Los sufís de Al-Andalus 2 – Por Ibn Arabi

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Abfû ‘Abdallah Muhammad b. Ashraf ar-Rundi

 

Era uno de los siete Abdal . Viviendo en las montañas y a lo largo de las costas, evitó los lugares habitados durante cerca de treinta años. Tenía una profunda intuición, lloraba y meditaba mucho y guardaba silencio perpetuo. Con frecuencia, absorto en su meditación, trazaba líneas en el suelo con el dedo, luego levantaba la cabeza y respiraba profundamente haciendo un ruido sordo con su pecho. Su dominio estático (wajd) era intenso y sus lágrimas abundantes.

Fui compañero suyo y lo visité cierto tiempo. Estaba contento con mis visitas y se alegraba al verme llegar.. Procedía de una familia rica y noble.

 Un día salí de Sidonia y me dirigí hacia la costa con el fin de conocer a otros hermanos. Me había llevado conmigo a un muchachito que aspiraba a mi compañía. Por el camino, vi a dos hombres delante de nosotros. Uno de ellos, alto y con la piel oscura, era ´Abd as-Salân as-Sâ’ih, que viajaba siempre y nunca se quedaba en un lugar; el otro se llamaba Muharnmad b. al-Hajj, de los Banû Jawâd. Aunque estaban bastante lejos delante de mí y caminaban a buen paso, los alcancé y los ade­lanté, apresurando la marcha. Como era viernes, me detuve en la ciudad de Rota para esperar la hora del salat en común . Entré en la mezquita e hice dos rakatas. Este lugar, visitado por los santos (ac-câlihûn) durante la noche, había sido el fortín de Hasan, hombre cuya barakah era célebre. Y en ese lugar se me ocurrió una cosa interesante.

No llevaba mucho tiempo cuando Abû ‘Abdallah b. Ashraf llegó. Cuando entraba, los dos hombres a los que había adelantado por el camino le reconocieron y se le­vantaron para ir a saludarlo. Mientras tanto, yo estaba tumbado de costado y me golpeaba el pecho recitando estos versos:

 

Risa de perlas

Cara de luna resplandeciente

El tiempo no puede cogerlo

Pero mi corazón (cadr) lo contiene

 

El shaykh se acercó después hacia mí, me levantó y dijo: «¿Intentas disimular tu identidad?» A lo que yo contesté: «¿No haces tú lo mismo?» y era verdad. El jefe del pueblo vino a invitarme a romper el ayuno en su casa y añadió que podía llevar a quien quisiera. Pero el shaykh me dijo: «No toques esa comida. Sigue mejor a los hermanos y, cuando ellos coman, tú vendrás a romper el ayuno conmigo». Y eso hice.

 Me informó de muchas cosas y me prometió que lo volvería a encontrar en Sevilla. Después de haber estado con él durante tres días, le dejé. Anteriormente, me había predicho exactamente lo que me iba a ocurrir después de mi partida y todo sucedió como él había pro­nosticado.

Después de llegar a Sevilla, Allah me metió en la cabeza que fuera a visitar a ese shaykh para que una vez más me beneficiara de su compañía. Era martes y mi madre me había dado permiso para salir. A la mañana siguiente, oí que llamaban a la puerta; al abrir, vi a un hombre del desierto que me dijo: «¿Eres Muharnmad Ibn ‘Arabi?». Le respondí que sí y añadió: «Mientras caminaba entre Marchena y Purchena, conocí a un hombre que me inspiró un temor reverencial (haybah). Con voz ronca me preguntó si iba a Sevilla. Como me dirigía allí, me dijo: ‘Busca la casa de Muhammad Ibn ‘Arabi; encuéntralo y dile que su compañero ar-Rundí le saluda. Dile también que contaba con venir a verle, pero que de pronto se le ocurrió la idea de viajar a Túnez. Que viaje en paz y, si Allah quiere, me encontrará en Sevilla cuando yo vaya»‘.

Todo ocurrió como él había dicho, puesto que al día siguiente salí para Túnez para verle, así que estuve ausente durante algún tiempo. Uno o dos días después de mi regreso a Sevilla, lo encontré en casa de Abíl ‘Abdallah al-Qastîlî  y pasé la noche en su compañía.

Una de las cosas que le han dado la fama son sus prolongadas permanencias en una montaña cerca de Morón. Una noche, un hombre que se encontraba en los alrededores, vio erigirse una columna de luz tan deslumbrante que no podía mirarla fijamente. Cuando se acercó a ella, se dio cuenta de que se trataba de Abû ‘Abdallâh que estaba haciendo el salat. El hombre se marchó a contarle a la gente lo que había visto.

 Se ganaba la vida cogiendo manzanilla de la montaña para venderla después en el pueblo.

Le vi hacer cosas inauditas. Un día, le sorprendieron unos salteadores mientras estaba sentado cerca de una fuente y le amenazaron de muerte para que les diera su ropa. Ante estas palabras, lloró y respondió: ‘Por Allah! No puedo permitirme el facilitaros vuestra desobediencia. Si queréis algo, cogedlo vosotros mismos!». El ardor de la fe se apoderó de él y les lanzó su famosa mirada. Los salteadores huyeron inmediatamente.

Otro día, mientras paseábamos al borde del mar, me preguntó sobre este versículo: «No deseo de ellos ningu­na subsistencia y no deseo que Me alimenten» . No respondí, luego le dejé. Cuatro años después, le volvía a encontrar y le dije que ya tenía la respuesta a su pregunta. «Dámela, me dijo, pues después de cuatro años ya va siendo hora». Entonces le di mi respuesta y me admiré de que se acordara del versículo.

Llevaba mucho tiempo deseando presentarle a mi compañero ‘Abdalláh Badr al-Habashâ; así, cuando vinimos a Andalucía, nos detuvimos en Ronda. Mientras estuvimos allí, hubo un entierro al que asistimos y, durante el salat, vi que Ablû ‘Abdallâh estaba delante de mí. Yo le mostré a mi compañero e hice las presentaciones, después regresamos al lugar en que yo vivía. Al-Habashi expresó el deseo de ver un ejemplo de su carisma. Cuando llegó la hora de la puesta de sol, hicimos el salat; luego, como el propietario de la casa tardaba en encender la lámpara, mi compañero pidió luz. Abû ‘Abdalláh asintió; en ese momento cogió un puñado de hierba que encontró por la casa y, ante nuestros ojos, la tocó con su índice diciendo: «Aquí hay fuego!». La hierba se encendió inmediatamente y prendimos la lámpara. A veces cogía fuego de la estufa con su mano y, aunque el fuego se pegaba a él, no le causaba ni dolor ni quemaduras.

Era analfabeto. Una vez le pregunté sobre sus llantos y me respondió: «Había hecho el juramento de no invocar nunca a Allah contra nadie; sin embargo, un día lo hice con un hombre que me había irritado, y murió. Todavía hoy me estoy arrepintiendo».

Era que Allah esté satisfecho de él! una misericordia para el mundo. He aprendido muchas cosas de él, pero el tiempo apremia y debo detenerme aquí.

  Ad-Durrat  al-dkhirah

Nos estábamos preparando para hacer el salat fuera de Marchena, cuando surgió una diferencia respecto a la qiblah . Entonces indicó la dirección buena con su dedo diciendo: «Ahí está la Ka’bah!». Hicimos el salat y vi el Templo Sagrado con las personas que cumplían sus viajes rituales; en realidad, hasta percibí a un conocido entre los que estaban cerca de la Ka’bah. De esta forma, realizábamos el salat con toda certeza. Después del salat, la Ka’bah desapareció.

Un día me hizo enrollar tres dirhams en una larga mata de pelo. Me lo guardé todo en el bolsillo porque debía viajar de noche. Al caminar por la ruta, oí a unos hombres. El lugar era peligroso. Al llegar a su altura, vi que uno de ellos sufría un violento dolor. Me suplicaron en nombre de Allah que empleara algún remedio para curarlo.

Recordé en ese momento que uno de nuestros shaykhs había afirmado que bastaría con aplicar un dirham auténtico sobre un dolor para que éste desapareciera inmediatamente. Así que tomé uno de los dirhams y les aconsejé a aquellos hombres que lo colocaran en el lugar del daño. Nada más hacerlo, el sufrimiento desapareció; el hombre se levantó y se marchó con sus compañeros.

 Antes de irse, me pidieron que les dejara el dirham; yo acepté y reemprendí el camino. Cuando llegué a mi casa en Sevilla, recibí la visita de Muhammad al-Khayyar y de su hermano Ahmad, del que ya he hablado. Y me dijeron: «Vimos que habías regresado la noche anterior, pero no teníamos nada para ofrecerte como hospitalidad; así que danos los dos dirhams que quedan para que,compremos algo para comer esta noche”.

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