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El campesino y el citadino – Cuento Sufí

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Un ciudadano era amigo de un campesino y, todos los años, durante dos o tres meses, le ofrecía hospitalidad. El campesino gozaba de su casa, de su almacén y de su mesa. Sus menores deseos eran satisfechos, antes incluso de ser expresados. Un día, el campesino, dijo al ciudadano:

“¡Oh, maestro! ¡Nunca me has visitado! Ven a mi casa con tu mujer y tus hijos pues pronto llegará la primavera y, en esa estación, los rosales y los árboles frutales están cubiertos de flores. Quédate en mi casa durante tres o cuatro meses para que tengamos también ocasión de servirte.”

El ciudadano declinó la invitación, pero el campesino renovó este ofrecimiento durante ocho años sin que el ciudadano se desplazara. En cada una de sus visitas, el campesino reiteraba su invitación y, todas las veces, el ciudadano encontraba una excusa para zafarse. Como la cigüeña, el campesino venía a hacer su nido en la casa del ciudadano y éste gastaba todos sus bienes para no faltar a los deberes de la hospitalidad. En el curso de una de estas visitas, el campesino suplicó de nuevo al ciudadano:

“¡Hace ya diez años que me prometes venir! ¡En nombre de Dios, haz un esfuerzo esta vez!”

Los hijos del ciudadano dijeron a su padre:

“¡Oh, padre! Las nubes, la luna y las sombras viajan. ¿Por qué te niegas? No hay tensiones entre él y tú. ¡Ofrécele la ocasión de saldar la deuda que ha contraído contigo!”

Era su madre la que los había incitado a tomar así la palabra y el ciudadano les dijo:

“¡Oh, hijos míos! ¡Tenéis razón, pero los sabios dicen que hay que desconfiar de la calumnia de aquellos a los que se ha ayudado!”

A pesar de esto, las repetidas invitaciones del campesino acabaron por vencer la reticencia del ciudadano y, un día, después de haber hecho los preparativos y cargado el asno y el buey con lo necesario para el viaje, tomó el camino con su mujer y sus hijos.

Estos se decían:

“Vamos a comer fruta y a jugar en los prados. Tenemos allí un amigo que nos espera. A la vuelta, traeremos trigo y cebollas para el invierno.”

Pero el ciudadano les dijo:

“¡No seáis aún tan imaginativos!”

Atravesaron las mesetas llenos de alegría. El sol quemaba su frente. Por la noche, se guiaban gracias a las estrellas. Al cabo de un mes, llegaron al pueblo del campesino en un estado de gran agotamiento. Se informaron para encontrar la casa de su amigo pero, una vez que hubieron llegado a ella, éste se negó a abrirles la puerta. Durante cinco días, permanecieron así ante su casa, sofocados por el calor durante el día y transidos de frío por la noche. Pero ¡ay!, el hambre lleva al león a actuar como buitre y a comer carroña. Y cada vez que él veía al campesino salir de su casa, el ciudadano le decía:

“¿No me recuerdas?”

El campesino respondía:

“¡Seas bueno o malo, ignoro quién eres!

-¡Oh, hermano mío! decía entonces el ciudadano, ¿has olvidado? ¡Tú vienes a mi casa y comes a mi mesa desde hace años!”

El campesino respondía:

“¿Qué significan esas palabras insensatas? ¡No te conozco y ni siquiera sé cómo te llamas!”

Al cabo de unos días, empezaron las lluvias y esta espera se hizo insoportable. El ciudadano llamó a la puerta con todas sus fuerzas preguntando por el amo de la casa.

“¿Qué quieres?” le dijo este último.

El ciudadano respondió:

“Renuncio a todas mis pretensiones y abandono mis ilusiones sobre nuestra amistad. Sólo te pido una cosa. Está lloviendo. Así que, por esta noche al menos, ofrécenos un pequeño rincón de tu casa.”

El campesino le dijo:

“Hay desde luego un sitio en que puedo alojaros, pero es el refugio en el que suele instalarse el guardián que nos protege de los lobos. i Si quieres hacer ese oficio por esta noche, puedes instalarte ahí!

-¡Desde luego! dijo el ciudadano. Dame un arco y flechas y te garantizo que no dormiré. Me basta con que mis hijos estén protegidos del barro y de la lluvia.”

La familia se amontonó, pues, en el refugio. El ciudadano, con su arco y sus flechas a mano, se decía:

“¡Oh, Dios mío! ¡Merecemos este castigo! Pues nos hemos hecho amigos de un hombre indigno. Más vale estar a servicio de un hombre sensato que aceptar los favores de un hombre cruel como éste!”

Los mosquitos y las pulgas laceraban su piel, pero el ciudadano no les prestaba atención, concentrado sólo en su tarea de guardián: tanto temía incurrir en los reproches del campesino.

A media noche, cuando estaba agotado, el ciudadano divisó una sombra que se movía. Se dijo:

“¡Ahí está el lobo!”

Y disparó una flecha. El animal, alcanzado, cayó a tierra ventoseando. Inmediatamente, el campesino salió de su casa gritando:

“¡Qué horror! ¡Acabas de matar a la cría de mi burra!

-¡No! dijo el ciudadano. ¡Era un lobo negro y su forma era desde luego la de un lobo!

-¡No! dijo el campesino, ¡lo he reconocido por su manera de ventosear!

-Es imposible, dijo el ciudadano, está demasiado oscuro para ver algo. Ve a cerciorarte.

-Es inútil, dijo el campesino. Para mí está claro como la luz del día. Demasiado bien he reconocido su manera de ventosear. ¡Lo reconocería así entre otros veinte!”

Ante aquellas palabras, el ciudadano se encolerizó y lo sujetó por el cuello:

“¡Oh, imbécil! ¿Qué significa esto? ¡En esta obscuridad, consigues reconocer al hijo de tu asna gracias al ruido de sus pedos, pero no me has reconocido a mí, que soy amigo tuyo desde hace más de diez años!”

Por Yalal Al-Din Rumi

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