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Las aletas de Alain, el laúd de Mohannad y el teatro de Abdoul

Mohannad Doughem y su laúd
Mohannad Doughem y su laúd

Alain Diabanza se embadurnó de aceite como le dijo aquel mafioso. No es que tuviera mucha fe en los tratantes de hombres, pero atrás dejaba a sus vecinos violados y asesinados, al director del colegio ejecutado por explicar a los alumnos que en la República Democrática del Congo no hay libertad, dos semanas de huída incrustado entre las mercancías de un camión, ocho meses de miseria extrema en las montañas marroquíes, su asalto fracasado a la valla de Ceuta. Aquella noche heladora del 10 de marzo de 2005 se embadurnó de aceite porque no había más. Luego amarró los cuatro huesos que eran su cuerpo a la cámara de aire de una rueda del desguace y se lanzó al abismo negro.

Todo mi lujo eran unas aletas, hay mucha diferencia. Nadamos muy profundo, con mucho frío porque lo del aceite es mentira, no hace nada. Pero tampoco tenía dinero para un traje de neopreno. Tras varias horas en el agua, la Guardia Civil nos llevó al hospital.

Lo que ocurrió después le ha devuelto la sonrisa olvidada. Solicitó asilo y la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) le dio las herramientas para ser el hombre independiente que es hoy, un malagueño risueño: mujer, hijas, piso de alquiler, trabajo. Ha podido convalidar su título de Filología Francesa, da clases particulares y es técnico en integración social. Sigue viendo a diario el desarraigo, el pánico de los recién llegados.

Los gobiernos se reúnen mucho, pero hacen poco. La imagen del pequeño Aylan varado en la playa se ha esfumado. Hay que meterse en la piel de esa gente, no podemos darle la espalda.

Diabanza se refiere a todos esos acuerdos de los líderes europeos para reasentar a 160.000 refugiados, papel mojado, triturado, mientras el continente se ha ido fortificando con fronteras erizadas. España ha triplicado las plazas de acogida en centros y pisos, de las 972 de 2014 a las 2.804 actuales, todas cubiertas. Pero es que el flujo no cesa: si hace dos años 5.947 personas formalizaron aquí su solicitud de protección internacional, en 2015 lo hicieron 15.000, y apenas representan el 1% de las registradas en toda la UE. El colectivo más grande es el sirio (5.724) y muchos de ellos accedieron por el puesto fronterizo de Beni Enzar, la puerta de Melilla.

Mohannad Doughem, ingeniero y músico, la cruzó hace un año huyendo de los tanques de la apocalíptica Alepo, la ciudad más grande de Siria. Nació en un campo de refugiados palestinos, fue a la universidad, trabajó para una multinacional francesa y estalló la guerra. En 2013 cogió un billete de avión a Argelia«con mi nacionalidad es difícil encontrar trabajo en otros países»– y estuvo dos años enviando dinero a lo que quedaba de su casa.

Al final, sus padres y hermanos escaparon por la vía turco-griega en una de esas lanchas que se suele tragar el Mediterráneo -4.000 víctimas el año pasado- y acabaron felizmente en Suecia. En cuanto pudo, Mohannad se presentó en Estocolmo para vivir con ellos, pero lo devolvieron a España por el convenio de Dublín, que viene a decir que un refugiado se debe quedar donde solicita la protección hasta que se resuelva su caso.

A la espera de que le homologuen el título universitario, aprende castellano en Sevilla a velocidad crucero. Se aloja en un piso de CEAR en el barrio de Triana, que deberá dejar en unos meses, donde no se separa de su laúd. Lo toca con la misma delicadeza que habla y mira por dos ojos de color turquesa que han visto lo peor de la guerra. Pero Mohannad también sonríe.

¿Cómo afronta la vida?

Trato de vivir como un español, quiero saber cómo es el país, sus costumbres, amoldarme. Me he hecho una página en Facebook donde me ofrezco para enseñar música, árabe, ayudo a resolver problemas de ingeniería, matemáticas o físicas. No cobro. Así encuentro amigos y colaboro con la sociedad. Hay que devolver lo que te dan. Estoy muy contento. Vivo y toda mi familia se ha salvado.

Dice Julia Fernández Quintanilla, directora de la ONG Accem, que esa red social que teje Mohannad es vital pasadas las primeras urgencias. «En la integración no podemos estar solo los servicios sociales. Lo importante es el día a día, apoyarles en la escuela si coinciden con nuestros hijos, darle información al vecino. Debemos estar todos en este proceso».

Y cuando dice todos, es todos, incluído Ikea. No tiene nada que ver con su politizado catálogo. El gigante sueco amuebla muchos de estos pisos y sus trabajadores colaboran montando la cómoda ‘Malm’ o el armario ‘Dombas’. Tiene también un programa de formación y empleo para los que huyen de la guerra y el terrorismo. «Otras empresas se están animando. Ellos deben ir construyendo lo que van a vivir aquí, y la idea es darles herramientas», cuenta Fernández Quintanilla.

Jadhi Kicheva no ha cargado muebles, pero sí unas macetas horribles que vencían a este peso pluma de 49 kilos escurridos en 1,60 centímetros. Es bióloga, la profesora más joven de la universidad pública de Daguestán, donde vivía en una hermosa casa de techos altos y vistas al Caspio con su marido y su bebé. Hasta que la sublevación islámica en esta república de la Federación Rusa y la crisis en la vecina Chechenia llenó de tanques su ciudad y el Cáucaso se paralizó de miedo. La vida de su marido, funcionario en el corrompido departamento estatal de aduanas, valía menos que la de un perro. Escaparon en autobús.

No fue como saltar la valla, pero fueron tres días de viaje con un niño enfermo. Cuando entramos en Polonia, respiré. Estábamos a salvo. Llegamos hasta Holanda, a un centro de internamiento donde no nos daban medicinas para el pequeño. Tenía una diarrea monumental. Entonces nos fuimos a Madrid, donde nos mimetizamos con la gente, parecíamos uno más.

Aunque el trato, al principio, fue de analfabeta. Le explicaban cómo funcionaba el teléfono, la lavadora o la tele.

Te enfadas porque sientes que te han quitado los valores, pero luego te vas adaptando. No me ha resultado difícil integrarme en esta sociedad. Hice un máster de intermediación cultural y ahora ayudo en la Cruz Roja a otras personas recién llegadas que se sienten violentadas, discriminadas y devuelven ese enfado porque se sienten maltratadas.

En la patera

Jadhi, tan menuda como vital, instalada desde hace más de una década en Valencia, sigue peleando para que le reconozcan su título universitario. Lo del curso de jardinería ornamental no funcionó porque en la práctica de adorno tuvo poco. No podía con esas jardineras tremendas y acabó en la hostelería. En la Cruz Roja enseña español a los ucranianos que llegan por decenas a esta comunidad. 3.240 en toda España el año pasado. También da charlas en los colegios, colabora con el ayuntamiento de Mislata

¿Volverá a Daguestán?

Entre trabajar en un restaurante y el nivel que tenía allí, con amigos y familiares licenciados… es muy tentador. Pero pienso que no voy a volver, no soy la misma persona.

Abdoul Salam Coulibaly huye de los tuareg. Mataron a su hermano, así que abandonó su aldea de Malí y se refugió en casa de unos tíos en Bamako, la capital. Lo de casa es un decir, porque dormía en un almacén donde lo acribillaban los mosquitos y enfermó. Cuando se puso en pie, cargó carros de arena en Argelia, picó paredes en Libia, Marruecos… y el mar. Una balsa para cinco personas convertida en ataúd hinchable para 37 hombres, mujeres embarazadas y niños. Era la primera vez que navegaba. Casi veinticuatro horas «viendo la muerte. Aunque miraba a esos críos y pensaba que Dios no nos podía abandonar». Les rescató la Cruz Roja, que los llevó hasta Motril.

Ahora vive en Bilbao donde después de completar su formación como soldador ha encontrado trabajo y una vocación, el teatro. Ha impulsado una compañía amateur que estos días estrena ‘La Zanja’, toda una lección de que vivir la vida es mucho más que atravesar el océano.

Con información de La Rioja

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