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Adnan Al-Hamdi, de Yemen al infierno de Guantánamo

Adnan Al-Hamdi había aprendido a pensar en sí mismo como si fuese un ratón en una madriguera, que sobrevivía en un desierto lleno de tigres y serpientes. Era un paisaje abrasado, donde el sol blanco no se ponía nunca.

Los halcones eran una presencia permanente, sus sombras revoloteaban sobre la cabeza de Adnan a intervalos perfectamente cronometrados, como si giraran al ritmo de un tambor. El toque eran sus pisadas, el paso de las botas de los guardias que se acercaba incesante y se perdía luego en los corredores del Campo 3. Una vez por minuto. Dos veces por minuto. A todas las horas todos los días.

A veces los observaba desde su litera, el ratón enterrado debajo de las sábanas con el hocico al aire, moviéndose sólo lo suficiente para verles pasar: garras, pico y plumaje envueltos en camuflaje militar, el arma lista; una vista amenazadora, pero inofensiva siempre que no gritara ni se moviera como solía hacer al principio. La atenta observación había revelado una debilidad en su porte. En el lugar de sus uniformes donde se suponía que tenían que aparecer sus nombres, llevaban tiras de cinta adhesiva. Al parecer, ellos también temían este lugar.

Adnan no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí, sobre todo porque los primeros días (¿meses, tal vez? ¿años incluso?) eran ahora un borrón, y sólo recordaba algunos.

Le habían capturado en el campo de batalla cuando llevaba pocos meses en Afganistán, tras haber dejado su patria con un sentido de fervor y espíritu aventurero. Para unirse a la yihad. La obra de Dios llamaba allende los mares y desiertos. Aterrizó en Pakistán, donde los santos varones de las montañas le llevaron al norte desde Karachi, y luego al oeste, al otro lado de los desfiladeros yermos. No había suficientes fusiles para todos, y la nieve y el terreno de las elevaciones más altas le habían sobresaltado y entumecido. Durante semanas hicieron poco más que esperar o marchar; y entonces, aparecieron los bombarderos.

En una semana murieron la mitad de los hombres. Explosiones enormes por doquier, y luego un viaje caótico hacia el sur. Les pilló una banda de tayikos. Los amontonaron en un camión pintoresco y luego los metieron a todos en un calabozo hediondo en medio de un naranjal, donde permanecieron semanas, hasta que le sacaron a la luz del sol delante de dos hombres con pantalones planchados y gafas de sol. Hablaban por aparatos emisores receptores y bebían agua clara de botellas de plástico. Uno hablaba algo de árabe, pero no muy bien.

—Eres un jefe —le dijeron los hombres.

—Soy un soldado —replicó Adnan—. Un defensor, sí, alabado sea Dios, el más santo, pero sólo soy un soldado.

—No —dijeron ellos—. Los hombres que te trajeron aquí dicen que eres un líder, un organizador.

Siguieron más preguntas. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó? ¿Cómo los reclutaste? Tomaron su ignorancia por obstinación, luego le llevaron al norte, medio día de camino valle arriba, otros dos días en un cajón metálico caluroso a la orilla de una pista de aterrizaje, rodeada de minas. Le pusieron un mono naranja, le vendaron los ojos y le metieron una bolsa por la cabeza, como a un pollo para degollarlo, que le tapó la cara mientras otro le ponía grilletes en las muñecas y en los tobillos. Le llevaron por un paso de tablones a un aeroplano, cuyos motores ya resonaban y el suelo vibraba debajo de sus pies. Luego más grilletes cuando se sentó, que le sujetaron al suelo. Sintió un portazo, luego oscuridad y el impulso del despegue antes de un viaje que le pareció que duraba días.

Hundido en sus propios vómitos, heces y orines mientras el avión se balanceaba en los cielos fríos, siempre en la oscuridad estruendosa. Tiritaba y gritaba, pero sólo oía los chillidos de sus compañeros en el interior del tubo metálico hueco que los transportaba. En determinado momento, alguien le puso una manzana en las manos y consiguió estirarse el tiempo suficiente para dar unos bocados: el sabor y los jugos eran abrumadores. Pero era demasiado difícil seguir comiendo, amarrado como estaba, y cuando el avión rebotó en alguna turbulencia se le cayó la manzana. Oyó que rodaba entre sus piernas por el suelo.

Transcurrieron más horas hasta que, al fin, el avión golpeó con fuerza el suelo y se detuvo vibrante. Adnan oyó abrirse la trampilla trasera y notó la luz que traspasó la bolsa y la venda de los ojos. Oyó gritos, algunos en una lengua extranjera y algunos en árabe rudimentario, que le mandaban levantarse mientras alguien le soltaba del armazón del avión. Intentó incorporarse y se le doblaron las rodillas. Le pegaron con un palo en las pantorrillas y alguien le gritó al oído algo incomprensible. Luego le agarraron bruscamente de los brazos y le arrastraron, con las piernas hormigueantes. Notó el olor de aire marino y sintió una ráfaga de polvo y arena en las manos. El aire era un manto húmedo del que no se había librado desde entonces.

Cuando le quitaron al fin la caperuza y la venda de los ojos, estaba en una habitación blanca y helada, sentado en una silla metálica con las piernas encadenadas al suelo.

Le interrogaron cuatro horas seguidas, las mismas preguntas que le habían hecho los hombres de Afganistán. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó?

¿Cómo los reclutaste? Adnan contestó una y otra vez que no lo sabía, y luego le encerraron en su madriguera. No en la que vivía ahora, sino en una especie de jaula entre otras jaulas. Después le habían trasladado donde estaba ahora, todavía ofuscado por temores y extrañeza.

Hacía semanas que había empezado a percibir este nuevo mundo. Ocurrió después de darse cuenta de que la única forma de recuperar el equilibrio era imponiendo su propio orden natural. Pondría nombres a los objetos que le rodeaban, los clasificaría, los ordenaría y los enumeraría a su modo. Y había elegido la idea de los halcones y las serpientes como primeras etiquetas zoológicas, una taxonomía que esperaba ampliar mediante meticulosa observación.

Algunos aspectos de este universo resistían la simple clasificación. El día y la noche, por ejemplo. Los paneles fluorescentes del Campo 3, (Adnan había oído a un halcón decir el número de este lugar), emitían un resplandor crudo permanente. Era un limbo gélido entre sol y luna, que dejó la brújula de Adnan girando sin ancla hasta que redescubrió las posibilidades magnéticas de la oración. Ahora se guiaba por las cinco llamadas que llegaban regularmente por los altavoces de la prisión, cayendo al reducido espacio del suelo con celo famélico. Se orientaba hacia La Meca por una pequeña flecha negra marcada en el suelo a los pies de su cama, luego se arrodillaba en una alfombrilla fina de espuma.

Había poco espacio para mucho más. La habitación medía 1,80 por 2,60 metros, y la cama ocupaba aproximadamente un tercio. Adnan pasaba allí todas las horas del día, excepto las que le obligaban a volver a la habitación blanca, el nido pulcro y frío de las serpientes. Por lo demás, sólo hacía un viaje semanal a las duchas, escoltado a punta de pistola, para que se lavara bajo los rollos de alambre de espino, más media hora al día de «ejercicio», un poco de ocio en un rincón de cemento mientras miraba las madrigueras de los otros ratones que hablaban en otras lenguas.

Tenía pocas pertenencias, sólo las que le habían dado en una bolsita el primer día, y que reponían a medida que se le acababa cada provisión: su mono anaranjado, chancletas para la ducha, un gorro de oración, una colchoneta de espuma más una sábana y dos mantas para la cama, una manopla para lavarse, dos toallas pequeñas, un cepillo de dientes corto y grueso que se encajaba en la yema de un dedo, jabón, champú, la alfombrilla de oración y un Corán en una bolsa de plástico.

El retrete era un agujero en el suelo, en un rincón. En otro rincón estaba el lavabo, donde el agua salía en un chorrillo amarillento tan tibia y viciada como el aire. Tenía que agacharse para lavarse las manos, y agacharse más para beber directamente del grifo. Los halcones no le daban vaso porque decían que era un peligro para la seguridad. Podrías usarlo para arrojarnos tus excrementos y orines como hiciste anteriormente. Él no lo recordaba, pero no tenía razón para pensar que no fuese cierto. O podrías hacer algo con él, incluso un arma. Le dijeron que el lavabo era bajo para que pudiera lavarse los pies más cómodamente para rezar.

Pero Adnan ya no se preocupaba de las abluciones, porque la piedad ya no motivaba sus rezos. Había sido religioso en Yemen, y todavía más en Afganistán, cuando perdió las esperanzas de aventura ante los cañonazos y la penuria. Siempre que se acercaba la muerte, Dios parecía acechar detrás de él como un aliento cálido en la nuca. Pero en este lugar sólo sentía a Dios como una ausencia, un vacío. Dios, en su infinita sabiduría, había escapado y no se había llevado a nadie con él, desvaneciéndose en los vapores del calor sin una palabra. Así que la oración se convirtió en una simple rueda del reloj interno de Adnan y, cuando coincidía con la hora de comer, le indicaba la hora aproximada del día.

En un mundo sin horizontes, bajo un cielo sin estrellas, la orientación temporal era su salvación. La rueda de su día giraba así: oraciones del amanecer, desayuno, ducha (sólo una vez a la semana), llamada para los enfermos, oraciones del mediodía, almuerzo, media hora en el patio de ejercicios, llamada para el correo, oraciones del crepúsculo, cena, oraciones de la noche…

Por D. Fesperman
Con información de The Prisoner of Guantánamo

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