11-S

11-S – El terror invisible

 

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HOY hace exactamente cinco años, junto con las Torres Gemelas, se derrumbaron otros edificios. Entre ellos, y de forma definitiva, el que albergaba el viejo orden internacional y sus seguridades, basadas en un equilibrio de amenazas que garantizaba que nadie se atrevería a lanzar la primera piedra. Entre octubre de 1989, cuando las revoluciones tranquilas derribaron el último contrafuerte de las dictaduras comunistas, y los ataques del 11 de septiembre de 2001, la utopía que alumbraba el fin de la Historia aguardaba encarnarse en un nuevo orden que sustituyera, de manera tranquila, el mutuo terror asegurado. Los aviones de Alí Atta y sus diecisiete compañeros acabaron abruptamente con esa ensoñación y dieron por finiquitada una época. El terror se hacía invisible, por lo que no había manera de equilibrarlo.

Se imponía, pues, una nueva forma de guerra contra esa amenaza, difusa pero altamente eficaz, que aprovechaba las ventajas de la globalización y la relajación inducida por una década de distensión. Cinco años después, el balance pone los pelos de punta. ¿Ha sido esa guerra una equivocación? Desde luego que no. Los indudables errores cometidos por el Gobierno norteamericano pueden haber agravado la amenaza, pero ésta no es producto de las mentes calenturientas de unos visionarios neoconservadores. Ahora bien, ¿hemos de continuar esa guerra en los términos en que se formuló bajo el impacto emocional del ataque terrorista más despiadado de la historia? Con toda seguridad, tampoco.

Vale la pena detenerse en el balance. Dejando aparte el fracaso de posguerra en Irak, que ya ha dado lugar a una bibliografía exhaustiva, Afganistán no es un ejemplo de reconstrucción nacional. Karzai se ve obligado a pactar con los talibanes del sur mientras los mandos de la OTAN reclaman más recursos para detener a una guerrilla que ha importado, con éxito, la técnica del atentado suicida. El ataque contra la embajada de Estados Unidos, la semana pasada, representa un salto importante en esa escalada. Entretanto, los señores de la guerra siguen controlando el negocio de la heroína, que supone el 90 por ciento de la producción mundial.

Mientras, la bienintencionada Iniciativa para un Gran Oriente Medio, que debería extender la democracia a los países de la región, languidece porque, como denunciaba recientemente Gilles Kepel, a medida que las elecciones las iban ganado los islamistas, «la democratización ha dejado de ser una prioridad para Washington». También ganó Hamás en Palestina, con las secuelas ya conocidas. La reciente guerra del Líbano, por otra parte, ha debilitado al Gobierno israelí, ha fortalecido el prestigio de Hizbolá y ha interrumpido la reconstrucción física y política del país, en perjuicio de los intereses occidentales en la zona; y ha mostrado una vez más la falta de resolución de Washington para imponer el final de un conflicto que sigue nutriendo de «mártires» las filas del islamismo radical. Y por si fuera poco, emerge como potencia en la región una república clerical presidida por un fanático antisemita en vías de obtener la tecnología necesaria para fabricar armas nucleares.

No es extraño que el propio primer ministro británico, aliado fiel de Bush, admitiera tácitamente que Occidente está perdiendo esa guerra. Fue a principios de agosto en Los Ángeles: «No ganaremos la batalla contra el extremismo global al menos que venzamos en el nivel de los valores». ¿Blair convertido a la Alianza de Civilizaciones? No. No hace falta apuntarse al candor para quitarse la venda. Richard Haas, jefe de planificación política con Colin Powell, llegaba a una conclusión semejante hace menos de un mes: «No puede derrotarse al terror sólo mediante las armas». Entre la retórica apaciguadora de los aliancistas y la ceguera belicista de los halcones, debería abrirse una tercera vía. La apuntaba el último número de The Economist, un semanario que apoyó decididamente la guerra de Irak. «El mundo -decía- debe seguir esforzándose por destruir Al Qaida y, aún más, la idea que representa. Pero sería mejor que lo hiciera con medios más inteligentes que los utilizados hasta ahora por Bush».

Por Eduardo San Martín

Fuente: ABC

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