Jesús, el hijo del hombre 2

 Raquel,una de las discípulas

 

Raquel
Raquel

 

¿Era Jesús un hombre o una idea?

 

Muchas veces he meditado sobre el hecho de si Jesús era un pensamiento sin cuerpo vibrando en la Razón -pensamiento que frecuenta la intuición del hombre- o una criatura de carne y hueso como nosotros. Muchas veces se me ha ocurrido pensar que no era más que un sueño de un dormir más profundo que el mismo dormir, y una aurora más serena que todas las auroras.

Parece que mientras contábamos este sueño unos a otros, principiamos a creer que era una realidad efectiva, y cuando hubimos dado cuerpo en nuestra imaginación y voz en nuestros anhelos, lo modificamos por último en una esencia verdadera, en la materialidad de nuestro existir. Pero en realidad no era un sueño: lo hemos visto con nuestros propios ojos a la luz del mediodía; hemos tocado sus manos y lo hemos seguido de un lugar a otro; hemos oído sus discursos y fuimos testigos de sus hechos. Por ventura, ¿creeréis que éramos un pensamiento que buscaba otro pensamiento, o un sueño que aleteaba en el cielo de otros sueños?

Nos parece, con frecuencia, que los grandes acontecimientos son cosas extrañas a nuestra vida diaria e intrascendente, aunque estuviese su naturaleza arraigada en la nuestra. Ellos por más que vengan y vayan pronto o súbitamente, su esencia y naturaleza perdurarán a través de los siglos y de las edades.

Jesús el Nazareno es, pues, el Gran suceso. Aquel hombre cuyos padres y hermanos todos conocíamos, era en sí mismo un milagro producido en Judea. Y si colocamos todos los días, con todos los años y los siglos, no podrían borrar su recuerdo de nuestras almas.

En la noche era una montaña ardiendo; mas al pie de los collados el calor era tibio y suave. En la atmósfera era una tempestad y, sin embargo, se movía flotando dulcemente sobre la neblina del amanecer.

Era Jesús un torrente que descendía desde las alturas para devastar y destruir los obstáculos; al mismo tiempo era ingenuo como la sonrisa de un niño. Cada año esperaba la visita de la Primavera en este valle, y esperaba los lirios y otras flores, mas, mi alma se sentía triste porque nunca pudo alegrarse en la Primavera, a pesar de haberlo deseado tanto. Pero cuando llegó Jesús a mis estaciones, era Él, en verdad, una Primavera para mis sueños, y en Él se habían realizado y cumplido las promesas de todos los próximos años. Llenó de alegría mi corazón en tanto yo crecía como la violeta, deslumbrada y avergonzada ante la luz de su advenimiento. Y hoy todos los cambios de las estaciones futuras no pueden borrar su belleza de nuestro mundo.

Jesús no era ni un sueño ni un pensamiento concebido por la fantasía de los poetas, sino un ser humano como tú y yo, en oído, en vista y en tacto; en lo demás era diferente a todos nosotros. De genio alegre, a través de la alegría conoció la tristeza de los hombres, y desde la más alta cima de su aflicción divisó la alegría de los hombres.

Las visiones que tuvo no las distinguimos nosotros; las voces que oyó no las oímos nosotros. Con frecuencia hablaba dirigiéndose a las multitudes invisibles, y muchas veces hablaba por intermedio nuestro, con gente no conocida todavía.

Las más de las veces se hallaba solo, mas cuando se encontraba con nosotros se sentía como extraño en nuestra compañía. Se hallaba en la tierra, pero Él era del cielo. Y nosotros no podemos ver la tierra de su soledad más que en nuestra soledad.

Nos amó con cariño y bondad. Su alma era una fuente al alcance de nosotros para llegar hasta Él y llenar nuestras copas y beber hasta colmarnos. Una sola cosa no podía comprender en Jesús: el uso frecuente de la chanza con sus oyentes; les relataba un cuento gracioso y hacía juego de palabras para luego reírse en lo más hondo de su corazón, y hasta en las horas más tristes, cuando el dolor se mostraba en sus ojos y se mezclaba en las vibraciones de su voz. Todo esto no lo concebía en aquellos tiempos, y hoy bien lo comprendo.

Muchas veces, cuando pienso en la Tierra, se me parece una virgen grávida y primeriza, que tuvo en Jesús su primogénito, y cuando éste murió fue el primer hombre que moría. ¿No te parecía que la tierra estaba serena aquella semana sombría y que los cielos estaban en guerra contra los cielos mismos? Más aún: ¿No te has sentido, al desaparecer su rostro de nuestros ojos, que sólo éramos unos recuerdos errantes en la neblina?

 

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