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Trujamanes de algarabía

trujumanes
Trujamanes de algarabía

Un día cualquiera, hace ya bastantes años, tomé un taxi en Bagdad. El taxista era un anciano muy atento. En el radiocasete llevaba sonando, muy suave, una cinta con recitaciones del Corán. Al comprobar que me las arreglaba con el idioma, me preguntó: «¿De dónde es usted?». «Español». «¿Andaluz?». «Sí». Una pausa, y añadió: «Ustedes hablan el árabe en casa…». «¿En España? No, no. Los españoles no hablan el árabe». «He visto un documental en la televisión, sobre los musulmanes españoles. Dijeron que sólo pueden ustedes hablar el árabe y rezar, en secreto…».

Comprendí que el hombre me tomaba por un morisco. A cinco mil kilómetros de distancia una confusión de varios siglos no es tan grave. Al fin y al cabo, tampoco nosotros sabemos mucho, aquí en España, sobre Iraq y su historia. Pero no quise llevarle la contraria. Me dejé envolver de una simpatía y una solidaridad que en realidad no iban dirigidas a mí. Y, antes de bajarme, me dijo: «Aquí puede usted hablar el árabe sin miedo».

Me he acordado muchas veces de aquella conversación. Sobre todo, desde que pensé que la idea del taxista no era tan descabellada. ¿O es que no pudo haber ocurrido que algunas familias de moriscos españoles se quedaran entre nosotros, obligadas a pasar por lo que no eran? Y que, por si acaso, sólo en sus casas, en secreto, siguieran hablando el árabe y cumpliendo con el islam… En su trato social llevarían quinientos años aparentando ser como los demás. Algunos incluso irían a misa, y todos se conducirían según nuestras costumbres occidentales, con toda naturalidad. Y se expresarían en un perfecto castellano materno.

Tal vez en esto, en su lengua, sería posible detectar indicios de su verdadero sentir. Porque, si los moriscos están aún entre nosotros, emplearán muchos arabismos al hablar. Y, dichos por ellos, los arabismos no sonarán más a arcaísmo ni a exotismo ni a pedantería, ni serán palabras degradadas. Las almendras volverán a llamarse allozas, y los jardines, arriates.

Con esos conocimientos ancestrales del árabe y de la cultura islámica, lo lógico es pensar que entre ellos habrá quienes se ganen la vida de trujamanes de algarabía. Quiero decir de traductores del árabe.

Por Salvador Peña Martín
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