Jesús, el hijo del hombre 3

Un filósofo

 

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Admiración y belleza

 

Cuando estaba con nosotros nos observaba con toda admiración lo mismo que a nuestros actos, por cuanto sus ojos jamás se empañaron con el velo de los años. Todo lo vio caro a la luz de su juventud, y a pesar de haber sondeado la profundidad de la belleza, siempre se maravillaba ante ella y su esplendor.

Frente a la Tierra se ha detenido igual que el primer hombre, el día primero; mas nosotros, de embrutecidos sentidos, contemplamos la clara luz del día y nada vemos: prestamos oídos y no oímos; extendemos nuestras manos y nada palpamos; y si se quemaran delante de nosotros todos los inciensos arábigos, seguiremos nuestro camino sin oler nada. No vemos al labrador cuando vuelve de su campo en el crepúsculo, ni oímos la flauta del pastor cuando conduce su rebaño, ni alargamos nuestra mano para tocar el ocaso del Sol, y nuestro olfato no tendrá más ansias que aspirar el perfume de las flores de Charon.

No respetamos ni reconocemos monarcas ni reinos, ni oímos el trino de la cítara sin antes tener sus cuerdas en nuestras manos, ni advertimos la presencia de un niño en un monte de olivos, pues lo confundimos con un olivo; que todas las palabras debían salir de labios naturales para no sentirnos mudos y sordos. Miramos y no vemos; prestamos oído y no oímos, comemos y bebemos, y no sentimos gusto. En todo esto consiste la diferencia primaria entre Jesús el Nazareno y nosotros, porque todos sus sentidos se renovaban siempre, tanto que tenía el orbe ante sus ojos, perennemente nuevo. No era menos para Él el balbuceo de un niño que el grito de la Humanidad entera, que para nosotros sería ni más ni menos el balbuceo de un infante. Y el tallo de la anémona amarilla era, a su juicio, una aspiración hacia Dios, lo que para nosotros no es más que un simple tallo.

 

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