante Él y le pediré perdón. Murió como un rey y yo lo haré como un traidor. Mi corazón me dice que me perdonará. -Y envolviéndose en su raído manto, siguió:-Hice bien en venir a tu casa esta noche, no obstante saber que te causaba disgusto. ¿Me perdonarás? Diles a tus .hijos, a tus hermanos y nietos, que Judas Iscariote entregó a Jesús el Nazareno a sus enemigos porque creía que era enemigo de su pueblo. Diles asimismo que al cometer ese crimen ha seguido, en el mismo día, al rey de los judíos hasta las gradas de su trono, para ser juzgado por Él en el día del juicio final. Y a Él le diré que mi sangre tiene también sed de la Tierra y mi alma perversa busca la Libertad.

Apoyó su cabeza en el muro e invocó:

-¡Oh, Dios!, ¡cuyo nombre nadie menciona sin que los dedos de la muerte sellen sus labios. ¿Por qué me has quemado con un fuego que no ha tenido luz? ¿Por qué has dado al Galileo ese supremo anhelo de una tierra desconocida, y a mí me has cargado con deseos que no pasan las paredes de mi casa y de mi fogón? ¿Y quién es ese Judas cuyas manos se han manchado con sangre? Ayúdame a sacarlo de mí. No es más que un andrajo y un arma mellada. Ayúdame a lograrlo esta noche y déjame poder detenerme fuera de estos muros. Ya me desespera esta libertad con sus alas cortadas. Quiero una cárcel mayor que ésta; quiero circular como un manantial de lágrimas hacia el amargo mar; quiero ser un hombre que goce de tu piedad antes que golpear la puerta de su corazón.

Así habló Judas. Luego, salió de mi casa y se perdió en las tinieblas de la noche.

Transcurridos tres días después de la tragedia del Gólgota, visité Jerusalén y supe todo lo que había pasado. Judas se había arrojado desde lo alto de un peñasco. Sentí honda tristeza, y desde ese día he pensado mucho en su crimen, y observé que los que han amado al Nazareno aborrecen a Iscariote; pero yo no puedo odiarlo; creo haberlo comprendido; consumó los deseos de su mísera vida. Era un ave de alas débiles que sólo podía volar a ras del suelo y como nube que flotaba sobre esta tierra esclavizada por los romanos, mientras el Gran Profeta remontaba las alturas. El primero anhelaba un reino del cual ambicionaba ser soberano; el segundo soñaba con un Reino Superior, en donde todos los hombres serían soberanos.

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