Jesús, el hijo del hombre 5

Santiago,hermano del Rabí

 

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La última cena

 

Mil veces me ha visitado el recuerdo de esa noche, y ahora sé bien que mil veces más volverá a visitar mi mente.

La tierra se olvidará de los surcos que hieren su pecho; la mujer olvidará el dolor y el placer del alumbramiento, mas yo no me olvidaré de aquella noche en tanto esté vivo.

Una vez, estando fuera de los muros de Jerusalén, nos dijo Jesús:

-Vayamos a la ciudad a comer en la posada.

Cuando llegamos ya era de noche y todos teníamos apetito. Tan pronto como nos vio, el posadero se apuró a recibirnos cordialmente, conduciéndonos al comedor de la planta alta. Jesús nos pidió que nos sentáramos alrededor de la mesa, pero Él permaneció de pie y dijo al posadero:

-Tráenos una jarra, agua y toalla. Luego nos miró dulcemente y nos dijo: -Sacaos vuestras sandalias.

No entendimos sus intenciones, pero obedecimos. Llegó el posadero con lo que Jesús había pedido y fue entonces cuando nos dijo su voluntad:

-Os lavaré los pies, porque es preciso que yo les quite el polvo del viejo camino, para que podáis entrar libres en el Nuevo Camino.

Quedamos perplejos y ruborizados. Simón Pedro se levantó y pretextó:

-¿Cómo permitiré que mi Señor y Rabí se moleste en lavarnos los pies?

-Lavaré vuestros pies -replicó Jesús- para que no os olvidéis que aquel que sirve a los hombres será más grande que todos los hombres.

Paseó su vista por nosotros y agregó:

-El Hijo del Hombre que os ha elegido por hermanos y cuyos pies han sido ungidos con ungüentos árabes y secados por el cabello de una mujer, quiere, a su vez, lavar vuestros pies.

Echó agua en la jofaina, se arrodilló y nos lavó los pies, comenzando por Judas el Iscariote. Cuando hubo terminado se sentó entre nosotros. Su rostro resplandecía cual una aurora sobre un campo de batalla luego de una noche de combate sangriento.

El posadero y su cónyuge trajeron la comida y el vino. Antes del lavado yo tenía apetito, pero después lo perdí. En mi garganta había llama sacra que no quise apagar con vino. Tomó Jesús un pan y dio un pedazo a cada uno de nosotros, diciéndonos:

-Tal vez ya no comeremos más pan juntos: comamos, pues, este trozo en recuerdo de nuestros días de Galilea.

Acto seguido llenó su vaso de vino y después de beber un sorbo lo pasó a nosotros, diciéndonos:

-Bebed este vino, recordando la sed que juntos hemos conocido. Bebed con la fe de una vendimia nueva y mejor. Cuando me ausente de vosotros, partid el pan cada vez que os reunáis aquí o en otro lugar, y bebed tal como en este momento lo hacéis; luego mirad en derredor de vosotros, que quizá me hallaréis allí.

Y nos repartió pescado y ganga, igual al ave que da alimento a sus pichones. A pesar de que comimos muy poco nos sentíamos hartos y satisfechos. Apenas entonamos unos sorbos, nos pareció que la copa que teníamos delante era un espacio entre esta tierra y otra distinta. Al terminar nos dijo Jesús:

-Levantémonos, y antes de abandonar esta mesa cantemos los cantos de alegría que juntos entonamos en Galilea. Nos pusimos de pie y cantamos; pero su voz sobresalía de las nuestras y en cada tono tenía una armonía particular. Cuando concluimos nos miró a cada uno y dijo:

-Me despido de vosotros por ahora. Encaminémonos a Getsemaní, lejos de estos muros.

-Maestro ¿por qué te despides esta noche de nosotros? -inquirió Juan el hijo de Zebedeo.

-Nada temáis, no os dejaré hasta que os prepare lugar en casa de mi Padre, pero si tenéis necesidad de mí volveré a estar con vosotros; os oiré cuando me llaméis; donde vuestro espíritu me solicite, allí estaré. Recordad que la sed conduce al lagar y el hambre al festín de la boda. Vuestro anhelo os eleva hasta El Hijo del Hombre, porque es la Fuente santa del Amor y el Camino seguro que conduce al Padre.

-Si en verdad nos dejas ¿cómo podremos guiarnos hacia nuestras alegrías, y por qué hablas de separarnos?

-El gamo perseguido conoce la flecha del cazador antes de que se clave en su pecho. El arroyo conoce el mar antes de llegar a la playa. Así es El Hijo del Hombre, que ha recorrido todos los senderos de los hombres. Antes de reventar los botones de los almendros al calor del Sol, mi Árbol habrá buscado el corazón de otros campos.

-Maestro, no nos dejes ahora -rogó Simón Pedro- y no nos prives de la dicha de tu presencia entre nosotros. Iremos donde tú vayas y estaremos a tu lado en cualquier lugar.

Posó Jesús sus manos sobre los hombros de Simón Pedro y le contestó:

-¡Quién sabe si no me negarás antes de terminar esta noche, y me dejarás antes de que yo te deje! -Y súbitamente, dirigiéndose a todos, dijo:

-Vámonos.

Dejamos la posada, y cuando llegamos a la puerta de la ciudad advertimos la ausencia de Judas Iscariote. Pasamos el Valle del infierno. Jesús iba al frente. Al llegar al Monte de los Olivos se detuvo y nos dijo:

-Descansad en este lugar.

La tarde era fría, no obstante hallarse la Primavera a mitad de su carrera. Las moreras reverdecidas y los manzanos en pleno florecimiento. Tenían los jardines encantos de suprema belleza. Cada uno de nosotros se recostó al tronco de un árbol. Yo me recosté debajo de un pino y me envolví en mi manto. Jesús se fue solo al huerto. Yo lo miraba mientras los demás dormían. El Maestro, tranquilo y sereno se paseaba en corto trecho, hasta que deteniéndose, alzó su cabeza hacia el cielo, extendió sus manos hacia el Levante y luego al Poniente. Le oí decir: «El Cielo, la Tierra y el infierno mismo proceden del hombre». Recordé esas palabras y comprendí que el Hombre que se paseaba a mi vista en el Monte de los Olivos, era el Cielo transformado en Hombre, y pensé que el vientre de la Tierra no es el Principio ni el Fin, sino un vehículo y una estación; una sensación de asombro y de maravilla. También he visto a Gehena en el valle conocido por el infierno, que estaba elevado entre Jesús y la Ciudad Santa.

Yo seguía tendido en el suelo, envuelto en mi manto. Le oía hablar, pero no con nosotros. Tres veces le escuché pronunciar «Padre» y es todo lo que pude oír. Bajó sus brazos y quedó como en éxtasis, de pie, erguido cual un álamo entre mis ojos y el firmamento.

Finalmente se volvió hacia donde estábamos nosotros, ya dormidos, y nos despertó diciéndonos:

-Despertaos y levantaos, ya está cerca mi Hora y el mundo se alza armado en mi contra y se prepara para el combate. Hace un segundo oí la voz de mi Padre, y si no vuelvo más a veros, no olvidéis que el Victorioso no gozará de la paz hasta caer vencido.

Nos levantamos y acercamos a Él y vimos que su cara era como un cielo enjoyado sobre el desierto. Besó a cada uno de nosotros en la frente; sentí que en sus labios había el fuego de un niño afiebrado. En esas circunstancias percibimos fuertes rumores y ruidos que procedían de la entrada del monte; parecía acercarse una multitud, pues se oía bullicio de gentes cuanto más se acercaban los ruidos. Repentinamente aparecen hombres que vienen a todo correr, con antorchas, garrotes y armas. Jesús fue a su encuentro. Los guiaba Judas el Iscariote. Eran soldados romanos y populacho. Judas se adelantó y besó a Jesús, y señaló a los soldados:

-Este es.

Jesús dijo a Judas:

-Me tuviste mucha paciencia ¡oh, Judas! -Y hablándole a los soldados, añadió:-Llevadme con vosotros, pero tratad que vuestra jaula sea muy grande, para que en ella puedan caber estas alas.

Se arrojaron sobre Jesús y lo prendieron entre gritos y vocerío.

El terror me hizo huir para librarme de ellos. Huí sin pensar en nadie durante toda la noche. Al amanecer me encontré en una aldea cerca de Jericó. ¿Por qué abandoné a Jesús? No lo sé. Me siento triste y arrepentido de mi cobardía. Así, avergonzado y arrepentido, volví a Jerusalén. Allí lo habían. encerrado e incomunicado. Después lo crucificaron. Su sangre creó nuevo polvo sobre la tierra. Yo todavía estoy vivo, pero alimentándome con el panal de miel que su vida elaboró.

 

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