Los sufís de Al-Andalus – Por Ibn Arabi

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ABU ALI HASAN ASH-SHAKKAZ

Estuvo con nosotros en Sevilla y murió en esta ciudad; fue uno de esos que sirvieron fielmente a nuestro shaykh al-‘ Adawi hasta su muerte.

Era un hombre propenso a los llantos y las lágrimas raras veces estaban ausentes de sus ojos. Con frecuencia hacía compañía a mi tío paterno, que formaba parte de la élite de las Gentes de Alláh.

Una noche que estaba en su casa, desenrolló una estera nueva y, al realizar el salat, las lágrimas corrieron por encima de ella. Al día siguiente, quitó la estera, y vi que el lugar donde habían caído las lágrimas se había deteriorado y ablandado. Le visité desde mi ingreso en el Camino hasta su muerte.

Estaba muy apegado al estado de matrimonio y no habría podido prescindir de él. Nuestro shaykh ash­-Shubarbuli había querido casarle con una de sus sobri­nas y Umm az-Zahdi’ vino un día a vede y le informó de ese proyecto. Era un sábado. Cuando oyó aquella noticia, inclinó un momento la cabeza hacia el suelo, como si se estuviera entreteniendo con alguien. Luego levantó la cabeza y dijo: «De todos los hombres, me gustaría mucho establecer lazos de parentesco con él, pero ya estoy casado y, dentro de cinco días, presentaré a mi esposa».

Cuando ella le preguntó con qué chica se había casado, él respondió: «Ese día se sabrá!». De vuelta a casa, permaneció en cama cinco días y murió. Que Alláh tenga misericordia de él!.

Se alimentaba de plantas amargas y te hacía comer como si se tratara de golosinas. Poseía numerosas gracias espirituales y saqué gran provecho de su compañía. Se adecuaba al comportamiento propugnado en los Cuarenta Hadiths relacionados por Suhayli. Este hombre va­liente vivía del trabajo de sus manos. Después de su muerte, su hermano le habló en una visión y le preguntó cómo le había tratado Alláh. A lo que él contestó: «Cada día, me da trabajo para ocho días».

Ayunaba continuamente y seguía la práctica del ayuno ininterrumpido. Rezaba mucho y evitaba la com­pañía de los hombres, salvo la de sus allegados. Estaba dotado de un gran sentido del humor, pero siempre decía la verdad; aunque le agradaban las bromas dichas de buena fe, detestaba la mentira y no aguantaba a los mentirosos.

Un día se dirigió al barrio de los Bani Calih para humedecer unas pieles en el río y ponerlas al sol. Mientras estaba ocupado en este quehacer, una mujer de Sevilla pasó cerca de él. Las gentes de Sevilla y sus mujeres son muy amables y graciosas. Esta mujer llamó a su compañera y le propuso gastar una broma a aquel hombre, ya que era curtidor. (Es preciso saber que, entre nosotros, la palabra shakkaiz se aplica al que blanquea y flexibiliza las pieles y que las personas de este país hacen de esta palabra un apodo para los hombres que no se preocupan por las mujeres, dicho de otra forma, los hombres cuyo miembro está tan blando como las pieles que trabajan). La mujer se acercó y se mantuvo cerca de él, pero él invocaba a Alláh y no se cansaba de su dhikr. «Que la paz sea contigo, hermano!», le dijo ella. Le devolvió el saludo y volvió a su invocación. Entonces ella le preguntó cuál era su oficio. El le dijo que le dejara en paz, pues sabía muy bien adónde quería ir a parar. «No te me escaparás tan fácilmente», le respondió ella. El sonrió y le dijo: «Soy un hombre que moja lo que está seco, que ablanda lo que está tieso y que arranca los pelos» (evitando así emplear la palabra shakkaz. Ante esta salida, ella se echó a reír y dijo: «Queríamos atraparlo, pero es él el que nos ha tomado el pelo!».



Era un hombre de gran influencia, con el corazón puro, que nunca había guardado rencor a nadie. Descono­cía el comportamiento de la gente para con él y no podía imaginar que pudieran desobedecer a Alláh.

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