Jesús, el hijo del hombre 3
Georgius de Beirut
Los extranjeros
Estaba Jesús con sus discípulos en el bosque de los olivos, tras el cerco de mi casa. Cuando comenzó su sermón me levanté a escucharlo. Lo habría reconocido en el acto, porque su nombre se había difundido en nuestras costas antes que él, hiciera su primera visita. Cuando concluyó llegué hasta él y le dije:
-Ven conmigo, Señor, y hónrame con tu presencia. Me miró sonriente y dijo:
-No este día, amigo mío, no será hoy.
En sus palabras había bendición, y sentí que su voz me envolvía cual un manto de lana en una noche glacial. Luego observó a sus discípulos y les habló así:
-Ved a este hombre que, sin habernos visto, no nos cree forasteros, tanto que nos invita a su casa. En verdad os digo que en mi Reino no habrá extranjeros. Nuestra vida es la de todos los hombres; nos fue dado conocerlos a todos y amarlos. Los actos de los hombres son nuestros primeros actos, tanto íntimos cuanto públicos. Os ruego no seáis un solo «yo» sino varios, y que seáis el dueño de la casa y el que no la tenga; el labriego y el ave que persigue los granos antes que descansen en la tierra; el que da con generosidad y alegría, y el que recibe con inteligencia y sin humillación. La belleza del día no se limita a lo que veis vosotros, sino que entiende a lo que ven otros también. Es por eso que os he elegido de entre los muchos que me han elegido a mí.
Me miró, sonrió por segunda vez y dijo:
-Todo lo que he dicho también te lo digo a ti, porque tú también recordarás mis palabras.
Le rogué otra vez:
-¿Honrarás mi casa con tu presencia, Señor?
Y me contestó:
-Conozco tu alma y me basta haber visitado tu Casa Mayor.
Cuando se dispuso a marcharse agregó:
-Quisiera Dios que tu casa sea una Casa Mayor, para que así hospede bajo tu techo a todos los peregrinos de la tierra.