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Juana Dib: “A veces las mujeres escriben más duro que los hombres”

 

Juana Dib: ©El Tribuno

 

Las primeras incursiones de Juana Dib en las letras tuvieron contexto de salones ornamentados y guardapolvos almidonados. La docencia la llevó a recorrer diversos puntos de la provincia, con más decepciones que satisfacciones: “Yo estoy un poco rebelde con la historia de mi carrera -admite Juana-. Con el puntaje que tenía y siendo una alumna destacada, he tenido que iniciarme en una escuela rancho en Macapillo, 30 kilómetros adentro de Estación Quebrachal. Me anotaron 120 alumnos. Yo estaba sola, así que daba clases tarde y mañana. No aprendían nada porque eran chicos que pasaban hambre. Eso fue en 1944. Fueron inicios realmente tristes. Yo tenía la carga del inmigrante, por eso no me nombraban en la ciudad. Me acuerdo que tenía un alumnito, Carlos Dima. Tenía 10 años, enfermó de sarampión y murió. No soportó la debilidad que tenía. Era mi primera experiencia docente… y se me murió un alumno”.

Juana rescata los detalles con memoria prodigiosa. Los devuelve del pasado con la mirada fija sobre la mesa, como si en la mesa se proyectaran, cinematográficamente, fragmentos de su vida. Después de ejercer la docencia en varias escuelas del interior, fue nombrada en la “Domingo Faustino Sarmiento”. Pero paralelamente, siempre dio clases particulares. Y no a pocos. “Tenía infinidad de alumnos. Llegó un momento en que no tenía dónde sentarlos en mi casa. Daba clases los sábados, los domingos, a toda hora. Fue un trabajo que hice olvidándome de mí misma”, contó.


¿Le dejó espacio al amor en su vida?

Me la pasé abriendo la boca, creo. Porque hice una vida demasiado dedicada al trabajo. Tuve cantidad de pretendientes. Me casé con un hombre que me quiso cuando yo era joven, y después de que él enviudó, volvió a buscarme. Siempre he sido responsable en la casa. Mi vida se ensombreció a los 16 años. Tengo una foto de esa época, donde estoy con dos galanes, sentada a la mesa. Cuando yo tenía esa edad murió mi hermano de 19 años, en un accidente de trabajo. Mi mamá lloraba todo el día y me hice responsable de la casa. Ha sido algo cruel. Mi hermano era un santo. Hasta ahora espero que alguien venga, toque la puerta y me diga que es su hijo.

Entonces el amor llegó a su vida como un oleaje apacible…

Así es, y me tomó de sorpresa.

Y no dejó hijos…

No, porque me casé grande. Y antes… Bueno, antes no se usaba tener hijos de soltera.

¿Y a qué edad empezó a escribir?

Siempre escribí. Hice mucha literatura escolar: discursos, guiones para obras de teatro, glosas, poesías… Yo armaba los actos. Pero me volqué a la escritura con mayor dedicación cuando mi mamá murió. Cuando ella vivía, en la casa teníamos 60 rosales y un ciruelo generoso, que era famoso entre la familia. El día de su muerte, el ciruelo se secó. Cuando le pregunté al jardinero si el motivo era que se le había secado la raíz me contestó que no, que se le había secado el corazón. Eso me inspiró a escribir una poesía, “Elegía para un ciruelo”, dedicada a mi mamá. Después le dediqué otra a mi papá, “Soy Salomón, el inmigrante”.

Y así desembarcó en las letras…

Sí. Y un día Dib Bautista me regaló unos libros premiados en concursos provinciales. Eso me animó a escribir y a presentar mis trabajos. Mi primer libro premiado fue “La mandrágora” (1993), con prólogo de Walter Adet. El quiso conocerme después de que un sobrino mío le mostró algunos de mis sonetos. Walter comentaba de mí cosas maravillosas. Francisco Zamora me contó una vez que le había escuchado decir a Adet acerca de mí: “Hay en Salta una mujer superior a Delmira Agustini”. Esta uruguaya, junto a Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, conformaban el trío de poetas más prestigiosas de la época. Adet tuvo además gestos concretos de aprobación hacia mi obra, como cuando publicó en el diario algunos de mis sonetos, comentando que eran deslumbrantes, una obra lúcida y personal.

¿Cuáles son los temas a los que usted siempre vuelve?

A veces me embarco en la protesta, cuando escribo sobre temas referidos a Palestina. Los escribo con dolor y con rabia. En esos textos he puesto lo que sentía sin temor a nada porque decía la verdad. He escrito sobre los países árabes, abordando diferentes aspectos: su historia, el amor, la injusticia de los países imperialistas…

¿Por qué elige el soneto?

A mí el soneto me sale en un instante. Soy rápida para escribir, pero después corrijo muchísimo.

Mientras el otoño avanza sobre el extenso parque de su casa y ella aguarda por minutos que suene el teléfono devolviéndole novedades de su familia en Tumín, Juana prepara un nuevo libro. Se llamará “Hierro dulce” y será un texto de semblanzas. Hay un capítulo dedicado a Teresa Leonardi, una gran amiga suya: “Yo sólo escribo si la persona o el lugar o el objeto me dicen algo. Y la Kuky me dice mucho por su lucha, su coraje”, aclara la escritora. También le dedica semblanzas a Walter Adet, a Liliana Bellone, Tita Lasteche, Benjamín Toro, Analía Falú, Leonor Villada, Estela Méndez, Rosa Machado, Jorge Cornejo Albrecht y a sus hermanos, entre otros.

¿Cómo vivió la experiencia de escribir en un ámbito literario marcado por presencias masculinas?

Yo recuerdo que Walter Adet decía: “Cuando hay un valor, no se puede tapar”. En algún momento sale a la luz. Fue él quien me dio un empujón al publicar mis sonetos en el diario. No figuro en la antología que hizo Adet en 1981, “Cuatro siglos de literatura salteña”, porque en esa época yo todavía no publicaba. Nunca me sentí discriminada entonces, pero sí me siento un poco discriminada ahora por algunos salteños que, desde Buenos Aires, proponen nuevas antologías y no me tienen en cuenta. Creo que ni saben lo que he escrito.

¿Cree que hay una literatura femenina o es una voz universal?

Es universal. Hay buena o mala literatura, simplemente. A veces las mujeres escriben más duro que los hombres. Lo que sí es cierto es que el hombre tiene más campo de acción. Aunque haga menos que la mujer, se lo conoce más. Indiscutiblemente, es así en todos los ámbitos.


Gaza (fragmento)

¿Dónde está la madre que asaba la espiga verde/ y esperaba con la mesa tendida/ la lumbre de su sonrisa?/ ¿Dónde están los dueños/ de las casas y las tierras robadas?/ Si con sus manos construyen/ la casa para sus sueños/ una vez y otra se la derriban./ Sabes por qué tiembla la madre/ y siente espadas de fuego en su corazón/ mientras implora a su hijo de nueve años:/ “¡Salem, Salem, no te muevas por Dios!/ que para divertirse los soldados/ tiran balazos a tu alrededor”. ¿Quieres que te dé algunos de los nombres/ de los “terroristas” palestinos,/ muertos en la Intifada?/ En tu corazón grábalos/ y tu memoria ardiente los recuerde:/ Jidad Abu Matar, edad: 2 días./ Samer Junca, edad: 4 meses./ Abdul Fatah Samara, edad: 2 meses./ (…)

Por Fernanda Abad

Con información de El Tribuno

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