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Julio Cortázar como profesor

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Julio Cortázar  (26 de agosto de 1914 – 12 de febrero de 1984) 

Julio Cortázar rechazó durante su vida numerosas invitaciones para asistir a las universidades de Estados Unidos para dar cátedras, dictar conferencias o recibir homenajes por su obra. El novelista desconfiaba de los intereses norteamericanos en países comunistas, especialmente en Cuba, y cultivó siempre una distancia meticulosa con “el Imperio”. Es por eso que Clases de Literatura. Berkeley. 1980 editado por Alfaguara es un raro y feliz evento para los que comparten el amor por el autor de Rayuela, El libro de Manuel, y Todos los fuegos el fuego.

“Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando”, dice Cortázar, y lo imaginamos con su español atrincherado por el francés que adoptó en su vida en París. El profesor Cortázar había decidido dejar que el curso lo impartiera el novelista, o como si se tratara de plantearse una cátedra en forma de novela: “No soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones”.

Entre octubre y noviembre de 1980, Cortázar habló en ocho ocasiones, repartidas entre 15 horas, en la Universidad de Berkeley, frente a un auditorio de entusiastas lectores, estudiantes universitarios, críticos agazapados y editores. El texto es, pues, transcripción de las cintas “seguramente hechas por un alumno dejando la grabadora en la mesa” que en 2005 llegaron a manos de la viuda del escritor, Aurora Bernárdez, donde la cátedra oral, hecha para ser absorbida en el momento y superada, permanezca de manera escrita en diálogo silencioso con el tiempo.

“Si les sirve de algún consuelo, yo estoy más incómodo que ustedes, porque esta silla es espantosa y la mesa…, más o menos igual”, les dice a los asistentes en la tercera clase. La incomodidad es también una posición con la que Cortázar negocia: el salón de clases no es el patio de recreo, mucho menos el café o el espacio público “donde pudiéramos hacer un círculo y estar más cerca.” Las formas lo limitan, o le entregan una imagen de sí mismo muy distinta a la doméstica: la del escritor frente a la página en blanco, tecleando, trabajando, para devolverle su imagen convertida en prestador de servicios, en profesor universitario:

“Tengo la impresión de ser un dentista que estoy esperando cada media hora a un paciente y el estudiante también se siente un paciente”, y es así como mezclará el diagnóstico y la salud, la espera y la consulta en temas como Cuba, Fidel y la escritura “comprometida”, de lo que Cortázar dirá siempre que el escritor comprometido políticamente “debe llevar a una literatura que valga como literatura y que al mismo tiempo contenga un mensaje no exclusivamente literario”.

El mayor de los cronopios contaba a la sazón con 66 años, y moriría a los 70, cuatro después de su seminario en Berkeley. A decir del editor de este libro, Carles Álvarez, estas clases serán “para Cortázar el último momento feliz de su vida”, pues apenas seis meses después de regresar a París morirá Carol Dunlop, el segundo gran amor de su vida.

Pero la tristeza deja paso en el corazón a la memoria del rebelde: del que acepta ir en contra de la imagen que de sí mismo tienen los otros, de la seguridad de la página hacia el riesgo de la voz: un guerrero de la palabra.

Con información de : Luz de Levante

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