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Carnavales rurales, donde se detiene el tiempo…

Cigarróns de Verín (Ourense), unos de los personajes más icónicos del Entroido gallego ©Luís Davilla

Eclipsados por otros más de cartón piedra, donde los significados se han perdido, los carnavales de algunos pueblos del norte de la Península entroncan todavía con rituales paganos de cuando el hombre vivía a merced de los ciclos de la naturaleza.

Casi humean las brasas donde arderá el bandido Miel Otxin en el pueblo de Lantz, en la también localidad navarra de Alsasua, la hoguera que iluminará a los momotxorros tras sembrar el terror, tridente en ristre, con sus animalescos disfraces manchados de sangre. Culpables de todo lo malo ocurrido en el año, el Marquitos acabará empalado en la alavesa Zalduondo, y el Cornelio, colgado en Bielsa (Huesca), mientras que a la aldea zamorana de Villanueva de Valrojo llegará el diablo a poner fin al jolgorio y dejar paso a los arrepentimientos de la Cuaresma.

Por todo el norte de la Península se celebran unos carnavales que poco tienen que ver con el oropel y las plumas de los más mediáticos del sur. Prohibidos durante el franquismo, algunos de los también llamados antruejos y carnestolendas resistieron camuflados como fiestas de invierno. La mayoría tuvo que esperar al fin de la dictadura para desempolvar sus tradiciones, herederas a menudo de ritos paganos que conjuraban la fecundidad de los campos en este ciclo de transición entre la oscuridad y el renacer de la primavera.

Aunque para el antropólogo y ensayista Julio Caro Baroja, “nuestro carnaval, quiérase o no, es un hijo del cristianismo”, muchos investigadores de la fiesta remontan su origen a antes incluso de las Saturnales romanas. Celebradas en honor a Saturno, dios de la cosecha, el mundo entonces se ponía del revés y todo, o casi, quedaba permitido. Al grito de “¡Io Saturnalia!” los esclavos, libres de sus quehaceres y disfrazados, en el anonimato, burlaban a sus señores, se dejaban servir por ellos y hasta elegían a un príncipe, como el Rei Carnestoltes del satírico carnaval de Vilanova.

Botargas sonando sus cencerros y primorosas mascaritas adornadas con flores y mantón se emparejan por el pueblo alcarreño de Almiruete ©Luís Davilla

Tampoco parece descabellado el parentesco con las Lupercales, donde jóvenes embriagados corrían por Roma fustigando a las mujeres deseosas de concebir, de una forma no muy distinta a como se las gastan con sus palos y varas las trangas de Bielsa, los zaku-zaharrak de Lesaka y mamuxarros de Unanua (en Navarra) o, entre tantos otros, los cigarróns y peliqueiros que se abren paso con el látigo entre los carnavales más genuinos de Galicia.

El de Xinzo de Limia es el más madrugador de los tres que, junto a Verín y Laza, integran en el corazón de Ourense el triángulo del Entroido, como se llama al antruejo por estas tierras. A lo largo de cinco fines de semana, la música y las comilonas toman el pueblo, aunque son las pantallas quienes mandan. Estas máscaras coronadas por animales totémicos, con capa roja y campanillas a la cintura, se aseguran de que no quede parroquiano sin disfrazar, esgrimiendo cual cachiporra una vejiga de vaca en cada mano. De alcanzar a alguno de paisano, entre gritos lo llevarán en volandas hasta el bar para que se pague una ronda.

Más elaboradas aún son las caretas que, sobre un traje de 25 kilos, lucen los cigarróns de Verín y peliqueiros de Laza. Se cree que representan a los recaudadores de impuestos que antaño perseguían a los morosos. Porque, aunque a veces ni los vecinos lo recuerden, cada personaje del carnaval arrastra un simbolismo con mucha miga.

La lucha entre el bien y el mal y el sometimiento de la naturaleza parecen estar en Lanz detrás del caballo Zaldiko y los herreros, el gordinflón Ziripot y el chivo expiatorio Miel Otxin. Los espectaculares boteiros del Entroido de Viana do Bolo anteceden a la música de los folións, que con sus bombos y azadas alejan a los espíritus. Además de ahuyentar el mal fario, los zanpantzar de Ituren y Zubieta despiertan con sus cencerros a la tierra adormecida, y las botargas de Guadalajara esparcen papelitos de colores llamando a su fecundidad. Junto a guirrios y madamas, por el pueblo leonés de Llamas de La Ribera también desfilan los carneros, ligados a la brujería, y el toro, emblema de la fertilidad, mientras que la presencia del oso es recurrente por todo el Pirineo.

Embutidos en sacos cubiertos por una pelambre de oveja, los mozos que lo encarnan en Bielsa avanzan a empellones entre el gentío mientras los domadores los sujetan con una cadena, reafirmando el dominio del hombre sobre el medio. Según la tradición, si el oso salía de su letargo invernal y había luna llena, se volvía a su cueva y la primavera tardaba en entrar 40 días más. Si era noche cerrada –y no es casualidad que las carnestolendas coincidan siempre con la luna nueva–, se desperezaba y, con él, la estación que las sociedades agrícolas aguardaban como agua de mayo.

Herrero, un siniestro personaje del carnaval de Lantz (Navarra), que simboliza la domesticación de la naturaleza ©Luís Davilla

Después, la Iglesia se las compuso para cuadrar el calendario religioso con estos ritos ancestrales y revestirlos de nuevos sentidos. Y como no hay carnaval sin Cuaresma, dio la ocasión de hacerse perdonar tanto desmán con la abstinencia que arranca el miércoles de Ceniza y culmina en una Semana Santa que, como señala Luis Díaz Viana, profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, “más que su ritual contrario, sería la otra cara complementaria de los carnavales, con los que comparte entre otras cosas la toma del espacio público y la inmunidad que confiere la máscara”. Hasta entonces, cuando el orden y la austeridad reconquisten las calles, ¡Io Saturnalia!

Por Elena del Amo
Con información de Magazine

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