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Altair – Siwa,el oasis del sol – Por Jordi Esteva


Hace unos años, recorrí los oasis del desierto líbico tratando de captar un mundo que se iba. Durante meses, visité Fayum, Jarga, Dajla, Farafra y Bahariya. Aquellas islas en el desierto, que habían salvaguardado su cultura durante siglos, acababan de entrar en nuestra era. Paseamos por vergeles frondosos, me cautivaron la extrema sencillez y el valor que se daba a las cosas que en nuestra sociedad de la abundancia hemos olvidado: mojar una hogaza de pan aún caliente en el aceite de oliva recién exprimido. Preparar el té con las ramas de un arbusto. Bañarse de noche en una poza de agua cristalina sin mayor preocupación que la de contar las estrellas fugaces.

Quizá los oasis de Egipto no eran tan bellos como los del desierto argelino, o sus construcciones eran modestas comparadas con las del Atlas, los paisajes tampoco eran grandiosos como los del Tibesti o del Teneré, pero allí sentí una sensación de familiaridad, como en pocos lugares apartados había experimentado y decidí entonces dedicarles un libro. Reservé Siwa para el final. Seguramente porque era el oasis más distinto. Mientras que los otros tenían una lengua, historia y costumbres parecidas, el de Siwa pertenecía a la órbita bereber y sus habitantes seguían expresándose en una lengua tamazigh.


Un noviembre ventoso, tomé la carretera del desierto que une El Cairo con Alejandría y de allí proseguí hacia Marsa Matruh en el Mediterráneo. Entonces, la costa de arena blanca y aguas turquesas no estaba profanada, como hoy, por los chalets, hoteles y “resorts”. Las niñas beduinas con sus vestidos de colores vigilaban sus cabras entre olivares e higueras enanas, donde hoy se yerguen los apartamentos para la clase media de El Cairo. Superado Al Amein con los cementerios de la segunda guerra mundial, la carretera proseguía hasta Marsa Matruh, entonces una frontier town. Las pequeñas villas de griegos y judíos aún no habían caído fruto de la especulación y el blanqueo. En su calle principal, ni una sola boutique vendía kaftanes de fantasía o cuentas de abalorios, y los cafetines en los que los funcionarios y burgueses de El Cairo fuman hoy el narguile, estaban tomados por militares de botas desabrochadas.



Siwa es el oasis del sol, allí se encontraba el famoso oráculo de Amón que los griegos asociaron a Zeus. Herodoto relata que el rey Cambises II, tras conquistar Egipto en el año 525 antes de Cristo, se enfureció por un designio desfavorable del Oráculo, que vaticinaba el rápido fin del yugo persa, y reunió en Tebas a un ejército de más de 50.000 soldados, que debía atravesar el desierto líbico para alcanzar el templo del Oráculo insolente y no dejar piedra sobre piedra. Pero Amón, se vengó de los invasores y levantó un terrible viento que sepultó a las tropas invasoras bajo dunas inmensas. Todavía hoy se especula sobre el lugar dónde perecieron los persas y los arqueólogos continúan buscándolo. Dos siglos después, Alejandro Magno envió una delegación para consultar el famoso oráculo. Fue con motivo de la muerte de su amigo Hefaestion tras varias noches de desenfreno. El gran rey macedonio sentía gran predilección por su amante y creyó volverse loco. No comió nada durante tres días, se cortó la cabellera y ordenó ejecutar al médico que le había tratado. Destruyó las murallas de Ecbatana y el templo de Asclepius. Y como epitafio de amor mandó construir un mausoleo prodigioso en Babilonia y dos cenotafios en Alejandría. Tan grande era la pena que sentía que quiso elevarlo al rango divino para lograr su inmortalidad, pero por grande que fuera el poder del rey, debía consultar su decisión a los dioses. Amón no accedió a sus súplicas, pero consintió que recibiera el culto de héroe, siempre y cuando se realizara de acuerdo con la tradición helénica.

Un tiempo después, tras fundar la ciudad de Alejandría, el rey macedonio emprendió el camino a Siwa para consultar el Oráculo en persona. El viaje resultó difícil; se perdió en el desierto con su ejército y todo parecía indicar que iba a correr la suerte de los persas. Entonces, cuando Alejandro creía que había llegado su fin, Amón envió dos cuervos que, con sus graznidos, le guiaron hasta el oasis. Una vez en Siwa, fue recibido con todos los honores, y el sumo sacerdote se dirigió a Alejandro Magno con el título de Hijo de Amón-Zeus y Dueño de Todos los Países.


Avanzaba en el desierto y a medida que el sol ascendía, todo iba perdiendo color y relieve y las lejanas montañas reverberaban como parapetadas tras una columna de humo. Guardaba como oro en paño, la carta de presentación que mi amigo Am Anwar del oasis de Bahariya había escrito para un antiguo compañero de Siwa: “Todavía estará vivo, tenía una salud de hierro”.

Durante las épocas romana y bizantina, Siwa y los otros oasis gozaron de gran prosperidad, se construyeron pozos, acequias y molinos. Florecieron las comunidades. Con el islam, los oasis perdieron de golpe su importancia estratégica porque se convirtieron en islas en el océano musulmán, meras etapas para los mercaderes y sus caravanas. Sin embargo, a finales del siglo XV, debido a los ataques de los beduinos y de las tribus procedentes de Nubia, Chad y Sudán, los poblados se fortificaron. En el siglo XIX el místico Sayed Mohamed bin Ali el Sanusi Jatibi, aglutinó un poderoso movimiento puritano y de renovación espiritual que se propagó en todos los oasis.

La carretera comenzó a descender tras dejar atrás unos contrafuertes calcáreos y superada una pronunciada curva, el oasis se ofreció en todo su esplendor: un gran lago de sal cristalizada reflejaba el sol del mediodía y obligaba, casi, a apartar la vista. Aquí y allá se erguían majestuosas grandes formaciones rocosas de perfectas formas geométricas y sobre un mar de palmeras se elevaba un laberinto de ruinas que asemejaba un termitero gigantesco. Se trataba de la antigua ciudadela de Siwa que fue destruida por unas inesperadas lluvias que en 1926 que lamieron el adobe de alto contenido en sal como si fuera caramelo.

La casa de Ibrahim Mahmud, era grande y espaciosa, construida en adobe, tenía varios pisos. Me presentó a hijos y sirvientes pero no vi a ninguna de sus mujeres. Ordenó recalentar algo de arroz y pollo, y por la tarde le acompañé a los vergeles. Quedé asombrado de tanta belleza. Romanas me parecieron las túnicas de los campesinos, los canales de riego y las acequias, las carretas tiradas por asnos que competían a gran velocidad por los caminos del palmeral, entre olivos y árboles frutales. También romanas me parecieron las piscinas de piedra con sus escaleras de caracol adosadas en las paredes cuyos peldaños se perdían en las profundidades del manantial de aguas límpidas.

Cada día seguíamos una rutina parecida: madrugábamos para llevar el desayuno a los campesinos: hogazas de pan, aceitunas grandes, dátiles, queso fresco; les ayudaba en la recogida de la aceituna, a encaramarse en lo alto de las palmeras para polinizarlas o recogiendo frutos. De regreso nos bañábamos en pozas de aguas cristalinas como la de Cleopatra, o la de Ain el Suhna que cada año, decían, se cobraba una víctima como tributo. De noche, se contaban mil historias sobre oasis perdidos en el desierto, como el de Al Gara cuyos habitantes eran negros y su número, por algún extraño conjuro, se mantenía siempre constante. Cuando nacía un niño, moría irremisiblemente algún viejo o enfermo, por ello cada vez que una mujer iba a dar a luz, se trasladaba al más anciano del lugar a algún oasis cercano para tratar de evitar su muerte. También se hablaba de casas que se hundían desvelando pasadizos y quien sabe si monedas de oro o estatuillas faraónicas.


Mi anfitrión me habló del Manuscrito de Siwa que recogía la complicada historia del oasis con sus guerras civiles y las costumbres peculiares como el matrimonio homosexual del que nadie se atrevía a hablar. Poco a poco me fueron confirmando con silencios y alusiones veladas lo que escribieron algunos viajeros como Steindorff que presenció una boda entre hombres. Los terratenientes se esposaban con sus jornaleros, los llamados zagalah, que no recuperaban su libertad hasta los 40 años; sólo entonces se les permitía casarse con mujeres. Las dotes, mahr, que se pagaban por los chicos eran considerables, y los fastos, mayores que los de los matrimonios heterosexuales. A los zagalah no les estaba permitido dormir en la ciudad y vivían en chamizos o en cuevas. Participaban en la defensa y en las frecuentes guerras civiles. En 1928, el rey Fuad visitó el oasis y, escandalizado, prohibió terminantemente los matrimonios homosexuales, aunque se dice que continuaron celebrándose durante algunas décadas. Hoy, los siwíes, azuzados por los cheijs e imanes religiosos, parecen avergonzarse de las prácticas que durante siglos fueron la norma.



Una noche, tras refrescarnos en la poza de Cleopatra, proseguimos el camino de regreso. Uno de los zagalah, se sacó una pequeña flauta de su bolsillo e improvisó un aire, otro no tardó en golpear con ritmo la carreta y pronto Ibrahim se añadió con un leve canturreo que fue ganando en intensidad. De pronto se llevó la mano a la oreja y, subiendo unas octavas, comenzó a cantar a gritos, como en trance, sin desafinar ni un ápice. Nunca había escuchado algo semejante. Era como si el espíritu del oasis se expresara a través de aquellas prodigiosas cuerdas vocales. Luego el silencio. La luna emergía sobre el palmeral y en la noche surgía espectral la silueta del templo del Oráculo. Entonces Ibrahim me habló de aquella canción:


“Hace muchos años, tantos ya como para que se haya olvidado el motivo del enfado, un “zagal” negro se refugió en un huerto huyendo de su amo que le había amenazado de muerte. De día, se escondía entre los matorrales y cuando llegaba la noche untaba su cuerpo con aceite de oliva para que resbalara como un pez si se le intentaba atrapar. Pronto corrió el rumor de que un yin, o duendecillo, negro moraba en el huerto. De noche nadie osaba aventurarse por aquel lugar, excepto una joven que de madrugada le regalaba comida y besos”.


“Un buen día, la joven más bella de todo Siwa, desapareció para siempre. Todos aseguraban que el yin negro la había devorado. Y el huerto se cubrió de maleza. Todavía hay quien afirma que las noches sin luna se escuchan los suspiros del amor y las risas de los dos enamorados que desde lo alto de una palmera se mofan del desgraciado que osa acercarse al huerto maldito”.

Jordi Esteva: escritor y fotógrafo. Es autor de Los árabes del mar (Altaïr Viajes/Península), Viaje al país de las almas (Pre-Textos), Mil y una voces (El País /Aguilar), Los oasis de Egipto (Lunwerg) y coautor de Fortalezas de barro al sur de Marruecos (Compañía Literaria).

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