Los sufís de Al-Andalus 3 – Por Ibn Arabi

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Abu al-Hasan aI-Munhanali

 

Observaba escrupulosamente la reglas de la salat, no hablaba con nadie, estaba constantemente ocupado en la salvación de su alma. Este hombre de un espíritu elevado suspiraba mucho y tenía siempre una actitud afligida. Una vez, ayunó día y noche durante veinticinco días. Estaba lleno de atenciones hacia su madre.

 Fui compañero suyo durante cerca de diez años.

 Nunca me preguntaba de dónde venía o adónde iba. Un día de julio, sentado en la Gran Mezquita, sonreía a pesar del calor tórrido. Cuando le pregunté qué era lo que le hacía sonreír, me respondió: «En realidad, el calor es tórrido, pero Allah es bueno con sus siervos». Al final de la tarde, empezó a llorar y, en el momento de la salat, los cielos se abrieron y llovió tan abundantemente que el agua corría torrencialmente por las calles.

 

Ahmad ash-Sharishi 

 

Era uno de los que se habían dedicado a la adoración de Allah desde su infancia y fue educado por el shaykh Abu Ahmad b. Saydabun.

Cuando no tenía más que diez años, o menos, fue embargado por un estado espiritual (hál) y cayó al fuego, pero no se quemó en absoluto.Vimos reproducirse este tipo de cosas en él muchas veces. Le preguntamos si era consciente de lo que le sucedía en aquellos momentos, pero respondió que no. Murió entre nosotros en Shu’b ‘Ali’, en 608, y lo enterramos en aquel lugar.

 Un día le preguntó a su padre si le dejaba salir en peregrinación. Su padre respondió: «Hijo mío, soy tu padre y quisiera tenerte junto a mí y tú ahora quieres dejarme y marcharte». Ahmad le dijo: «Oh, Padre mío, responde con sinceridad a mi pregunta, me atendré a lo que digas. Cuando conociste carnalmente a mi madre,¿tenías la intención de darme la vida?». El padre respondió:

«No, hijo mío, solamente quería satisfacer mi deseo».

 Entonces dijo el hijo: «Allah es más grande, pues El me creó y El me llama a su Templo Sagrado. Así pues, como estoy en condiciones de ir, no tengo ninguna excusa para retrasar mi viaje, ya que mi existencia no es un don tuyo, sino de Aquel que me ha creado para servirle». Ante estas palabras, el padre, que era un hombre piadoso, lloró y bendijo la decisión de su hijo.

 Antes de salir para Oriente, vino a pedirme mi opinión sobre su marcha en peregrinación. Le dí mi bendición. Dos años después, me lo encontré en Damasco, donde permaneció conmigo hasta que partió hacia la Misericordia de Allah.

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