Jesús, el hijo del hombre 5

Opina un hombre del Líbano 

 

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19 siglos más tarde

 

¡Príncipe de los poetas!

¡Oh, soberano de las silenciosas parábolas! Siete fueron las veces que he nacido y siete las veces que he muerto, luego de tu rápida visita y nuestra apresurada recepción.

Otra vez vivo, me encuentro rememorando ese tiempo en cuyo espacio tu marejada nos ha alzado, entre un solo amanecer y un solo crepúsculo, sobre valles y montañas.

Luego he caminado muchos senderos y navegado en muchos océanos, y a cualquier lugar que las caravanas por la tierra y las embarcaciones por las aguas me llevaran, escuché tu nombre, ya en la oración que brotaba de lo hondo del espíritu, ya en las búsquedas de la mente, porque las personas se dividen en dos facciones: una te bendice y la otra te maldice. Pero, la maldición es indicio seguro del fracasó, en tanto que la gracia es el cantar del cazador triunfante que vuelve de cazar pleno y feliz.

Tus compañeros moran aún entre los hombres, para nuestra consolación y ayuda. Asimismo tus enemigos entre nosotros están, y ello aumenta nuestra valentía y nuestra fe.

Tu madre se encuentra entre nosotros; he podido ver la luz de su semblante en el rostro de todas las madres. Su mano mece tiernamente la cuna de todos los niños del planeta, de la misma forma como prepara misericordiosamente las mortajas.

María Magdalena, esa mujer que probó el vinagre de la vida escanciando luego su ambrosía, no se ha ido todavía de entre nosotros. Y Judas, ese hombre de ruinas y rastreras ambiciones y sufrimientos, aún existe y pisa nuestro suelo, y sigue cazándose a sí mismo, y no encontrando otra presa que su propio «yo», se autoelimina, tratando de hallar otro «yo» más elevado.

Y Juan, cuya juventud ha sido regalada por la belleza, asimismo se halla con nosotros. Prosigue cantando aunque nadie lo oye. Y Simón Pedro, el fogoso, el impulsivo, que negó saber tu nombre a fin de prolongar su vida para conocerte mejor, continúa sentado alrededor de nuestras fogatas; tal vez tenga que negarte nuevamente antes que raye la aurora del día que nace, sin embargo, está predispuesto a inmolarse sin considerarse digno de tal honor.

Y Caifás y Anás aún gozan de la luminosidad de las mañanas, juzgando y dictando sentencia al culpable tanto como al inocente, descansando en sus colchones de plumas en tanto que el látigo flagela la espalda del condenado.

La mujer adúltera continúa asimismo entre nosotros, con hambre del pan que todavía no ha sido sacado del horno y habitando solitaria una casa desierta.

Poncio Pilatos está de pie ante ti, desvestido de su soberbia, dirigiéndose hacia ti con respeto. No osa arriesgar su puesto ni ponerse al frente de un pueblo extranjero. Todavía no ha concluido de lavarse las manos. Jerusalén todavía sostiene la aljofaina y Roma el jarro, en tanto que millares de manos aguardan turno para ser lavadas.

¡Príncipe de los poetas!

¡Oh, soberano de todo lo cantado y todo lo dicho! Las personas han erigido templos en tu nombre y en cada cumbre han alzado tu cruz, en forma de testimonio y símbolo de las huellas de tus vacilantes pasos, y no para felicidad de tu Espíritu, pues tu felicidad es una cima que se yergue más allá de sus ideas y sus premoniciones, y ello no brinda consuelo. Pretenden glorificar a ese ser que no han comprendido, pues… ¿qué consuelo pueden sentir ante un ser que es idéntico a ellos y cuya misericordia es cual la suya, o ante una divinidad que posee un amor idéntico al suyo y cuya piedad y complacencia es como la que ellos tienes?

No es su deseo idolatrar al hombre viviente, a ese hombre primigenio que entreabrió sus ojos y miró al Sol sin parpadear ni vacilar. No lo conocen y pretenden ser iguales a Él.

Desean vivir desconocidos y caminar en cortejos inexistentes. Desean portar su propia melancolía, y es por ese motivo que rehuyen el consuelo que brinda tu felicidad. Sus doloridas almas no buscan alivio en tus poemas ni en tus parábolas. Su sufrimiento silencioso y relajado los convierte en misántropos a los que nadie quiere visitar.

Y a pesar de vivir entre sus compatriotas y parientes transcurren la vida solitarios y sin amigos; peor no pueden sentirse solos y cuando el viento del Oeste sopla se inclinan hacia el del Levante. Te nombran Soberano y pretenden formar parte de tu corte y proclaman que eres el Mesías, pero en realidad lo único que quieren es ungirse a sí mismos con el óleo santo.

¡De qué forma tratan de vivir a tu costa, Señor!

¡Príncipe de los cantores! Tus lágrimas eran como gotas de rocío en Mayo, y tu risa como el oleaje del océano blanco, y en el momento que hablaste, tus frases tradujeron un distante balbucear de su boca, en tiempo que esa boca debía iluminarse por las llamas. Has sonreído para dar felicidad a su médula que no estaba capacitada para recibir la risa. Has vertido llanto para sus pupilas que nada sabían de lágrimas. Tus palabras eran un padre bondadoso para su mente y sus ideas y era también una madre cariñosa para su aliento y sus frases. Siete fueron las veces que he nacido y siete las veces que he muerto, y por segunda vez hoy puedo mirarte: guerrero entre guerreros; poeta entre poetas; monarca sobre todos los monarcas y un hombre desnudo entre los amigos, compañeros vagabundos que caminan a la orilla de los caminos. Todos los días, prelados y sacerdotes inclinan la frente al decir tu nombre, y los pordioseros piden limosna asimismo en tu nombre, diciendo: «¡Una moneda, para comprar pan, en nombre de Jesús!»

Los hombres nos suplicamos y rogamos los unos a los otros, pero en verdad únicamente a ti suplicamos y rogamos. Somos como la marea alta en la primavera de nuestras ambiciones y necesidades, y en cuanto llega nuestro otoño nos parecemos a la marea baja. Aún seamos gigantes o pequeños, patricios o plebeyos, en nuestros labios tu nombre siempre está presente. Eres el Señor Eterno de la Eterna Bondad.

¡Príncipe del Amor! La doncella espera tu llegada en su perfumada alcoba; te aguardan en su jaula la casada como la soltera; tanto la hetaira disoluta como la enclaustrada beata; te aguarda la infecunda detrás del cristal de su ventana, en donde la mano del cierzo helado ha bosquejado una selva fantástica, y que halla consuelo guardándote en sus ensoñaciones.

¡Príncipe de los poetas! ¡Príncipe de nuestras silenciosas ansias! La esencia del mundo repercute con el eco de los latidos de tu corazón. El mundo escucha tu voz con tranquilidad y paz, pero no se molesta en levantarse del lugar donde está sentado para adornar las laderas de tus montes. Los hombres desean soñar tus sueños, mas no desean despertarse con tu alborada, que es todavía más grande que tu sueño. Pretenden observar mediante tus ojos, pero sin encaminar sus entorpecidos pasos hacia tu trono. No obstante, muchos son los que se han colocado en ese trono invocando tu nombre, su testa coronada por tu poder, transformando tu visita áurea en coronas para sus frentes y cetros para sus diestras.

¡Príncipe de la luz! Tu mirada se encuentra en el tacto vidente de los ciegos; todavía se te desprecia, se te mofa y escarnece. ¡Oh, hombre, tus debilidades no te permiten alcanzar a la divinidad! ¡Oh, Dios, tu esencia eterna y humana no permite que alcances la adoración! ¡Señor, cuanto te ofrendan las personas, ya sean oraciones o salmos, misas u Hosannas, no es más que para su propio «yo» preso, porque solamente tú eres ese distante «yo», sus ansias y su grito lejano!

¡Señor, oh, gran espíritu celestial; héroe de nuestras doradas ensoñaciones! ¡Oh, tú que aún hoy permaneces caminando y entre nosotros habitas, ni espadas ni saetas detienen tu camino, pues avanzas imperturbable entre nuestras lanzas y flechas!

Desde tu Elevación nos sonríes, y no obstante ser menor en edad que todos nosotros, eres nuestro Padre. ¡Oh, poeta! ¡Oh, cantor! ¡Oh, enorme espíritu! ¡Que Dios bendiga tu nombre y el viento que te ha concebido y el seno que te ha amamantado! Y que Dios tenga misericordia de todos nosotros.

 

 

FIN

 

 

 

Jesús, el hijo del hombre 4

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