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Al-Wazzani, maldito entre malditos

Se concibe al África Negra como una región inerte, brutal, no civilizada… salvaje.
Se concibe al África Negra como una región inerte, brutal, no civilizada… salvaje.

“Los términos sustitutos de África del Sur o al norte del Sahara no logran disimular ese racismo latente. Aquí se afirma que el África Blanca tiene una tradición cultural milenaria, que es mediterránea, que prolonga a Europa, que participa de la cultura grecolatina.

Se concibe al África Negra como una región inerte, brutal, no civilizada… salvaje. Allá se escuchan todo el día reflexiones odiosas sobre violaciones de mujeres, sobre la poligamia, sobre el supuesto desprecio de los árabes por el sexo femenino.

Todas estas reflexiones recuerdan por su agresividad las que se han descrito tan frecuentemente como propias del colono. La burguesía nacional de cada una de esas dos grandes regiones, que ha asimilado hasta las raíces más podridas del pensamiento colonialista, sustituye a los europeos y establece en el Continente una filosofía racista terriblemente perjudicial para el futuro de África”

(Frantz Fanon, Los Condenados de la Tierra).



África es una realidad polisémica. Los signos culturales se entrelazan creando realidades complejas y, en muchos casos, alejadas para el occidental, que siente el deseo de acercarse a ellas. Etnias diversas, fronteras borrosas, historias míticas o la oralidad dificultan la comprensión de cualquiera que intente analizar esos signos desde los que se construye la imagen de África. Por eso, la tentación del orientalismo fue reducir estos signos a la categoría de subalternos, primitivos o exóticos.

A finales del siglo XIX, el colonialismo —impulsado por razones fundamentalmente económicas— fomentó estas visiones desde un ámbito académico. Los profesores de prestigiosas universidades europeas, legitimados por una visión positivista de la antropología y la historia, pontificaban sobre relatos de exploradores, manuscritos robados y algún otro paraíso perdido que tendrían que civilizar. Este tipo de discursos se fundamentaba en otros anteriores como, por ejemplo, los de Hegel, quien en sus Lecciones de Filosofía de la Historia dice: «Lo que entendemos como África es lo segregado y carente de historia, o sea lo que se halla envuelto todavía en formas sumamente primitivas que hemos analizado como un peldaño previo antes de incursionar en la historia universal».

La opinión de Hegel es un síntoma de lo que se avecinaba, aunque él mismo no tuviese en mente cómo sus palabras transformarían África. Para los etnólogos y científicos de la época, la realidad era lo que se daba en los datos y eso, en una mentalidad sin hermenéutica, convertía en realidad aquello que argumentaba el emisor del discurso. Las primeras décadas del siglo XX no fueron mucho mejores. África acabó siendo controlada por los alumnos de esos profesores que, traicionando la idea de que la ciencia debe ayudar al progreso, la usaron al servicio de las autoridades para dominar a las poblaciones indígenas. Como explica Fanon, muchos de ellos se esmeraron en crear unas élites europeizadas que ayudaran a proseguir con ese mito del África negra por generaciones.

La modernidad, a partir del siglo XVI, produjo una concepción epistémica abismal —como explica Boaventura de Sousa Santos— con la que se absolutizó la propuesta intelectual occidental científica, metafísica y mecanicista como la única posible. Esta estaba fundada tanto en una estructura que cartografiaba la realidad como en la necesidad de excluir al «otro», es decir, en la reafirmación de la idea de la existencia de una sola estructura de realidad respecto al poder y a la verdad. El poder absoluto de las monarquías occidentales también adoptó esta epistemología de la razón y de la anulación de lo diferente para justificar su expansión colonial. Con ello generó una serie de subalternos, objetos de conocimiento que no llegaban a sujetos para este paradigma moderno. De entre estos subalternos destacan los negros, quienes fueron malditos por su color de piel y por vivir en un paralelo diferente.



Tan malditos quedaron, que dieron con sus huesos en los ingenios de caña de azúcar de Cuba y en los cafetales de Colombia. Para aquellas mercedes, los doctos licenciados de la modernidad, los negros no valían nada, no tenían alma, no tenían existencia. Filósofos como Hume, Kant o Hegel lo dejaron claro años después en textos referenciales para la historia del pensamiento Occidental. Los negros poco valían entonces, y esta maldición se prolonga hasta nuestros días. Los episodios de la valla en la “triste frontera” lo atestiguan y el racismo institucional cotidiano lo remarca. De poco vale mencionar los manuscritos de Tombuctú o las historias del rey Son-Jara Keïta, el mítico Rey León quien sometió a los reyes-brujos del Sahel.

«El otro» se separaba por un tremendo abismo de ignorancia. Sin embargo, hubo un tiempo que no fue tan así. En el mundo andalusí África siempre estuvo muy presente, para África —llamada Bilad al-Sudan en árabe— Al-Ándalus también fue siempre una referencia. Aún hoy a la jurisprudencia se la llama andalusí y cientos de manuscritos guardan colofón con mención a Al-Ándalus. La cultura mauritana es en sí una mezcla suntuosa de la presencia andalusí, la fiereza bereber y el encanto de más allá del río Senegal.

Pero quizás de entre todos los andalusíes que viajaron a África pocos —a excepción del fascinante arquitecto y sabio andalusí al-Saheli— llegaron a conocerla tan bien como Hassan Ibn Muhammad al-Wazzani, a quien el Papa de Roma le impuso el nombre de Juan León el Africano.


Autor de la Della descrittione dell’Africa et delle cose notabili che iui sono, al-Wazzani (por respeto a su memoria utilizaremos su verdadero nombre) fue un maldito entre malditos. Curiosamente ser maldito suele ir acompañado de sabiduría, algo que no le faltaba a este granadino universal. Nacido como mudéjar (un musulmán nacido bajo dominio cristiano), su familia se vio obligada a partir al exilio tras la toma de Granada. Estudió en la prestigiosa Universidad de al-Qarawiyyin (Fez, Marruecos) y muy joven participó en una delegación diplomática al Songhay (actual Mali) desde donde realizó la ruta hacia la Meca a través de la tradicional ruta africana visitando diversos países del mundo islámico.

Años después, en 1518, sería capturado por piratas cristianos y vendido como esclavo. Al darse cuenta de su inteligencia y cultura fue llevado a Roma donde fue liberado por el Papa León X y bautizado a la fuerza, a fin de cuentas había que darle un «alma» y cierta «existencia ontológica» al pobre infiel. Sirvió en el Vaticano hasta la muerte del Papa en 1521, a partir de entonces sobrevivió como traductor por Italia, volviendo posteriormente a Túnez donde se reconvertiría al Islam y moriría allí. Su obra fue publicada por Giovanni Ramusio en 1550 y se convirtió en uno de los libros más fascinantes publicados en el renacimiento europeo.

Su obra es una de las fuentes principales para comprender que era África y justificar su importancia en la historia. La descripción que hace al-Wazzani en su libro es calmada, detallista y asombrada. A diferencia de Ibn Battuta, no suele juzgar moralmente y se deja cautivar por la belleza del lugar. Es un libro pre-moderno, es decir, ni es científico ni lo pretende. Es un relato, una narración de cómo se viaja y qué se ve.

Della descrittione le dedica su libro séptimo al Bilad al-Sudan, la tierra de los negros. Hassan al-Wazzani se permite el lujo de introducir detalles históricos típicos de las crónicas árabes. Genealogías, líneas reales y las trazas del poder son los objetos de deseo histórico de nuestro autor, que se entremezclan con datos geográficos. Mención especial merecen las descripciones de las ciudades de Tombuctú y Gao. Como detalle se cita a Ishaq al-Saheli al-Garnati bajo la imagen de «un arquitecto de la Bética», quien construyó la mítica mezquita para el emperador Kankan Musa. De la mítica ciudad de Gao queda fascinado por su arquitectura también del arquitecto granadino. El texto prosigue hasta llegar a la mítica Agadez —ciudad de los reyes tuaregs—, a cinco de las siete ciudades hausa: Kano, Katsina, Zaria, Zanfara y Gobir. También habla al-Wazzani  de la mítica Borno, el reino islámico más antiguo de África, terminando con la mítica Nubia al sur de Egipto. Una joya para todo aquel que guste de narraciones de otros tiempos.

Algunos autores señalan que al-Wazzani, probablemente, no visitó estos lugares porque el itinerario no es real. Pero el historiador finlandés Pekka Massonen indica que este tipo de libros no hay que verlos en clave científica, sino como relato puesto en orden años después. El valor de la obra, y si nos atrevemos de la figura incluso, de al-Wazzani es otro, más allá que la pretensión moderna de verdad y empirismo. Se trata de la experiencia de la convivencia en un entorno distinto, extraño y complejo, y el no extrañarse más allá de lo normal. Esto es algo típico de las maldiciones de la modernidad, excluirte o desprestigiarte si no juegas con su método.

Aunque suene obvio esto, no lo es. Al-Wazzani transmite, a lo largo de su monumental obra, una realidad muy extraña con normalidad. Por otra parte, no debe sorprendernos porque en la época los musulmanes se preocuparon mucho de articular las diferentes realidades a través del comercio o la cultura como ocurría en Tombuctú. De hecho, el caso de Tombuctú no es algo raro porque comercio y conocimiento iban unidos, al igual que en Meca. Los lugares que atraían extranjeros para comerciar tenían siempre un exceso de sabiduría porque había intercambio, bibliotecas y adquisición de nuevas habilidades y de otras culturas. Hoy en día no son pocos especialistas los que mencionan que la mayor parte de la herencia esotérica africana se la debe al Islam. Curiosamente este universo africano de los songhay o de los hausas es diferente a otras partes del mundo islámico y sin embargo se unen por la sed de conocimiento fundamental. Recordemos que así se salvó a Platón, Aristóteles y a Hipócrates de perecer en el olvido.

La obra de al-Wazzani requiere en castellano una revisión urgente. La edición castellana de Serafín Fanjul —conocido por su pública aversión a al-Ándalus y marcada islamofobia— publicada por El Legado Andalusí no satisface todos los puntos que requeriría una magna obra como la del granadino, siendo una crepuscular imitación de la magna edición francesa de Alexis Epaulard. De los episodios del Sudán hay una excelente traducción y edición del Profesor John Hunwick en su libro Timbuktu and the Songhay Empire.



La figura de Hassan al-Wazzani representa a un maldito en sí mismo. Hijo de malditos que huyeron de la persecución y el genocidio de la triunfante modernidad. Que fue maldecido nuevamente tras violentar su conciencia, acabando cuestionada su obra por no plegarse a los oscuros deseos de «objetividad» de la ciencia. Sin embargo, este texto fue la fuente principal para todos los geógrafos de la modernidad, porque este maldito estuvo en Tombuctú con otros malditos y alimentaron el mito de aquella ciudad donde rebosaba el oro. Una conjunción de malditos que aún hoy alimenta la imaginación de los que hemos decidido vivir en la frontera.


Antonio de Diego Gonzalez: Al-Wazzani, un maldito entre malditos. Publicado en Malditos. Secreto del Olivo, edición en papel, número 2, Córdoba, 2016. Con información de AIM.

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