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Los sueños mercantiles del príncipe Chenar

Los sueños mercantiles del príncipe Chenar
Los sueños mercantiles del príncipe Chenar

El calor se hacía sofocante. Hombres y animales trabajaban lentamente, esperando la crecida, sinónimo ésta de un largo período de reposo para aquellos que no tuvieran deseos de ser empleados como peones en las obras del faraón. Una vez recogida la cosecha, la tierra parecía estar a punto de morir de sed.

Pero el color del Nilo había cambiado, y su tono marrón anunciaba la próxima subida de las aguas beneficiosas de las que dependía la riqueza de Egipto.



En las grandes ciudades se buscaba la sombra; en los mercados, los comerciantes se refugiaban bajo grandes telas tendidas entre estacas. Acababa de empezar el periodo más temido: el de los cinco últimos días del año, que no pertenecían al armonioso calendario que comprendía doce meses de treinta días. Esos cinco días fuera del ciclo regular formaban el dominio de Sekhmet, la terrorífica diosa con cabeza de león que hubiera acabado con la humanidad, rebelada contra la luz si el creador no hubiera intervenido una vez más en su favor haciendo creer a la fiera divina que él bebía sangre humana cuando tomaba cerveza roja, a base de cizaña. Cada año, en este mismo periodo, Sekhmet ordenaba a sus hordas de enfermedades y miasmas que se desplegaran por el país, y se encarnizaba en librar a la tierra de la presencia de humanos viles, cobardes y conspiradores. En los templos se cantaban día y noche letanías destinadas a apaciguar a Sekhmet, y el faraón en persona dirigía una liturgia secreta que permitiría una vez más, si el rey era justo, transformar la muerte en vida.

Durante esos cinco temibles días, la actividad económica era casi nula; se aplazaban proyectos y viajes, los barcos permanecían en el muelle, muchos campos estaban vacíos. Algunos rezagados se apresuraban a consolidar los diques que exigían los últimos refuerzos, temiendo la aparición de vientos violentos, testimonio de la cólera de la leona vengadora. Sin la intervención del faraón, ¿qué habría quedado del país, devastado por un despliegue de poderes destructivos?

También al jefe de seguridad del palacio de Menfis le habría gustado esconderse en su despacho y esperar la fiesta del primer día del año, cuando los corazones, liberados del temor, se abrían a una alegría desbordante. Pero acababa de ser llamado por la reina Tuya, y no dejaba de preguntarse sobre el motivo de esa convocatoria. Habitualmente no tenía contacto directo con la gran esposa real y recibía las órdenes de su chambelán. ¿Por qué este procedimiento desacostumbrado?

La gran dama lo aterrorizaba, como a muchos notables.

Vinculada al carácter ejemplar de la corte de Egipto, no soportaba la mediocridad. Disgustarla era una falta sin remedio.

Hasta entonces el jefe de seguridad de palacio había llevado una carrera tranquila, sin alabanzas ni amonestaciones, subiendo los escalones de la jerarquía sin molestar a nadie. Tenía el arte de pasar inadvertido y de arraigar en el puesto que ocupaba. Desde su toma de posesión, ningún incidente había perturbado la quietud de palacio.

Ningún incidente, salvo esta convocatoria.

¿Alguno de sus subordinados, que codiciaba su puesto, lo habría calumniado? ¿Un íntimo de la familia real buscaba su perdición? ¿De qué error sería acusado? Estas preguntas lo obsesionaban y le provocaban una jaqueca insoportable.

Temblando, afectado por un tic que le hacia pestañear, el jefe de seguridad fue admitido en la sala de audiencias en la que se encontraba la reina. Aunque era más alto que ella, le pareció inmensa.

Se prosternó.

-Majestad, que los dioses os sean favorables y que…

-Basta de fórmulas huecas, sentaos.

La gran esposa real le señaló una silla confortable; el funcionario no se atrevió a levantar los ojos hacia ella. ¿Cómo una mujer tan menuda podía poseer tanta autoridad?

-Vos sabéis, supongo, que un palafrenero ha intentado suprimir a Ramsés.

-Sí, majestad.

-Y también sabéis que se busca al carretero que acompañaba a Ramsés en la cacería, y que quizá es el instigador del Crimen.

-Si, majestad.

-Sin duda estáis informado del estado en que se encuentra la investigación.

-Temo que sea larga y difícil.

-Teméis… ¡Sorprendente expresión! ¿Teméis descubrir la verdad?

El jefe de seguridad se levantó como si hubiera sido picado por una avispa.

-¡Por supuesto que no! Yo…

-Sentaos y escuchadme con atención. Tengo la sensación de que se desea sofocar este asunto y reducirlo a un simple caso de legítima defensa. Ramsés ha sobrevivido, su agresor ha muerto y su instigador ha desaparecido. ¿Por qué buscar más?

A pesar de la insistencia de mi hijo, no existe ningún elemento nuevo. ¿Estamos reducidos al estado de un principado bárbaro, o es que la noción de justicia ya no tiene ningún sentido?

-¡Majestad! Conocéis la abnegación de la policía, vos…

-Compruebo su ineficacia y espero que sólo sea pasajera; si alguien bloquea la investigación, lo descubriré. Más exactamente, seréis vos quien lo identifique.

-¿Yo? Pero…

-Vuestra posición es la mejor para llevar a cabo investigaciones rápidas y discretas. Encontrad al carretero que condujo a Ramsés a una emboscada y traedlo ante un tribunal.



-Majestad, yo…

-¿Alguna objeción?

Hundido, el jefe de seguridad se sintió atravesado por una de las flechas de Sekhmet. ¿Cómo lograría satisfacer a la reina sin tomar riesgos y sin disgustar a nadie? Si el verdadero responsable de la agresión era un personaje bien situado, quizá se mostraría más feroz que Tuya… Pero esta última no soportaría un fracaso.

-No, por supuesto que no… Pero no será fácil.

-Si os he llamado no es para un trabajo de rutina. Sin embargo, os confió una segunda tarea, mucho más fácil.

Tuya habló de los panes de tinta fraudulentos y del misterioso taller en el que eran fabricados; gracias a las indicaciones proporcionadas por Ramsés, ella precisó el emplazamiento y exigió el nombre del propietario.

-¿Los dos asuntos están relacionados, majestad?

-Es poco probable, pero ¿quién sabe? Vuestras diligencias nos lo aclararán.

-No lo dudéis.

-Me sentiré muy satisfecha. Ahora, a la caza.

La reina se retiró.

Abatido, con jaqueca, el notable se preguntó si su único recurso no sería la magia.

Chenar resplandecía.

Alrededor del hijo primogénito del faraón, en una de las salas de recepción de palacio, decenas de mercaderes acudieron del mundo entero. Chipriotas, fenicios, egeos, sirios, libaneses, africanos, orientales de piel amarilla, hombres de rostro muy pálido venidos de las brumas del norte habían respondido a su llamada. El esplendor internacional del Egipto de Seti era tal que una invitación a la corte era considerada como un honor; sólo faltaban los representantes del Estado hitita, cada vez más hostiles a la política llevada por el faraón.

Para Chenar, el comercio internacional era el futuro de la humanidad. En los puertos de Fenicia, en Biblos, en Ugarit, ya atracaban barcos procedentes de Creta, de Africa o del lejano Oriente. ¿Por qué Egipto permanecía reticente a la expansión de este tráfico, bajo el pretexto de preservar su identidad y sus tradiciones? Chenar admiraba a su padre, pero le reprochaba no ser un hombre de progreso. En su lugar, habría procedido a la desecación de la mayor parte del Delta y a la creación de numerosos puertos mercantes en la costa mediterránea. Como sus antepasados, Seti estaba obsesionado por la seguridad de las Dos Tierras. En lugar de desarrollar el sistema defensivo y preparar al ejército para la guerra, ¿no era mejor comerciar con los hititas y, si era necesario, pacificar a los más belicosos enriqueciéndolos?

Cuando subiera al trono, Chenar aboliría la violencia.

Odiaba el ejército, a los generales y a los soldados, el espíritu limitado de los militaristas iracundos, el dominio por la fuerza bruta. No era así como se ejercía el poder, un poder con posibilidades de durar. Cualquier día, un pueblo vencido se volvía vencedor al revelarse contra el ocupante. Por el contrario, aprisionarlo en una red de leyes económicas que sólo comprendía y manipulaba una pequeña casta eliminaría rápidamente toda tentativa de resistencia.

Chenar agradecía al destino el haberle ofrecido la posición de hijo primogénito del rey y de sucesor designado del trono.

Claro, no sería Ramsés, inquieto e incompetente, quien le impidiera llevar a cabo sus grandiosos sueños: una red mercantil a escala del mundo civilizado de la que sería amo absoluto … (CJ)

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