Jesús, el hijo del hombre 5
Anás
Jesús era un plebeyo
Pertenecía a la clase baja; un ladrón, un mistificador; un aventurero y vanidoso, que sólo tocaba su clarín para sí. Nadie lo tuvo en cuenta, más que los herejes y los miserables, y por eso su camino era el de la gente viciosa, malvada, deshonesta y sucia.
Se burló de nosotros y de nuestras leyes; se mofó de nuestro honor y de nuestra dignidad. Era tanta su locura que osó manifestar ante la muchedumbre que derribaría el Templo y profanaría los Santos Lugares.
Era muy casto y altivo, y por ello lo condenamos a muerte humillante y vergonzosa. Venía de Galilea, que es suelo de todos los pueblos; un forastero del Norte, donde Adonis y Astarté siguen disputando a Israel y a su dios su dominio sobre su pueblo. Aquel, cuya lengua farfullaba las parábolas de nuestros profetas, terminó alzando su voz, hablando y arengando en la lengua de los bastardos, a la canalla y la ralea que le seguía. ¿Qué otra cosa podía yo hacer que condenarlo a muerte? ¿No soy el Sumo Sacerdote, guardián del Templo y cumplidor de la Ley? ¿Podía volverle mis espaldas, diciendo tranquilamente: «Este es un loco suelto entre locos; dejadle seguir en paz su camino hasta que su locura lo consuma, por cuanto los locos e idiotas poseídos por espíritus malignos no obstruyen el camino de Israel?»
¿Cómo podía yo cerrar mis oídos a sus palabras, cuando nos insultó llamándonos impostores, hipócritas, chacales, hijos de víboras? No porque era un loco debía yo hacerme el sordo a sus ultrajes. Era un pagado de sí mismo y por eso se atrevió a provocarnos y desprestigiarnos. Ordené que lo crucificaran para castigo y ejemplo de los que se hayan estigmatizado con su sello maldito.
Sé bien que bastante gente ha reprobado mi actitud, y algunos eran del Gran Consejo del Sanedrín, pero comprendí en aquel momento, y de ello estoy seguro ahora, que un hombre solo debería morir en aras de la Nación, para evitar que fuera arrastrada al caos y a la destrucción.
Un enemigo extranjero ha vencido al judaísmo, mas no debemos dejar que un enemigo de adentro también nos subyugue. Ningún hombre de aquel Norte maldito debe llegar hasta nuestra santidad, ni su sombra alcanzar a mancillar nuestra Arca Sacra.