Los sufís de Al-Andalus – Por Ibn Arabi

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AD-DURRAT AL-FÂKHIRAH

Pasó cuarenta años en lugares desiertos y otros cuarenta en Sevilla.

Fui a verle un día mientras hacía la ablución (wudû). Al efectuar este rito, la vergüenza y el temor le hacían cambiar de color. Cuando le preguntaban la razón, respondía: “¿Como podría ser de otro modo para quien se prepara para conversar con Allah, cargado de dunub (errores, equivocaciones)?”. Realizaba sus abluciones meticulosamente, lavando tres veces cada parte del cuerpo al pronunciar el nombre de Allah.

Cuando terminó, levantó la cabeza y me vio delante. Estaba sentado en un banco y se preparaba para secarse; me hizo señas para que me acercara. En aquella época, empezaba a seguir el Camino y había recibido algunas exhortaciones de naturaleza espiritual que no había confiado a nadie. “Oh, hijo mío”, me dijo, “cuando hayas probado la miel, deja el vinagre. Allah te ha abierto el Camino, es preciso que permanezcas en él con firmeza. ¿Cuántas hermanas tienes?”. Le informé de que tenía dos hermanas. “¿Están casadas ya?”. Le respondí que todavía no lo estaban, pero que la mayor estaba prometida al Emir Abû al-’Alâ b, Ghazûn. “Hijo mío, debes saber que ese matrimonio no se celebrará, pues tu padre y el hombre de quien hablas van a morir y te vas a quedar solo para hacerte cargo de tu madre y de tus hermanas. Tu familia querrá persuadirte de que regreses al mundo para que cuides de ellas. No hagas lo que van a pedirte y no tengas en cuenta sus palabras, pero recítales este versículo:

“Ordena a tu familia que rece y tú mismo persevera en el salat. No te pedimos que satisfagas nuestros medios de subsistencia. Nosotros proveeremos y el final dichoso es para aquellos que temen a Allah”. No hagas nada más, pues Allah te ha preparado una senda de entrega. Si les haces caso, serás abandonado en este mundo y en el Otro, dejado a tu suerte”.

Antes de terminar el año, el Emir murió sin haber podido efectuar su matrimonio con mi hermana. Mi padre murió seis años después. El shaykh también murió. Llegó el momento en que mi familia vino a buscarme y me reprocharon que no satisfaciera las necesidades de mis hermanas. Después vino a verme mi primo y, con mucha deferencia, me suplicó que regresara al mundo por el bien de mi familia. Por toda respuesta, le recité estos versículos que había compuesto bajo la inspiración del momento:

Ellos me invitaron a alejarme de la Senda de Allah. Yo respondí: ¿Cómo podría abandonar la Senda cuando el Amigo ha dicho:

Excepto el sol naciente de la Realidad, ¿qué hay sino la sombría noche del error? Así que no puedo hacer lo que me pedís.

El Emir de los Creyentes deseaba, no obstante, que entrara a su servicio. A este fin, envió al antiguo Jefe de justicia Ya’qûb Abû al-Qâsim b. Taqî. Le había dicho al juez que se encontrara conmigo a solas y que no intentara obligarme si rechazaba su proposición. Cuando vino a hacerme esta oferta, la rechacé; las palabras del shaykh resonaban todavía en mis oídos. A continuación conocí al Príncipe y se interesó por mis dos hermanas que necesitaban protección. Cuando le puse al corriente de su situación, me propuso buscarles maridos apropiados, y le respondí que yo mismo me encargaría. “No seas tan expeditivo, me dijo, tengo obligaciones para con ellas”. Entonces llamó a su guardia y le ordenó, con insistencia, que le informara de mi respuesta tanto de día como de noche. Poco después de dejar al Príncipe, me envió un mensajero para renovar su ofrecimiento relativo a mis dos hermanas. Le di las gracias al mensajero y partí casi de inmediato para Fez con mi familia y con un primo paterno. Unos días después, el Califa pidió noticias mías a Abû al-Qasîm b. Nadîr. Le informó que había salido para Fez con mi familia. Al enterarse de ello, el Califa exclamó: “Gloria a Allah!” Una vez establecido en Fez, casé a mis dos hermanas y de ese modo me libré de su carga. Después de eso sentí de nuevo la influencia del shaykh y me encaminé hacia La Meca. Es uno de los ejemplos de sus gracias espirituales.



A su muerte, lavamos su cuerpo durante la noche, en secreto y lo llevamos a hombros hasta su tumba, donde lo dejamos. Por la mañana, la noticia de su muerte se había difundido por toda la ciudad. Poco después, no quedó nadie con el Príncipe de los Creyentes, salvo su guardia.

Cuando preguntó lo que ocurría, se le anunció la muerte del shaykh y lo que nosotros habíamos hecho; entonces comprendió el comportamiento de sus hombres. El Príncipe salió para asistir a los funerales, pero la gente no le prestó ninguna atención dado que los miraba con desprecio.

Nunca decía “yo” y nunca le oí pronunciar esa palabra. Venía frecuentemente a nuestra casa para ver a uno de mis tíos, durante mi período de ignorancia, es decir, antes de que yo entrara en el Camino.

(Respecto al matrimonio, la versión de la Durrah es algo distinta).

Habíamos buscado a una mujer para dársela en matrimonio con la intención de resolver el asunto. Sucedió que caí enfermo y, cuando vino a visitarme, le presenté mi proyecto. “Hermano, me dijo, ya me he casado y el jueves entraré en mi casa nupcial”. Era sábado. Se marchó. Poco después, Umm az-Zahra, una mujer que estaba en el Camino de Alláh, vino a verme y le puse al corriente del asunto. Cuando me dejó, se dirigió a su casa y se enteró de que, casi nada más dejarme, se había puesto enfermo. Cuando ella le habló de matrimonio, el respondió: “Oh Fatimah, dentro de cinco días, entraré en mi cámara nupcial, como le dije a mi hermano Ibn ‘Arabi”, Ella le preguntó: “¿Con quién vas a casarte y cómo es posible que tengas un secreto con nosotros?”. A lo que él respondió. “Hermana, el jueves lo sabrás”. Y el jueves se murió, fue enterrado y entró en el Cielo la noche del viernes, in shla ‘Allah, como un recién casado.

Fui compañero de ese shaykh durante cerca de trece años.

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