Jesús, el hijo del hombre 2
Romanus,poeta griego
Jesús el lírico
Jesús era poeta. Miraba para nuestros ojos y oía para nuestros oídos. Nuestras palabras mudas estaban siempre presentes en sus labios. Sus dedos tocaban lo que no alcanzamos nosotros a sentir.
De su alma volaban innumerables pájaros cantores; unos hacia el norte y otros hacia el sur. Las bellas y perfumadas flores que bordeaban y circundaban los caminos y los collados, dibujaban una línea divisoria por la cual debía dirigir sus pasos y seguir camino en el firmamento.
¡Cuántas veces lo he visto inclinarse para tocar las húmedas hierbas!, escuchándolo en mi corazón dialogar así con ellas: «¡Oh pequeñas y verdes hierbecillas, vosotras estaréis en mi Reino, conmigo; como la encina de Bizán y el cedro del Líbano!»
Amaba todo lo que era bello en este mundo: el rubor en el rostro de los niños, la mirra y la resina del sur. Aceptaba con amor una granada o un vaso de vino que se le ofrendara con amor; y no le preocupaba que viniera de un humilde extraño en la posada o de un rico hospedaje. Amaba las flores del almendro; lo vi una vez recogerlas con sus manos v cubrir su rostro con sus pétalos. Parecía desear que su amor alcanzara a todos los árboles de la Tierra.
Conoció el mar y los cielos. Habló de las perlas cuya luz no proviene de nuestra luz; y de los astros que vigilan nuestra noche. Conoció las montañas tal como las conocen las águilas, y los valles tanto como los conocieron los arroyos y los manantiales. Había un desierto en su silencio y un vasto vergel en sus palabras.
Jesús era un poeta cuyo corazón ha sido colocado por sobre el nuestro, y así como sus canciones fueron entonadas para nuestros oídos, asimismo otros oídos de otros pueblos las escucharon donde la Vida es juventud eterna y el Tiempo una constante Aurora.
Tiempo atrás yo me creía un poeta, pero cuando me detuve ante Él, en Betania, conocí el valor de aquel que pulsa un instrumento de una sola cuerda y la de aquel ante quien se rinden todos los instrumentos y todas las cuerdas con mansedumbre. En su voz se habían unido la risa de los truenos, las lágrimas de las lluvias y la danza de los vientos y de los árboles.
Desde que supe todo eso, mi cítara se convirtió en un instrumento de una sola cuerda, y mi voz no pudo más tejer recuerdos del pasado ni esperanzas del futuro. Es por eso que arrojé mi cítara y me callé para siempre, mas a cada hora crepuscular afino mis oídos para los cantares de Jesús, el príncipe de todos los poetas.