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Los últimos nubios del Nilo

Los nubios son todavía despreciados por su piel oscura, y aparecen como sirvientes estúpidos en series de televisión o cuentos infantiles ©Samuel Aranda

El pueblo ancestral egipcio lucha para regresar a la tierra de la que fue expulsado.

Ha anochecido y la faluca, ya con la vela plegada, se mece suave a la orilla del Nilo. Rauf se sienta junto a tres amigos en la proa de la embarcación y saca un tambor circular hecho de piel curtida. De vez en cuando, la luz temblorosa de una vela descubre sus rasgos nubios mientras cantan. Los versos transportan a un pasado lejano pero también a una amargura reciente: “El agua inundó nuestra tierra / ¿dónde está nuestro pueblo? / Somos hijos del Nilo, entonan. En el pasado, la civilización nubia, de 7.000 años de antigüedad, tuvo épocas de esplendor: sus faraones negros reinaban y sus ejércitos eran temidos desde Libia a Medio Oriente. Su lengua no árabe y el repiqueteo de sus tambores engalanaban canciones sobre victorias militares, poderosas reinas de ébano o leyendas llenas de misterio a las puertas del África Negra. Aquel brillo se consume hoy entre los versos que afinan Rauf y sus amigos. Desde hace 52 años, el pueblo nubio sueña con regresar a sus tierras ancestrales a las orillas del Nilo. En el año 1964, la construcción de la presa alta de Asuán inundó la tierra natal de los nubios y obligó a más de 8.000 familias a abandonar sus tierras. Más de 60.000 nubios vieron como el lago Nasser se tragaba sus hogares.

En la serie Cartas a la sombra de los faraones, publicada en La Vanguardia en 1970-1971, el escritor Terenci Moix daba testimonio del aire de esperanza que aquella gigantesca obra de ingeniería había insuflado a la región. “El gran sueño del difunto Nasser –escribió el autor de No digas que fue un sueño– reincorpora a partir de hoy el gran mito de la fecundidad del río al progreso hacia el cual se esfuerza por dirigirse la nación egipcia, dejando de preocuparse por sus muertos ancestrales y facilitando de una vez (de una lenta vez) el fatigoso avance de los vivos”.

Para Rauf, aquel paso hacia el progreso y hacia una vida mejor fue un espejismo. “El gobierno egipcio prometió recolocarnos en tierras tan fértiles como antes, pero nos engañaron. La tierra nubia era fértil y verde, daba buenos cultivos, y nos llevaron a zonas de piedra y desierto”.

La nueva Constitución de Egipto, aprobada en el 2014 con un 98% de apoyo tras un controvertido referéndum, acepta el olvido al que fue relegada la comunidad nubia. Un breve artículo de la nueva Carta Magna promete acabar con aquel exilio y “devolver a los residentes de la Nubia egipcia a sus tierras originales y desarrollarlas en diez años”.



Para Arafa Ramadán, activista nubio de Asuán que cambia su nombre por seguridad, esas palabras volverán a ser de cartón piedra. Durante la primera relocalización, se prometió a todas las familias que recibirían una casa y un terreno de dos hectáreas. Aunque río arriba se construyeron casi treinta aldeas con los mismos nombres de las anegadas, no todos recibieron lo prometido y los nuevos hogares están lejos del Nilo, en tierras prácticamente estériles. “Prometen pero nunca cumplen. Sí hubo dinero para poner a salvo los templos y las piedras, pero a nosotros nos dejaron tirados”, dice Arafa. Aún hoy, los nubios son despreciados por su piel oscura e incluso aparecen como sirvientes estúpidos en series de televisión o cuentos infantiles. Para Arafa, el corte autoritario del gobierno del general Abdul Fatah al Sisi no augura nada bueno. “Ahora es incluso peor que con Mubarak, si te quejas, te dicen que calles; y si no lo haces vas a la cárcel. Nuestro corazón sangra por lo que nos ha hecho Egipto. Nos echaron de nuestra tierra y ni nos dejan protestar”.

Desde lo alto de su casa, donde nos recibe bajo una haima azul, Arafa chasquea la lengua mirando hacia el barrio de Garbi Sehiel. Situado a las afueras de Asuán, se ha convertido en un parque temático de la cultura nubia, con tiendas de souvenirs por doquier y camellos bautizados como Bob Marley o Fernando Alonso para atraer a turistas. “El pueblo nubio pagó el precio por el progreso de Egipto pero nunca nos han pagado de vuelta. Ahora intentan borrar nuestra historia”.

En las orillas del lago, más al sur, aún es posible encontrar el esqueleto de algunas aldeas abandonadas. Waled Sad, patrón de un barco para turistas, nos lleva hasta la antigua Hasaya, donde apenas queda nada. Todas las casas están en ruinas y sólo aguantan en pie algunos techos de bóveda de cañón. Hay restos de recipientes rotos de cerámica en el suelo y escaleras que ya no llevan a ningún lado. Waled observa en silencio y no espera a que le pregunte. “Siento fuego en mi corazón. Mi pueblo y su cultura se extinguen”, escupe.

La cercana isla de Heisa es el refugio de los últimos nubios del lago. Al encontrarse entre dos presas no fue evacuada totalmente, aunque muchos tuvieron que reconstruir sus casas montaña arriba. Pero aquí el enemigo no es sólo el agua. La falta de infraestructuras tras años de olvido gubernamental y un desempleo creciente –la amenaza yihadista se ha sumado a cinco años de revolución para acabar de ahuyentar a los turistas– han herido de muerte a la aldea: los jóvenes se van. De los 4.000 habitantes de la isla hace dos décadas, apenas quedan 1.300. Y la última esperanza para la cultura nubia se va con ellos.

En Heisa, bajo una ladera salpicada de casas pintadas de mil colores, Ramadan Wahbi prepara té mientras repara una barcaza de madera. Unos niños nubios chapotean un poco más allá y saltan desde una pequeña barca de remos. Whabi les observa como si estuviera viendo un punto y final. “Egipto prohíbe enseñar lengua nubia en las escuelas. Nuestros niños sólo aprenden árabe o inglés; así que nuestra lengua y nuestra cultura desaparecerán pronto”.

A sus casi 60 años, Wahbi casi no siente como su hogar la tierra bajo sus pies. “Vivimos en las antiguas montañas de piedra, que ahora son islas. Vivíamos en un paraíso y éramos un pueblo agricultor, orgulloso de nuestra cultura. Ahora estamos condenados a ser conductores de barcas para turistas”.

Tras dos horas en la isla de Heisa, nos vamos sin cruzarnos con un solo turista.

Por Xavier Aldekoa
Con información de La Vanguardia

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