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El truhán de la Alhambra

Sobrevino un incidente que causó una ligera tribulación en la Alhambra y que entristeció la interesante fisonomía de Dolores. Esta señorita sentía esa natural pasión de mujer por los animales domésticos de todas clases; y, efecto de su bondadoso carácter, había poblado de los que le eran predilectos uno de los patios ruinosos de la Alhambra. Un arrogante pavo real, con su hembra, parecía como que estaba ejerciendo soberanía sobre otros hermosos pavos, cacareadoras gallinas de Guinea y una bandada de pollos y gallinas comunes. Pero el principal deleite de Dolores fue mucho tiempo un par de pichones que habían entrado ya en el sagrado estado del matrimonio, sustituyendo en el cariño de la joven a una gata maltesa con sus gatitos.

A manera de vivienda, y para que pudieran hacer vida doméstica, Dolores les había arreglado un pequeño cuartito junto a la cocina, cuya ventana daba a uno de los silenciosos patios moriscos. Allí vivía la feliz pareja, no conociendo más mundo que su patio y sus relucientes tejados, sin que jamás se les hubiera ocurrido asomarse por encima de las murallas ni volar a lo alto de las torres. Su virtuosa unión se vio al fin coronada por dos preciosos huevos, blancos como la leche, que estremecieron de alegría a la cariñosa joven. Nada tan tierno y digno de admiración como los desvelos de los tiernos esposos en tan interesante situación; turnaban en el nido hasta que nacieron los pollos, y mientras la tierna prole necesitaba calor y abrigo, el uno quedaba en el nido y el otro salía fuera para buscar comida y traer a la casita provisiones.





Este cuadro de felicidad conyugal se alteró de pronto con un triste contratiempo. Una mañana temprano, cuando Dolores daba de comer al macho, tuvo la idea de querer enseñarle el gran mundo; y, abriendo la ventana cuyas vistas daban al valle del Darro, lo lanzó de pronto fuera de la muralla de la Alhambra. Por primera vez en su vida, el inexperto pájaro tuvo que usar de todo el vigor de sus alas; se precipitó hacia el valle, y levantándose después de un revuelo se remontó hasta cerca de las nubes.

Nunca se había visto a tal altura ni gozado de las delicias de volar, y, semejante al joven calavera que está en su elemento, parecía estar aturdido con el exceso de libertad y con el ilimitado campo de acción que de pronto se abrió a sus ojos. Durante todo el día estuvo dando vueltas, girando en caprichosas curvas, de torre en torre y de árbol en árbol. Todas las tentativas para cogerlo, echándole comida en los tejados, fueron vanas; parecía que se hubiera olvidado de su casa, de su tierna compañera y de sus dulces pichoncillos. Para aumentar la pena de Dolores, se reunió con dos palomas ladronas, cuya habilidad consiste en atraer a su nido a los pichones que se escapan de otro palomar.

El fugitivo -como los jóvenes mal aconsejados en su primera salida al mundo- se fascinó con la compañía de estos perjudiciales amigos, que tomaron a su cargo el enseñarle a vivir y presentarlo en sociedad, y estuvo volando con ellos por encima de los tejados y campanarios de Granada. Sobrevino una ligera tormenta, y, sin embargo, nuestro prófugo no volvía a su nido; se echó encima la noche, y nada, no aparecía. Para agravar la situación, la hembra, después de estar bastantes horas en el nido sin ser relevada, salió al fin en busca de su fiel compañero, pero estuvo tanto tiempo fuera, que uno de los pichoncillos pereció por falta de calor y de abrigo del pecho materno.

A última hora de la noche avisaron a Dolores que habían visto al truhán del pájaro en la torre del Generalife. Nos enteramos de que el administrador de este antiguo palacio tenía también un palomar, entre cuyos habitantes se decía que había dos o tres pájaros ladrones que eran el terror de los aficionados a palomas en la vecindad. Dolores dedujo en seguida que los dos pájaros con quienes había visto al fugitivo eran los del Generalife, e inmediatamente se reunió un consejo de familia en la habitación de la tía Antonia. El Generalife tiene distinta jurisdicción que la Alhambra, y existe cierta rivalidad, sin enemistad manifiesta, entre sus conserjes. Se determinó, por fin, enviar al tartamudo jardinero Pepe en calidad de embajador, exigiendo que, si se encontraba el fugitivo dentro de aquellos dominios, fuese entregado inmediatamente, por ser súbdito de la Alhambra.

Pepe partió a cumplir su embajada diplomática, a la luz de la luna, por entre bosques y alamedas; pero volvió al cabo de una hora con la desconsoladora noticia de que el tal pichón no se encontraba en el palomar del Generalife. El administrador, sin embargo, prometió, bajo palabra de honor, que si el desertor se refugiase allí, aunque fuera a medianoche, sería arrestado inmediatamente y enviado prisionero a la joven señorita. Así seguía este desgraciado asunto, que tan grave desazón produjo en el Palacio y que, durante la noche, no dejó pegar los ojos a la inconsolable Dolores.

«No hay bien ni mal – dice un adagio vulgar- que cien años dure.» Lo primero que vi, al salir de mi cuarto por la mañana, fue a Dolores con el truhán del palomo extraviado, en sus manos, y sus ojos brillando de alegría. Había parecido a primera hora en las murallas revoloteando cautelosamente de tejado en tejado, hasta que entró por la ventana rindiéndose a discreción. Y por cierto que no ganó muy buena fama con su vuelta; pues por la insaciable manera con que devoró la comida que le pusieron delante daba bien a entender que, como el Hijo Pródigo, había regresado a su casa sólo acosado por el hambre.





Dolores le riñó por su mala conducta, diciéndole toda clase de nombres injuriosos (aunque, ¡condición tierna de mujer!, lo acariciaba al propio tiempo contra su pecho, cubriéndolo de besos). Observé, sin embargo, que tuvo cuidado de cortarle las alas, para evitar el que se escapase nuevamente; precaución que hago constar en beneficio de las que tienen amantes veleidosos y maridos callejeros. Más de una saludable moraleja pudiera sacarse de la historia de Dolores y su pichón.

Por W. Irving

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