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Siria – Crímenes y horrores

Comandante rebelde,antropófago y suní Khalid al Hamad
Comandante rebelde,antropófago y suní Khalid al Hamad

 

Siria: Un vídeo colgado en Internet muestra a un comandante rebelde sirio comer el corazón y el hígado de su enemigo. Las imágenes son escalofriantes pero no por el único motivo de valorar la fría y brutal escena, sino por lo que implica para el descrédito de los rebeldes a nivel internacional. Ninguna guerra es parecida a otra pero todas contienen un mismo estribillo: el horror. En su nombre se puede perseguir una meta digna, necesaria y vital; defender un ideal o bien, al revés, ir en su contra y luchar por una causa egoísta y particular. Pero en el proceso, lo que sí se hace indistintamente es desatar la fiera que llevamos dentro. La piedad no gana guerras ni batallas. No descubrimos nada nuevo. Quien gana una contienda es aquel que cuenta con soldados dispuestos a llegar hasta el final y, por supuesto, cuenta con el material de guerra más moderno. El acto de matar comporta una acción descarnada que, en condiciones normales, nunca estamos del todo preparados para encarar, y sus secuelas psicológicas son, indudablemente, tremendas y duraderas (los traumas). Pero hay quienes se regodean en ello porque tienen un instinto asesino y encuentran en este marco su lugar. La guerra ha sido el más desgarrador escenario que ha hecho de la Historia lo que es.

Durante siglos siempre se ha pretendido establecer unas reglas en el campo de batalla, incluso, se acordaba dónde y cuándo se iba a desarrollar la encarnizada liza. Respetar al enemigo vencido que huye, luchar con honor, siguiendo una serie de protocolos y gestos caballerescos no escritos, hasta la Convención de Ginebra, que hacían de la guerra un arte singular, entre heroico y salvaje. Sin embargo, todo esto conforma parte de un mundo imaginado, el de la literatura épica y el cine, no real, la mayoría de las veces, ya que no plasma la suciedad, fiereza e inhumanidad de la misma, hasta que solo uno de los contendientes queda en pie. Aún, cuando hemos vivido tanto y la humanidad ha padecido crímenes inenarrables, el hecho de que nos conmocionemos por la violencia del siglo XXI es buena señal, en parte, porque eso permite indicarnos que no hemos perdido nuestra sensibilidad, pero, por otra, que todavía la guerra es un mal para dirimir nuestras diferencias del que, lamentablemente, no podemos sustraernos. Y es lo que es; tiene un fin concreto, no gana el bueno ni pierde el malo. Y, a veces, la delgada línea que separa a unos y otros es demasiado fina, casi invisible, aunque busquemos la coartada para apoyar a quienes consideramos que están combatiendo por una causa noble y justa. Aun con ello, eso no evita que se transgredan los derechos humanos como ocurrió en Irak por parte de tropas americanas y británicas.

La violencia nos transforma (y nunca para bien). Esto es lo que está acaeciendo en Siria, como ya sucediera en Libia previamente, y otros lugares. Aunque la primavera árabe ha traído consigo el despertar de las sociedades en estos países frente a sus gobiernos autocráticos, eso no significa que tras ello aparezca una ola de democracia y libertades, y ya está. Aún, en los países árabes el lento proceso histórico no ha hecho que el debate entre Estado y religión se haya dado. El integrismo, por un lado, se ha convertido en una alargada sombra, un integrismo que cobra su fuerza en la miseria, el apego a una cultura tradicional y a las enormes desigualdades sociales existentes. Ahora bien, y volviendo al vídeo en el que el comandante suní Khalid al Hamad se regodea con su acción instando a sus simpatizantes a comerse las partes vitales de sus enemigos alauís, no deja la menor duda sobre los rasgos de algunos de los miembros que están combatiendo entre las filas rebeldes. La Cruz Roja recordaba que mutilar cuerpos está condenado como crimen de guerra. Llevan dos años de confrontación y teniendo en cuenta que no hay frentes, y se han ido incorporando más y más una masa crítica de sirios y de otros países, este conflicto se ha convertido en una confrontación sin reglas ni piedad. El problema es que este suceso incrementa la desconfianza de Occidente a la hora de ayudar a los rebeldes en sus propósitos. Nadie quiere un segundo Afganistán. Siria es hoy un campo de batalla en el que pugnan distintas fuerzas, no solo existen dos bandos, gobierno y rebeldes, sino muchos otros que buscan su dominio del país. El Asad ha hecho posible lo que hasta hace dos años nadie pensaba que ocurriría, la atomización de una sociedad hasta ese momento estable.

La Coalición Siria, rápidamente, ha condenado el hecho, defendiendo la dignidad del Ejército de Liberación Sirio, pero el daño está hecho, porque refleja que hay grupos, como los que lidera este comandante, que están fuera de control, y operan al margen de la dignidad humana. A esto se suma la penetración de Al-Qaeda entre las filas rebeldes con el Frente de Al Nusra, y eso condiciona mucho la posición de los países occidentales. Es su línea roja.

En Siria hay también un elemento más profundo que no podemos pasar de largo señalar. No solo está en juego la estabilidad de la región sino la importancia que está cobrando el Islam y las minorías religiosas. Se ha podido comprobar que estos países artificiales creados en la etapa del colonialismo siguen sosteniendo una estructura tribal y social muy rígida y diferenciada, el modelo del Estado-nación no se puede aplicar a ellos. Esto derivará en problemas graves, si acaso, en el que estos países vivirán inestabilidades internas o una desestructuración territorial que puede derivar en nuevas conflagraciones. Pensemos en los kurdos de Irak o en las minorías alauís (chiíes) y suníes de Siria. Por desgracia, esta guerra lo está arrasando todo a su paso, 94.000 muertos, según el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos, entre ellos 4.700 niños, pero también están sus secuelas, la muestra de la incapacidad de las sociedades humanas de resolver sus diferencias sin el uso de la fuerza. Es como si el tiempo se hubiese detenido. Cambian las armas con las que se mata pero no la sed de sangre, como diría la historiadora Joanna Bourke.

Por Igor Barrenetxea
Con información de La Opinión

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