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Carta del Califa Omar a Amrú consultando sobre la riqueza de Egipto

Tan rica comarca debía producir viva impresión en los pueblos llegados de los desiertos de Arabia; y en efecto, las dos siguientes cartas, cambiadas entre Ornar y su lugarteniente Amrú, demuestran hasta qué punto apreciaban aquella conquista.




El Califa Omar, sucesor de Abu-Bekr, a Amrú, su lugarteniente:

«Amrú: lo que de tí deseo al recibir la presente, es que me des una descripción de Egipto bastante exacta para que yo pueda imaginar que veo con mis propios ojos esa hermosa tierra. Salud.»

Respuesta de Amrú:

«¡Oh príncipe de los fieles! Píntate a tí mismo un desierto árido y una campiña magnífica en medio de dos montañas, de las cuales la una tiene la forma de un montículo de arena y la otra la del vientre de un caballo flaco, o bien de la espalda de un camello.»

Tal es el Egipto. Todas sus producciones y todas sus riquezas desde Isoar hasta Mancha (desde Assuan hasta las fronteras de Gaza), proceden de un río bendito que corre majestuosamente a través de él; verificándose con tanta regularidad la crecida y la disminución de sus aguas, como el curso del sol y de la luna.»

Hay una época fija en que todos los manantiales del universo vienen a pagar a este rey de los ríos el tributo al cual la Providencia del universo los ha sometido respecto a él; y entonces las aguas suben, salen del cauce, y riegan la superficie del Egipto, depositando en ella un limo precioso.

»En esta época ya no existen comunicaciones de población a población sino por medio de barquillas ligeras, las cuales son tan innumerables como las hojas de la palmera.

»Así que llega el momento en que las aguas dejan de ser necesarias para la fertilización del suelo, aquel río vuelve dócilmente a los límites que el destino le ha prescrito, a fin de que se puedan recoger los tesoros que ha dejado en el seno de la tierra.

»Un pueblo protegido por el cielo, y que semejante a las abejas, no parece sino destinado a trabajar para los demás sin sacar ningún fruto de sus penas y trabajos, abre ligeramente las entrañas de la tierra, depositando en ellas las simientes de las cuales espera la prosperidad, con el auxilio de ese bienhechor Ser supremo que hace prosperar y madurar los sembrados; el germen se desarrolla, el tallo se levanta y la espiga se forma con el auxilio de un rocío benigno que suple a las lluvias y que conserva el jugo alimenticio de que el suelo se ha saturado.

»Después de la cosecha más abundante, sucede a veces una esterilidad repentina; y así es como, ¡oh príncipe de los fieles! el Egipto ofrece la imagen de un desierto árido y arenoso, de una llanura líquida y argentina, de una laguna cubierta de un limo negro y espeso, de una pradera verde y ondulante, de una era de flores variadísimas, y de un vasto campo lleno de cosechas amarillentas. ¡Bendito sea para siempre el nombre del Creador de tantas maravillas!

»Tres determinaciones contribuyen esencialmente a la prosperidad de Egipto y a la felicidad de sus hijos. La primera es no adoptar ningún proyecto que tienda a aumentar los impuestos; la segunda destinar la tercera parte de las contribuciones al aumento y conservación de los canales, diques y puentes, y la tercera no cobrar el impuesto sino en los mismos productos que la tierra da. Salud.»

Este río que constituye la fortuna de Egipto es también a veces causa de su miseria, pues cuando la inundación no llega a suficiente altura sobreviene allí un hambre crudísimo; y si la sequía dura muchos años, gran número de labradores no tienen más recurso que perecer de hambre.

Los historiadores árabes nos han conservado la relación de una espantoso hambre sobrevenido en el 462 de la Hégira (1069 de nuestra era), durante la dominación árabe. Por espacio de cinco años la crecida del Nilo fue insuficiente, y diversas guerras impidieron aportar trigo de otros países; siendo tan grande la penuria, que un huevo costaba 15 francos y un gato 45. Fueron primero devorados los diez mil caballos o camellos del califa; y un día que el visir iba a la mezquita en una mula, fue derribado de ella y la mula devorada a sus mismas barbas. Ajusticiaron las autoridades a los autores de este atropello, pero la muchedumbre devoró esos cadáveres.

Como el hambre continuaba, los habitantes se comían unos a otros; y toda mujer o criatura que ponía los pies en la calle, era en seguida cogida y devorada viva, a pesar de sus alaridos. Durante mucho tiempo se enseñaba a una mujer que tuvo la suerte de ser arrancada de las manos de los famélicos cuando ya le habían comido una parte del cuerpo, y que tuvo la suerte de sobrevivir a semejante operación.

Por G. Le Bon

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