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El secreto de la revuelta

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Juviles, viernes, 24 de diciembre de 1568.

Los rumores que corrían por el pueblo desde hacía dos días se confirmaron con las palabras de una partida de monfíes que lo cruzaron camino de Ugíjar.

—Todas las gentes de guerra de las Alpujarras deben reunirse en Ugíjar —ordenaron desde sus caballos a los habitantes de Juviles—. El levantamiento se ha iniciado. ¡Recuperaremos nuestras tierras! ¡Granada volverá a ser musulmana!

Pese al secreto con que los granadinos del Albaicín trataban de llevar la revuelta, la consigna de que «a fin de año habrá nuevo mundo» corrió por las sierras, y monfíes y alpujarreños no esperaron al día de Año Nuevo. Un grupo de monfíes asaltó y dio cruel muerte a varios funcionarios que cruzaban las Alpujarras de camino a Granada para celebrar la Navidad, y que, como era costumbre en ellos, se habían dedicado a robar indiscriminada e impunemente a su paso por pueblos y alquerías. Otros monfíes se atrevieron con un pequeño destacamento de soldados y, por fin, los moriscos del pueblo de Cádiar se sublevaron en masa, saquearon la iglesia y las casas de los cristianos y los mataron salvajemente a todos.

Tras el paso de los monfíes, mientras los cristianos se encerraban en sus casas, el pueblo de Juviles se sumió en la agitación: los hombres se armaron con dagas, puñales y hasta alguna vieja espada o un inútil arcabuz que habían conseguido esconder celosamente a los alguaciles cristianos; las mujeres recuperaron los velos y los coloreados vestidos de seda, lino o lana, bordados en oro o plata, y salieron a la calle con las manos y los pies tatuados con alheña y ataviadas con aquellas vestiduras tan diferentes de las cristianas.

Algunas con marlotas hasta la cintura, otras con largas almalafas terminadas en pico por la espalda; debajo, túnicas orladas; en las piernas, bombachos plisados en las pantorrillas y medias gruesas y arrugadas en los muslos, enrolladas desde los tobillos hasta las rodillas, donde se unían a los bombachos. Calzaban zuecos con correas o zapatillas. Todo el pueblo era un estallido de color: verdes, azules, amarillos. Había mujeres engalanadas por todas partes, pero siempre, sin excepción, con la cabeza cubierta: algunas sólo ocultaban el cabello; la mayoría, todo el rostro.

Aquel día Hernando llevaba desde primera hora de la mañana ayudando a Andrés en la iglesia. Preparaban la misa de la noche de Navidad. El sacristán repasaba una vez más una espléndida casulla bordada en oro cuando las puertas del templo se abrieron violentamente y un grupo de moriscos vociferantes entraron por ellas.

Entre la turba, el sacerdote y el beneficiado, que habían sido sacados a rastras de sus casas, trastabillaban, caían al suelo y eran levantados a patadas.

—¿Qué hacéis.? —alcanzó a gritar Andrés tras acudir a la puerta de la sacristía, pero los moriscos le abofetearon y lo tiraron al suelo. El sacristán fue a caer a los pies de don Martín y don Salvador, que seguían sufriendo constantes golpes y zarandeos.

Hernando, cuya primera reacción había sido seguir a Andrés, se apartó atemorizado ante la entrada de aquella turba de hombres en la sacristía. Aullaban, gritaban y lanzaban patadas hacia todo cuanto se interponía en su camino. Uno de ellos barrió con el antebrazo los objetos que reposaban sobre la mesa de la estancia: papel, tintero, plumas. Otros se dirigieron a los armarios y empezaron a extraer su contenido. De pronto, una mano áspera lo agarró del pescuezo y lo arrastró fuera de la sacristía, empujándolo hacia donde se encontraban el sacerdote y sus ayudantes. Hernando se magulló el rostro al caer al suelo.

Mientras, varios grupos de moriscos empezaban a llegar empujando sin miramientos a las familias cristianas del pueblo, que fue- ron llevadas a empellones frente al altar, junto a Hernando y los tres eclesiásticos. Todo Juviles se había reunido en el templo. Las mujeres moriscas empezaron a bailar alrededor de los cristianos, lanzando agudos «yu-yús» que producían con bruscos movimientos de lengua. Desde el suelo, atónito, Hernando observaba la escena: un hombre orinaba sobre el altar, otro se empeñaba en cortar la maroma de la campana para silenciarla, mientras otros destrozaban a hachazos imágenes y retablos.

Frente al sacerdote y los demás cristianos se fueron amontonando los objetos de valor: cálices, patenas, lámparas, vestiduras bordadas en oro. Todo ello entre la ensordecedora algazara que los gritos de los hombres y los cánticos de las mujeres originaban en el interior de la iglesia. Hernando dirigió la mirada hacia dos fuertes moriscos que intentaban desgajar la puerta de oro del sagrario.

El fragor del lelilí dejó de retumbar en sus oídos y todos sus sentidos se concentraron en la imagen de los grandes pechos de su madre que oscilaban al ritmo de una danza delirante. La larga melena negra le caía sobre los hombros; su lengua aparecía y desaparecía frenéticamente de su boca abierta. —Madre —susurró. ¿Qué hacía? ¡Aquello era una iglesia! Y además. ¿cómo podía mostrarse así ante todos los hombres.?

Como si hubiese escuchado aquel leve susurro, ella volvió el rostro hacia su hijo. A Hernando le pareció que lo hacía despacio, muy despacio, pero antes de que se diese cuenta, Aisha estaba plantada frente a él. —Soltadlo —exigió jadeante a los moriscos que le vigilaban—. Es mi hijo. Es musulmán.

Hernando no podía apartar su atención de los grandes pechos de su madre, que ahora caían, flácidos. —¡Es el nazareno! —escuchó que decía uno de los hombres a sus espaldas.

El mote le devolvió a la realidad. ¡Otra vez el nazareno! Se volvió. Conocía al morisco: se trataba de un malencarado herrador con el que su padrastro discutía a menudo. Aisha agarró a su hijo de un brazo e intentó arrastrarle consigo, pero el morisco se lo impidió de un manotazo.

—Espera a que tu hombre vuelva con las mulas —le dijo con sorna—. Él decidirá.

Madre e hijo cruzaron la mirada; ella tenía los ojos entrecerrados y los labios apretados, trémulos. De repente Aisha se volvió y echó a correr. El sacristán, al lado de Hernando, intentó pasarle un brazo por los hombros, pero el muchacho, asustado, se zafó de él instintivamente y se volvió hasta donde le permitieron los guardianes para ver cómo su madre abandonaba la iglesia. Tan pronto como el cabello negro de Aisha desapareció tras la puerta, el tumulto estalló de nuevo en sus oídos. Todo Juviles era una zambra. Los moriscos cantaban y bailaban por las calles al son de panderos, sonajas, gaitas, atabales, flautas o dulzainas. Las puertas de las casas de los cristianos aparecían descerrajadas.

Al entrar en su pueblo, Brahim se acomodó, orgulloso y apuesto, en la montura del caballo overo desde la que encabezaba una partida de moriscos armados. A la comitiva le costaba avanzar debido al tumulto que reinaba en las calles: hombres y mujeres danzaban a su alrededor, celebrando la revuelta…

Referencia:
La Mano de Fátima de Ildefonso Falcones

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